“Viví sintiendo que había algo mal en mí. Me convencí de que estaba fallado, que lo que sentía por ‘Don’ no podía ser amor. Entonces durante 50 años me anulé, callé e hice todo lo que ‘había que hacer’”, se despacha Roberto para introducir la historia que tuvo guardada durante casi toda su vida. “¡Pará Roberta! No empieces con sentimentalismos… Lo importante es todo lo que nos queda por vivir juntos”, dice Juan, alias “Don” como lo apodaron en la adolescencia por su fama de Don Juan y como lo llamaremos a partir de ahora.
Roberto y Don se conocieron allá por la década del 70, cuando eran dos quinceañeros en la flor de la vida y jugaban al fútbol en el club de su barrio: “Don era un jugador de toda la cancha, en todos los sentidos: era el crack del equipo, goleador de media cancha, fachero, no estudiaba nada pero zafaba todas las materias y las minas caían muertas a sus pies… ¡todas!”, cuenta Roberto tan obnubilado como aquella primera vez que se lo cruzó, en las canchitas improvisadas en el potrero de Villa Modelo, y lo invitó a sumarse al equipo. De repente, cambia a un tono humilde para decir: “Yo era el arquero, un ‘machomenos’ en todo, pero al tener la venia del chico popular –dice cabeceando al hombre que hoy comparte su sillón y su vida–, el mundo me aceptaba”.
En el invierno del 74, la platea albiceleste estaba caldeada: el fixture de la Copa Mundial que se disputó en Alemania no favoreció al conjunto dirigido por Vladislao Cap y, tras superar la fase de grupos, Argentina fue acribillada por la mítica “Naranja Mecánica” de Johan Cruyff, por 4-0… el resto es historia. Sumado a que justo cinco días después de la derrota futbolística, el 1 de julio, fallecía el General Juan Domingo Perón y el país estaba de luto. Ese domingo mientras disputaban la final del campeonato de clubes, un delantero del equipo contrario se rió de Roberto luego de marcarle el quinto gol: “¿Qué sos Clemente? El arquero sin manos”, dijo el de Barracas, y absolutamente todo el plantel, hasta el banco suplente, estalló a carcajadas. Pero hubo un sólo valiente que defendió a Roberto: “¿Qué te pasa cabeza de termo? ¿Querés pelear?”, se abalanzó Don con los tapones de punta. Acto seguido, se desató una batalla campal en el rústico estadio de zona sur.
El equipo de Avellaneda perdió pero, a pesar de los cinco tantos en contra que le metieron, Roberto salió triunfante al escuchar las palabras que Don le susurró al oído: “Hay cosas más importantes que ganar… cosas como no dañar o no avergonzar a otros”, lo sorprendió dándole una palmada en el hombro, con la camiseta todavía embarrada y la cara hinchada de los golpes que se había comido por defenderlo. “Nunca me voy a olvidar de ese gesto. Imaginate lo que es tener todo un estadio de pibes riéndose de vos, hasta tus propios compañeros embroncados por ‘hacerlos perder’. Y de repente, el más querido por todos, sacando el pecho por mí”, dice Roberto abrazando al hombre que tiene al lado, y luego de un suspiro agrega: “Ahí me enamoré profundamente de Don. ¡Él se puso la 10 por mí! Ya sentía cosas y me las autocensuraba. Pero vino toda esa demostración, ¡y en público!”, señala haciendo montoncito. Esa noche, y todas las que vinieron hasta el jueves siguiente, Roberto no pudo dormir.
El entrenamiento de los jueves solía combinar ejercicios físicos, técnicos y cognitivos con pelota. Era normal que Roberto y Don hicieran dupla: uno era el goleador estrella y el otro el arquero titular; uno lanzaba remates aplastantes desde los ángulos más recónditos, y el otro “volaba” para atraparla, ahora más motivado que nunca. En esa práctica se respiraba “algo” diferente, había “sed de más”: venían de perder por goleada, estaban por descender, tenían el orgullo pisoteado pero nunca roto y sabían que estaban para más… Sobre todo Roberto “tenía un Don motivo” para pelearla más que nunca.
Luego de transpirar la camiseta, venía la rutina de siempre: “a las duchas para salir con los muchachos a morfar algo”, dicen a dúo. Esa noche de agosto el vestuario estaba impregnado con el olor a sudor, a esfuerzo y a humedad, mientras las luces fluorescentes titilaban sobre las cabezas de los jugadores. El eco de las voces y los golpes de las duchas caían como una cortina sonora que cubría el ambiente; Roberto sólo oía el eco alentador de su voz interior: “Es ahora, es ahora”. Algunos jugadores ya se habían sacado sus camisetas, dejando a la vista los músculos tensos y las marcas de un entrenamiento exigente, como Don, que fue el primero en meterse debajo del chorro caliente. El arquero se coló en la ducha de al lado y sosteniendo el jabón le hizo una seña a su mejor amigo y le dijo: “¿Te lo paso?” El delantero con su mejor gambeta esquivó la propuesta, con delicadeza, sin exponer ni ofender a Roberto le respondió: “No, no, gracias Robert… a esta espalda sólo la tocan minas”. El arquero entendió el mensaje y la escena terminó en silencio.
Un par de jugadores se relajaba contra los bancos de madera, charlando sobre las jugadas clave del entrenamiento. Reían, se tomaban el pelo entre ellos, burlándose de un pase fallido o de una jugada que no salió como esperaban. Mientras, en un rincón, Don y Roberto se cambiaban mudos, con las miradas perdidas, aún procesando la intensidad de lo ocurrido hacía instantes. Un golpe seco contra un armario rompió la monotonía: alguien lanzó con frustración una camiseta arrugada, y otro a la voz de “¡calmate!” indicó que la seguían en la cena.
En el bodegón de la Av. Debenedetti, mientras los compañeros de equipo conversaban sobre tácticas para el próximo partido, la atmósfera era relajada pero cargada de camaradería, menos Roberto y Don que ya no se podían sostener la mirada. “Sentí que lo había arruinado todo y no podía ni mirarlo”, dice el arquero, y el otro agrega: “No entendía si yo le gustaba o habían sido mis fantasmas, pero mi estrategia a partir de ahí fue hacer como si nada. Hay cosas de las que es mejor no hablar”, decreta Don. La energía del equipo, aunque algo apagada por el cansancio, seguía siendo palpable: la cena post entrenamiento es un lugar donde los esfuerzos compartidos se sienten, donde las rivalidades y las bromas se mezclan con un respeto mutuo, como si cada uno fuera consciente de que el trabajo en equipo es lo que los hace avanzar. Esa misma energía que ayudó a los amigos confundidos a continuar, “como si aquí no hubiera pasado nada”.
Pero a Roberto entrenar ya le dolía, y no era una molestia física, sino la tortura de no poder abrazar o mirar a Don como antes del “incidente” en el vestuario. Seguían siendo los mejores amigos pero ambos sabían que “algo” había cambiado y la incomodidad era insoportable. Así fue que al año siguiente, cuando volvieron los entrenamientos, Roberto se puso a tono con la represión del país y tomó una decisión drástica: “Me dejé de joder, colgué los botines y con ellos mis verdaderos deseos. Me puse de novio con Lucía que era la mujer ideal para ‘hacer todo lo que había que hacer’ y andaba loca por mí desde primer grado”, es su forma de explicar que no sólo dejó el fútbol para siempre, sino que abandonó sus ilusiones para tomar por prestadas “las de la gente normal”.
Dicho y hecho, al año Roberto se casó con Lucía y tuvo muchos momentos de felicidad: “Sobre todo cuando nacieron nuestros hijos que son la luz de mis ojos”, dice emocionado y con algo de culpa en la comisura de sus labios. Durante años, se construyó la fachada del hombre perfecto para esos tiempos: un marido devoto, un padre ejemplar, un empresario exitoso y un amigo leal. “Me volví un pecho frío, bah…”, dice por lo bajo. Cada mañana, se despertaba con la convicción de que debía cumplir con las expectativas que la sociedad y él mismo le habían impuesto. En su hogar, era el pilar de estabilidad, siempre dispuesto en la crianza de los niños, a complacer los deseos de su esposa y a mantener la armonía. En su trabajo, era el líder admirado por su visión estratégica y su capacidad para resolver problemas con calma. Con sus amigos, era el compañero fiel, el que nunca fallaba, el que siempre tenía una sonrisa y una palabra de aliento. La perfección era su traje diario, un rol que desempeñaba tan bien que, con el tiempo, incluso él mismo comenzó a creer que era la única versión de sí mismo. Y Don siempre seguía presente en todos los acontecimientos más importantes de su vida.
Sin embargo, debajo de esa máscara cuidadosamente construida, Roberto se sentía cada vez más vacío. Sus emociones y deseos reales estaban reprimidos, ahogados por la constante necesidad de cumplir con todas esas expectativas ajenas. En su interior, luchaba con un torbellino de inseguridades, miedos y frustraciones que no se atrevía a compartir. La presión de mantener la perfección lo había aislado de sus propias pasiones y sueños –como el fútbol y Don–, y comenzó a sentir que su vida se había convertido en una rutina sin alma.
Cada vez que estaba solo, el reflejo en el espejo le devolvía la imagen de un hombre que no reconocía, alguien que había perdido su autenticidad en el proceso de agradar a los demás. Ya no recordaba la última vez que se permitió sentir realmente: reír sin preocuparse por la apariencia, o llorar sin temor a ser juzgado. O mejor dicho, sabía bien que su último instante de autenticidad había sido la noche del vestuario de 1974, y que el previo episodio en el accidentado partido que Don lo protegió había sido su oportunidad final de amar realmente. Pero también, cada noche, se consolaba con el gran trabajo que había logrado para arrancar “los malos pensamientos” de su mente y mantener a su amigo en su vida.
La historia de Don, previsible, había seguido por un carril muy diferente. Era el prototipo del soltero empedernido, aquel que causaba suspiros en cada lugar en el que entraba. Con su aspecto impecable, una mezcla de carisma y seguridad, aún pasaban los años y seguía siendo la envidia de sus amigos. Se entregaba a la vida nocturna con desenfreno, disfrutando de cada conquista sin ningún compromiso, cambiando de pareja con la misma facilidad con la que cambiaba de medias. Para él, las relaciones eran fugaces, como un juego sin reglas ni consecuencias, y no veía sentido en formar una familia. Nunca se había siquiera planteado la paternidad. “Al menos que yo sepa, hijos no tengo”, hace el chiste fácil propio de los hombres. Prefería la libertad de la soltería, la adrenalina de la seducción y el reconocimiento que le brindaban esas historias efímeras, pero vacías. “Sí, vacías”, dice por primera vez con tristeza. Aunque sus amigos lo admiraban y su vida parecía una fiesta de placeres, en su interior había algo que faltaba: un deseo de conexión genuina que nunca se atrevió a explorar.
Pero luego de la Copa América 2024, cincuenta años después, Don despertó. “Es muy loco, lo sé”, se ataja para relatar su repentino momento de iluminación: “La noche que estaba viendo la transmisión de la Copa, en la entrega de premios, cuando le estaban dedicando el Guante de Oro al Dibu Martínez, se me cayeron todos los jugadores juntos”, dice mientras empuja con su índice un dominó imaginario. “Quería estar con Roberto. Se me vino todo junto a la cabeza: el día de la goleada, la noche del vestuario y cómo extrañaba al otro Roberto… al que me miraba antes de que le sacara la roja”, relata emocionado sin poder dejar de recurrir a los términos futboleros, y poniéndose más romántico y reflexivo confiesa: “De repente entendí por qué entre tanto baile recorrido no existía en el mundo la mujer de mi vida, claro, es que no había lugar para eso porque Roberto había sido el hombre de mi vida y yo estaba ciego”.
“Vos te merecés esos y todos los guantes de oro del mundo”, lo whatsappeó Don a su amigo. “Él me la había dejado picando hacía 50 años pero yo estaba en otra, por eso ahora quería ir cortita y al pie”, continúa con su vocabulario del hincha nato. Había algo dentro suyo desenfrenado y necesitaba sacarlo: “Mis guantes de oro son para vos, sin duda. Ojalá me hubiera dado cuenta hace 50 años pero, bueno, nunca es tarde para el amor verdadero”, agregó con un emoji de corazón, dato que no sería relevante si no fuera porque Don jamás solía enviar este tipo de mensajes, ni en broma, mucho menos mandar corazoncitos y, “¿entre tipos?”, dice escandaloso simulando a un juez de antaño. Súbitamente había descubierto que jamás se había sentido más feliz que con Roberto y, como un trailer de Hollywood, una mini película se proyectó mostrándole cada una de las mejores anécdotas compartidas entre los dos. Siempre había un denominador común: la felicidad. Atónito, Roberto se cercioró que el que escribía fuera realmente su amigo. “Salté de la cama. Y sí, para mi alegría, era Don”, recuerda todavía con la emoción intacta. No fue fácil: sin develar que lo suyo era un amor pendiente desde la adolescencia. “¿Para qué? La sinceridad sin empatía es crueldad y, a pesar de mis instintos naturales, amo a mi familia”.
Roberto tuvo que explicarle a su mujer e hijos, ya grandes e independientes, lo que le estaba pasando. Las palabras que emanan del corazón entran en el corazón, entonces los suyos supieron entender.
“Hoy estamos más cerca del cajón que de la tribuna”, bromean entre ellos con su eterno espíritu futbolero. Tienen cerca de 70 años pero también tienen salud y, aunque todavía con algo de pudor, por fin dicen: “Qué vamos a seguir esperando”. Roberto y Don entendieron que “los de afuera son de palo”, y hace unos meses caminan de la mano. “Si alguno dice algo, citamos al gran prócer: ‘¿Qué mirá bobo?’”, se divierten coreando. Y por si quedan dudas, rematan: “Estamos decididos a vivir juntos todo nuestro amor y esas aventuras que jamás nos permitimos”.