Esta historia comienza en febrero de 1987. Para esa fecha Ricardo llevaba 5 años de novio: “Un noviazgo sin mucho sustento, sin profundidad, sin futuro, manchado por mis infidelidades permanentes”. El oriundo de Villa María, Córdoba, vivía hacía veinte años en Moreno, provincia de Buenos Aires, y viajaba cada día a Capital, donde trabajaba: un organismo estatal frente al Congreso Nacional. En aquella entidad con una gran cantidad de empleados se fomentaban los torneos deportivos, y Ricardo junto a sus compañeros de fútbol, todos treintañeros como él, decidió que era una buena idea unirse al equipo de voley mixto. Los entrenamientos eran los viernes. Ecuación que, si uno quiere ser mal pensado, ya delata trampa: una actividad extra laboral, “mixta”, los viernes por la tarde-noche, resulta una propuesta demasiado tentadora para aquellos sosteniendo vínculos gastados en casa. O aún viviendo en armonía, el sudor de los cuerpos expuestos en shorts y musculosas podría provocar hasta al más santo, que claramente no era el caso de “Richard”, como lo llamaban en la oficina.
Los jugadores quedaron en encontrarse en la puerta del edificio a la salida del trabajo. “Cuando llegué y la vi, estaba ahí, era la mujer más hermosa que jamás había visto”, suspira Richard con la fuerza de aquel primer impacto inolvidable, y casi hiperventilando sigue: “Tenía puesto un enterito violeta y una suerte de vincha del mismo color y ¡me enamoré perdidamente!”, describe con precisión, y enseguida agrega con la misma sorpresa de hace 37 años: “No sabía quién era, no la había visto antes, yo llevaba varios años trabajando en el lugar y creía conocer a todos, me sentía congelado, no sabía cómo comenzar una conversación, me sentí muy extraño, nunca me faltaron palabras ni actitud para acercarme a las personas… pero con ella no podía”, dice asumiendo su rol natural del “rey del chamuyo”.
Sus amigos del equipo de fútbol, eran compañeros de oficina de Violeta. “Sí, se llamaba Violeta y casi siempre iba vestida a tono con su nombre”, murmura con ternura. Ahí mismo, a medida que iban llegando a la vereda de la calle Solís, se fue completando el grupo y, entre los clásicos comentarios jocosos y “cantitos de cancha” que regala la ansiada llegada del fin de semana, se fueron subiendo cada uno al colectivo que los llevaba al Club de Amigos, donde se darían los entrenamientos en vistas al torneo que ya casi comenzaba. Pero claro, para Richard ya daba igual si la práctica era de voley, bridge o patinaje artístico; tampoco importaba si el micro tenía que llegar a Luján o hasta la China; de hecho, cuanto más lejos mejor. “Le pregunté a unos de los chicos quién era ella, me dio su nombre y me pareció mágico. No podía dejar de verla y pensar en ella”, cuenta todavía plantado en aquella veredita de 1987.
Una vez en el playón, mientras se lanzaban la pelota a modo de calentamiento, Richard que ya había alcanzado un óptimo nivel de temperatura ni bien “marcó” a Violeta, hizo sus maniobras. Con “mucha vergüenza” comenzó a acercarse pero pronto sonaron las alarmas: “Estoy separada y tengo un hijo”, deslizó ella leyendo rápido las intenciones de Richard y poniendo claros límites a posibles propósitos de conquista. “Yo me había criado con pensamientos muy tradicionales: noviazgo, casamiento, hijos. Esto cambiaba todo, y así fue mi vida con ella, explosiva, divertida, irreverente, independiente, a partir de allí toda esa estructura mental que tenía comenzó a esfumarse, mi vida cuadradita cambiaba”, adelanta.
Violeta nació en una familia tradicional de Olivos, dos años después que Richard. A sus 25 años ya era madre soltera y vivía sola con su hijo en Villa del Parque, con la ayuda de sus padres vecinos de Pompeya. En sincronía con el aviso de Violeta –”Estoy separada y tengo un hijo”–, sonó el silbato y ¡a jugar! El partido arrancó bien arriba y, aunque algunos recién se conocían, el espíritu de equipo que entrega el deporte se contagió automáticamente y en la cancha todos eran uno. Bromeaban, se la pasaban y, sobre todo, se divertían. El marcador venía ajustado; de repente, entre tanto y tanto, Richard que era el rematador “punta” estrella logró destacarse de la única manera que no hubiera querido: “¡Le pegué un tremendo pelotazo en un ojo a Violeta!”, recuerda llevándose las manos a la cabeza como si su lamento de hoy pudiera reparar el golpazo de ese viernes. El susto por el accidente fue tal que Richard quedó aterrado: “Su vista se puso negra en ese ojo, yo no sabía qué hacer, estaba desesperado”, revive. Fueron a sentarse en el bar del club y poco a poco llegó la calma.
Terminado el encuentro deportivo, cada cual se fue a su casa en composé: Violeta con el ojo morado y Richard con el corazón teñido del rojo más escarlata que jamás se haya conocido. “Yo no tenía teléfono, ella sí. Le pedí su número para llamarla y saber cómo se encontraba del golpe, mi propósito era real, estaba asustado”, se ataja enseguida el enamorado, hasta que se sincera: “Pero también deseaba seguir de alguna manera en contacto con ella”. La única forma de hablar era ir a la llamada Unión Telefónica de la calle Defensa, a pocos metros de la Plaza de Mayo, en el barrio de Monserrat, donde las personas solicitaban un llamado a un operador y le asignaban una cabina cuando se establecía la comunicación. Eso mismo hizo Richard: “Llamé y no me respondía, lo hice a la mañana, al mediodía, a la tarde y nada. Ansiaba que pasara ese fin de semana para volver el lunes al trabajo y poder ir a verla. Me preparé por completo, elegí mi mejor traje, mi mejor camisa y corbata”, cuenta con la emoción de un adolescente en su UPD (Último Primer Día).
Ese lunes de verano, a las 10 de la mañana, Richard ya estaba en la oficina de Violeta para, según le dijo, saber cómo seguía su ojo: “Una verdad a medias, necesitaba estar cerca, mi corazón explotaba”. Charlaron, la invitó a almorzar y ella aceptó: “El mundo se detenía cuando estaba junto a ella”, irrumpe a cada paso de la charla con todos los clichés habidos y por haber. Todo fluyó y programaron una salida nocturna: “Pasé a buscarla, salimos… ¡y nos amamos por primera vez!”, dice completando el catálogo del romántico empedernido.
El asunto es que el protagonista de esta historia seguía con su novia de hacía 5 años y sus mandatos se lo hacían saber. Al regresar a su casa, ya sentía culpa, remordimiento, todo era extraño en él: “Ella no era una mujer para engañar, yo no quería hacerlo, pero tenía novia desde hacía mucho tiempo y no sabía qué hacer. Si le era sincero podría perderla”, explica. Su cargo de conciencia fue más fuerte y decidió contarle todo, a Violeta, por supuesto. Y tal cual el cordobés intuyó, terminaron el vínculo sentimental y continuaron cada uno por el mismo camino que andaba, “era lógico”, deduce él explicando que la “ladrona de su alma” acababa de salir de un matrimonio trunco, con un hijo de casi un año y arriesgarse a una historia inconsistente no le cerraba ni le convenía. “¿Con alguien como yo? Ni yo lo veía posible”, recurre al autoflagelo por victimización. Pero como no siempre lo que conviene sucede, el amor fue más fuerte.
“Pasó una semana, volvimos a hablar y ambos nos expresamos lo difícil que fueron esos días sin vernos”, aporta con un tinte dramático. “Le pedí que me esperara, que me diera un tiempito, terminaría mi noviazgo y comenzaríamos nuestra historia”. Y contra todos los pronósticos de lo que rezan los amantes descarados, pasados los cuatro meses, Richard cumplió con su palabra. “Así lo hice, hablé con mi novia y con sus padres, era la manera correcta de hacer las cosas”, dice como un señorito inglés, y aclara: “En esa superposición de meses, como una manera de respetar a Violeta, no volví a tocar a mi novia, esquivaba todo roce posible. Seguramente es una tontería pero fue la manera de fidelidad que encontré en ese momento”. Su alivio era tan reparador que necesitaba compartirlo con la dueña de sus sueños: “¡Ya soy libre!”, la llamó para recitarle a los cuatro vientos su alegría.
Además de expresarle su amor, Richard le demostró que estaba dispuesto a extender el afecto a su hijo: “Violeta ya tenía una familia, y entendí que el amor no podía ser sólo hacia ella; obviamente tenía que ser también hacia ese hermoso niño”. Y así fue. Pasaron dos años, la relación creció y se fueron a vivir juntos. Sin boda de por medio, hicieron una fiesta y se fueron de luna de miel. Un día a él se le ocurrió proponerle casamiento, “sabía que sólo sería por civil porque ella ya había pasado por la iglesia”. Lejos de seguir formalidades, un tema de papeles o un orden cívico, Richard quería vivir la experiencia de la unión; una unión en matrimonio con la mujer de su vida. “¡Ni loca!”, respondió la novia con su personalidad arrebatada. Pero él, cada tanto, volvía con la propuesta.
A los siete años llegó el hermanito, ya eran cuatro. Y esta vez a la propuesta del casorio, le llegó el “sí, quiero”. Entonces hubo celebración y luna de miel por partida doble. Así, pasaron 33 años juntos: “En lo personal crecí y mucho, ella me hizo mejor, mucho mejor. Fuimos felices, tuvimos una buena vida”, cuenta él con un dejo de nostalgia que va entornando la puerta para adivinar lo que viene. Los chicos crecían y como familia pudieron disfrutar cada etapa de ellos: las vacaciones y también el día a día que “valían la pena” vivirlos; los hijos se convirtieron en buenas personas, estudiaron y partieron del hogar, el mayor sigue en la Argentina, el menor en España. “Si me detengo a mirar hacia atrás, veo que fue bueno, todo fue bueno, nuestra relación se diferenciaba y mucho de ciertas maneras de pensar y actuar de otras parejas, éramos pares en todo, no existió jamás ‘la bruja’, ‘mi suegra es la peor’, ‘andá a lavar la ropa’, y todos esos conceptos de macho cabrío que no formaban parte de nosotros”, continúa y remata: “Siempre el aliento, la valoración, el respeto, el hacer por el otro y disfrutarlo, el homenaje mutuo era la constante”.
Pero como en una canción de Vox Dei, una tarde de invierno, mate de por medio, Violeta expresó su necesidad de separarse: “Lo argumentó y mi corazón se quebró”, dice él con un hilo de voz, y traga saliva para detallar: “Me di cuenta de que ese modismo de ‘me duele el corazón’ se siente realmente. Sabemos que es un órgano que no duele”, intenta apelar a la lógica pero se desbanda hasta las lágrimas: “Pero sí, es verdad, se siente cuando se rompe; ese sentimiento no tiene otra manera de describirse”, dice categórico.
Richard no estaba preparado para el tsunami, pero “ella ya no sentía ese amor necesario para continuar”, le dijo. Lo charlaron, le dieron mil vueltas pero no… “ante ese motivo no podía hacer más”. Todo se desarmó, tantos años juntos, tantos recuerdos, la familia, los hijos, los padres, todo era una convulsión, todo un desastre. Tuvieron que enfrentarlo y avanzar. Hablaron con cada uno de sus afectos para notificarlos. Nadie lo entendía, ¿cómo es que “la pareja feliz” se separaba? Pero así fue. “Nuestra relación actual no cambió en el cariño mutuo ni en el respeto, seguimos apoyándonos y ayudándonos en lo que el otro necesita. Lo que pasó es que se acabó el amor, a ella, a mí no”, se confiesa con la mirada más triste del mundo, y luego de una pausa, cuando logra recuperar el aliento se desahoga: “Me pregunté tantas veces qué hago con el amor que siento. ¿Dónde lo pongo?”, pregunta devastado. “Todo cambió, vendimos la casa, compré otra, hoy vivo solo, ella está por hacer lo mismo”, concluye como si hubiera hecho un bollito con lo que quedaba de su corazón, y lo hubiera plantado en un frasco de su nueva cocina, con la esperanza de que algún día germine.
Han pasado casi tres años desde aquella tarde que Violeta entonó el himno de Ricardo Soulé. La soledad se hace sentir aún, Richard quedó detenido en ese viernes de 1987 cuando vio a Violeta por primera vez. Mira fijo el frasco de su cocina, como si sus ojos fueran toda la luz que su ser necesitara para renacer: “Sigo buscando qué hacer con el amor, y creo que nunca más lograré poder brindarme a otra mujer. Mi vida es tan distinta, hoy con 63 años, no veo un futuro con amor. Mi pregunta sigue sin respuesta”. Hasta que entiende que nadie más que él va a venir a rescatarlo, y por fin se anima: “Viví un amor profundo, enamorado por 33 años, tuvimos una buena vida, nuestras familias políticas nos siguen queriendo y tomando en cuenta, me sobran recuerdos lindos”.
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