Yamila Requena Fuhrman nació el 24 de enero de 1984 en el barrio de Villa Crespo, y se crió con su mamá Patricia, su tío y primas de la familia, quienes siempre estuvieron presentes. “Fui al Scholem, hice los grupitos y mi Bat en Murillo, y después fui a la ORT”, cuenta, enumerando lo que forma parte de una linda y tradicional infancia judía no religiosa. En 2002, tras la crisis económica del “corralito”, la situación para los Fuhrman era “insostenible”, por lo que Patricia decidió que mudarse a Israel con su hija era la mejor opción. Así, por medio de un plan de nueve meses en el que los chicos viajaban solos un mes antes que los padres, Yamila emigró junto con 60 jóvenes de entre 18 (su edad) y 30 años.
Dos semanas después de la llegada de Yamila a Israel, su madre se dio cuenta de que no estaba lista para hacer el cambio de país, y le comunicó la noticia a su hija, “segurísima” de que, como tanto le había costado dejar Argentina, iba a estar feliz. “Tuve 25 despedidas, ya me había anotado para estudiar psicología… Pero no me volví”, dice Yamila con una misteriosa calma. No solo completó el plan de nueve meses, sino que se quedó tres años viviendo sola en Israel, desde los 18 a los 21. Como suele suceder en estos casos, sus amigas se convirtieron en su familia, y Maia, quien se había vuelto muy cercana, se enfermó e hizo teshuvá, el término hebreo que significa literalmente “retorno” y se refiere a cuando un judío se vuelve religioso. “Ese fue mi primer acercamiento religioso en la vida. Maia empezó a cumplir con mucha, mucha alegría, y así conocí la Torá a través de ella, con una felicidad y un amor brutales”, recuerda Yamila sobre su gran amiga, lamentablemente ya fallecida.
Tres años después, la chica de Villa Crespo regresó al hogar materno con un objetivo en mente: “Si bien tenía 21 años, sabía que el día que formara una familia quería que mi mamá estuviera cerca”. En febrero de 2006, tras haber trabajado repartiendo volantes y como telemarketer durante seis meses, se enteró de un puesto de secretaria en un Beit Jabad, institución que forma parte del movimiento Jabad-Lubavitch y sirve principalmente como centro para la difusión del judaísmo jasídico, donde el rabino y su esposa organizan programas de bienvenida, actividades y servicios para la comunidad judía local y para judíos turistas. Yamila necesitaba el trabajo, así que se presentó en Villa del Parque, aunque con las palabras de su madre resonando: “Andá, pero te pido por favor que no te hagas religiosa”.
Jonathan Silberman nació el 25 de octubre de 1978 y se crió junto a sus padres y dos hermanos menores en el barrio porteño de Flores. Su apellido evidencia su origen ashkenazí, aunque sus rasgos anuncian algo distinto: “Tomo sol todos los días un ratito, y además mis dos abuelas son sefardíes, así que se me amorochó la vida”, cuenta con simpatía. Sus padres, muy jóvenes, le regalaron una infancia bastante libre: “Vengo de una familia que ni siquiera se puede llamar conservadora. En mi casa no éramos religiosos ni de cerca; comíamos jamón. Era rara la educación porque, de repente, mis compañeros los ‘cotures’ iban al knis (sinagoga), comían kasher, pero en mi casa nada. Cuando íbamos a la casa de mis abuelas hablaban en árabe, había comida sefardí y kasher… era una mezcla medio rara”, describe sin juzgamientos. Hasta cuarto grado asistió a un colegio judío, pero un día, sin muchas preguntas, lo mandaron a la escuela del Estado, a la vuelta de su casa. “Tuve que dejar de decir ‘morá’ (maestra) y empezar a decir ‘señorita’”, resume en una frase el cambio.
Aun así, Jonathan siempre estuvo en una búsqueda espiritual: “Mi familia me llevaba por un camino que no era el espiritual tipo judaísmo; mis tíos se hicieron budistas”. A los 18 años, trabajó en comercios de conocidos hasta que, en un momento, se cansó y empezó a ser su “propio jefe”. Llamó a una tía abuela, le pidió la receta de las milanesas de soja y comenzó su emprendimiento: Taam Jaim (Sabor de vida). “Tenía el pelo largo hasta la cintura, era medio hippón”, cuenta entre risas, y remata: “Hippie con Osde igual, como somos los de la cole. Pero estaba en la búsqueda, tocaba el tambor, bailaba salsa, tenía toda una movida media especial, y empecé a vender milanesas de soja, hummus y mermelada de naranja. Lo fabricaba en casa, me levantaba a la una de la tarde porque salía todas las noches. Justo a mis 17 mis padres se separaron”, explica Jonathan, dando a entender que no había nadie en casa que le “pusiera los puntos”. Estudió para maestro y también marketing, pero nada lo terminaba de “llenar”. A nivel mandato, su familia no le decía qué hacer porque “ni ellos podían hacer algo con ellos mismos; estaban muy conflictuados, eran muy jóvenes”, razona, siempre con cariño. Apenas un año después, Jonathan se fue a vivir solo.
Era el año 2000, y Taam Jaim venía creciendo: las milanesas de soja pasaron a ser orgánicas y no transgénicas, algo no tan común en aquel momento. Jonathan iba con la bicicleta rosa de su mamá repartiendo pedidos. “A las dos de la tarde vendía, con eso ya tenía para comprarme algo de comer. Después me iba a Agronomía, al Centro de Estudiantes, donde había una huerta tomada por unos hippies y me ponía a tocar los tambores ahí. A la noche me iba a bailar salsa y volvía todas las noches a las tres de la mañana; así era mi ciclo”, narra que su “búsqueda” lo llevó a tocar música en el tren. El emprendimiento evolucionó, y se le ocurrió “kasherizar” sus milanesas, lo que lo llevó a acercarse más a su religión. Cada vez que entraba a ofrecer sus productos, Jonathan dice que era “carne de cañón” para sus clientes religiosos: “Me hablaban y yo me quedaba horas. No me gustaba trabajar tampoco… Quería charlar, llevarme bien con la gente y tocar el tambor, como Los Decadentes”, se ríe.
Hasta que confiesa: “Me hago reli porque empiezo a encontrar todo lo que estaba buscando afuera, dentro del judaísmo. Yo era muy de lo cabalístico, me gustaba lo místico y toda esa tendencia. Y empiezo a escuchar en el judaísmo todo lo que había escuchado durante 22 años, y, a la vez, en simultáneo, me asqueo del tipo de vida que llevaba”, dice al referirse a su pasado algo caótico. “Me corté el pelo, empecé a estudiar y a ponerme los tefilin —unas cajitas de cuero unidas por correas que contienen un trozo de pergamino enrollado con pasajes de la Torá y que se colocan los hombres en el brazo y en la frente cada mañana para recordar mantener sus valores en la mente y en el corazón—; dejé de comer jamón y adopté muchas actitudes y decisiones que me llevaron a un contexto un poco más empresario, y, a la vez, con formas judías más ordenadas”.
Cuando Yamila empezó a trabajar en el Beit Jabad de Villa del Parque quedó cautivada: “Me llamaba mucho la atención que gente que no me conocía me abriera las puertas de su casa e invitara a sus cenas de Shabat, junto con mi mamá. Me encantaba el concepto de las familias grandes y el respeto que había entre los chicos y hacia los adultos”, relata entusiasmada la primera vez que se cuestionó para qué había venido al mundo, cuál era su propósito de vida, y otros interrogantes profundos que la llevaron a querer saber más. Poco a poco, empezó a tomar decisiones, como no mezclar carne y leche, pero continuaba con su vida “normal”.
Para cuando tenía 27 años, Jonathan ya estaba en su camino de religiosidad, y el centro de Villa del Parque le quedaba “a mano”. Un día de otoño, fue en busca de una mezuzá, la cajita que se coloca en el marco derecho de la puerta de entrada de las casas judías para bendecir el hogar: “Entré y ahí estaba ella”, cuenta, señalando a quien hoy es su esposa. Su objetivo era hablar con el rabino David, pero ella, como buena secretaria, lo “filtró”. Para sorpresa de Yamila, rápidamente, el rabino correspondió a la necesidad del joven. A pesar del recato, una linda tensión se sintió en el ambiente: “Algo percibí; ella se puso nerviosa y lo pude notar”, admite él, con la experiencia de un pasado mundano. Esa fue la primera vez que se vieron.
Evidentemente, el instinto de Jonathan no estaba errado: “Durante todo ese año no lo volví a ver porque yo tenía que llamar para invitar a las festividades”, explica ella, haciendo una pausa antes de revelar lo que sigue: “Y nunca lo llamé porque estaba anotado como ‘Jonathan y fulana’ en la lista. A mí me daba mucha vergüenza, o sea, que en todo 2007 no lo invité. No me preguntes por qué, porque lo había visto una sola vez en mi vida”, enfatiza, tratando de explicar ese inexplicable magnetismo que uno siente por alguien que apenas conoce. “Era algo impensado. Para mí él era reli, y yo en ese momento cero. Me pareció un chico muy lindo, pero religioso”, pronuncia la última palabra como algo prohibido, recordando el ruego de su madre: “Te pido por favor que no te hagas religiosa”.
En enero de 2008, Yamila se fue una semana de vacaciones a San Bernardo con sus amigas “no judías” de la Facultad y otra con la familia del rabino David, su esposa y sus ocho hijos, a Córdoba. “Me acuerdo de que me até el pelo como las nenas porque no sabía si se podía estar con el pelo suelto”. Una tarde durante el verano serrano, Yamila tuvo una conversación con el rabino y, preocupada, le confesó que a sus 23 años “estaba segura de que se iba a quedar sola”. Su maestro le aconsejó tomarse ese año para crecer, para estudiar, para viajar a Israel, y prometió que junto con su esposa Dalia la ayudarían a encontrar una persona para ella: “Vos quedate tranquila, sacate eso de la cabeza, que nosotros te vamos a acompañar, y cuando estés lista te vamos a presentar a alguien”, la alentó David, con bella calma. Sus palabras fueron un bálsamo.
En marzo llegaron las festividades judías, y Jonathan y Yamila se volvieron a cruzar en la sinagoga. Había pasado todo un año desde aquella primera vez que se vieron, y las cosas habían cambiado: “¡Él ya estaba con peyes!”, dice ella con la misma sorpresa que hace 17 años, alargando sus manos desde las sienes hacia abajo. Los peyes son los bucles rizados que los judíos ortodoxos dejan a ambos lados de la cabeza, como los que usaba el protagonista de la serie Shtisel (Netflix). Hubo alguna mirada entre ellos, pero no mucho más: “Yo no le hablaba a ella”, resume él su cambio radical.
Sucede que, mientras en ese último año Jonathan había estudiado en una Yeshivá (centro de estudios de Torá y Talmud) en Jerusalén, Yamila seguía perteneciendo “al otro mundo”: usaba pantalones, saludaba con beso y usaba el teléfono en Shabat. “Nadie se venía venir lo mío”, confiesa ella, adelantando la historia. Sin embargo, había un punto en común entre estos dos: “Un día, viviendo en Israel, le dije a mi rabino de la Yeshivá que yo ya estaba ‘grandecito’, tenía 28, y le pedí si me podía presentar a alguien”, cuenta Jonathan. Así, en los últimos meses de su estancia en Medio Oriente, le presentaron a una chica: “Salí siete veces y quedé en contacto porque tenía que volver a Buenos Aires para dar clases en un colegio de Ramos Mejía”. Jonathan aclara que eran citas religiosas: “Yo ya era reli”, dice, dejando claro que no había ningún tipo de contacto físico con el sexo opuesto.
Entonces, él y la candidata en Israel mantuvieron contacto, pero una mañana, durante una conversación telefónica, una charla le generó dudas: “Corrí a hablar con mi rabino Abraham en Buenos Aires; me superó la situación y, de repente, lo que antes manejaba, ahora necesitaba discutirlo todo con mi rabino”, dice, mofándose de sí mismo. Casualidad o no, su maestro era del mismo templo en el que Yamila trabajaba. “Jony, ¿a vos te gusta la chica?”, le preguntó Abraham después de escuchar la escena. Seguramente el rabino vio más allá para cuestionarlo porque, tras el “sí” automático de Jonathan, le siguió un: “No sé, pará… No, ¡no me gusta!”. Abraham intentó calmarlo, pero el soltero entusiasmado se sintió cada vez más seguro, y la respuesta más insólita fluyó: “Gustar, de a quién le daría un beso… a la secretaria de David”, disparó él, descarado y desde su más antiguo yo, refiriéndose a Yamila, a quien había visto dos veces en su vida y de quien aún no sabía el nombre. Y aunque con el diario del lunes todo es más claro, lo cierto es que en aquel momento Jonathan no lo pensó realmente: “La tomé como ejemplo, ella ni era religiosa”, se justifica él como si lo difícil fuera imposible.
Los rabinos se comunicaron para cancelar la relación entre Jonathan y la chica de Israel, tal como él había solicitado. “Y a partir de acá todo empieza a volar. Todo lo que no pasó en cuatro años, se da en tres meses”, cuenta Yamila. Al día siguiente, Jonathan fue al templo de Villa del Parque por Shabat. Entre rezo y rezo se cruzó con el rabino David, jefe de Yamila, y tuvieron una breve charla en la cual Jonathan intencionalmente dejó “bien claro” que ya no estaba comprometido con nadie. “Tengo una chica para presentarte”, dijo el rabino disimulando, y astuto agregó: “Pero debe ser demasiado pronto, recuperate”. Jonathan, ilusionado, insistió en saber más. “No sé, la chica todavía saluda con besos, usa pantalones, va a la facultad”, enumeró el rabino, dando a entender que no estaba seguro si Yamila ya estaba lista. “Ojalá sea ella”, pensaba Jonathan para sí mismo, recordando a la secretaria que había visto dos veces. Pero el rabino no soltaba demasiada información, solo repetía que debería pensarlo porque sería un noviazgo muy largo. En el judaísmo, las parejas ortodoxas para cumplir con la Taharat Hamishpaja (pureza familiar) deben cumplir tres condiciones básicas: kasher, Shabat y la mikve (un baño ritual de purificación). Además, no pueden tener ningún tipo de contacto físico hasta el matrimonio; técnicamente, según la ley de la Torá, dos solteros no pueden estar solos hasta que se casen. Y Jonathan no podía parar de maquinar: “En mi mente ya no lo escuchaba; solo pensaba: ‘Que sea Yami, que sea Yami…’”, recuerda como un disco rayado. Mientras, David continuaba explicando que él le había dicho a “esta chica” que le iba a encontrar pareja, hasta que por fin llegó el anuncio más esperado: “¿Viste a la chica que trabaja en todo lo comunitario, mi secretaria? Ella”. Y así como un rayo de luz, el alma entera de Jonathan se iluminó; ya nada más importaba.
“Empecé a contar hacia adentro para hacerme el que pensaba”, dice Jonathan sobre cómo intentó seguir el protocolo, pero tres segundos fueron suficientes para responder: “Sí, sí, me parece bien; puedo probar conocerla”, dijo como quien no quiere la cosa.
David se puso en campaña, le comunicó a su secretaria que quería conversar sobre “un tema” y también habló con Patricia para contarle que quería presentarle a alguien a su hija. Pero Yamila, “avisada” y algo desconcertada, se escabulló del rabino durante 15 días. “En mi cabeza no estaba la posibilidad de que fuera Jonathan, entonces me escapaba porque no sabía quién sería”, relata divertida, explicando que lo más gracioso es que en el templo todos sabían del “complot” de la presentación, menos ella: “En Pesaj, la mamá del rabino nos miró a los dos y nos dijo: ‘¡Qué linda pareja que hacen!’. Y nosotros, bordó”. Ese mismo día, Yamila le señaló a una amiga “al de barba” que le gustaba: Jonathan.
Finalmente, el rabino y su secretaria se reunieron, y él comenzó a explicarle que tenía un candidato para ella, pero que era religioso. A ella le sucedió lo mismo que a Jonathan: “Se me vino su imagen a la cabeza y solo pensaba: ‘Ojalá que sea él’”, dice con la mirada encendida. “Bueno, mirá, es Jonathan Silberman”, dijo por fin David. Y aunque por dentro Yamila celebró con bombos y platillos, su voz se disfrazó de duda: “Rab, ¿no le parece que estamos un poco a destiempo?”. Y, en una frase inolvidable, el rabino le dijo todo: “Las almas se encuentran cuando están en el mismo nivel espiritual”.
El plan era un café. “Andá a conocer a la persona. Olvidate de la investidura”, propuso David a Yamila, quien también le dio “pautas” para la cita a Jonathan: “Salí. No salgas más de dos horas en la primera salida. La pasás a buscar, pero no por la puerta de su casa. No hablés de halajot (reglas religiosas) ni de Torá rígida; podés hablar de Cábala. Y nunca, pero nunca, subas a su casa”, indicó, queriendo que todo funcionara. Todo estaba concertado: de hecho, a los candidatos no se les dan los números de teléfono, sino que el rabino es quien arregla la cita y, una vez que termina, ambos van a charlar con él.
El 28 de marzo de 2008, Yamila y Jonathan se encontraron en la esquina de Av. Gaona y Dr. Nicolás Repetto, cerca de la casa de ella, para su primera cita. “Aunque todavía no era mi costumbre, obviamente me vestí con recato. Y era la primera vez en mi vida que salía con alguien a quien no podía saludar; no sabía cómo acercarme, entonces me presenté hablando por teléfono porque no sabía cómo abordar la situación de decirle ‘Hola’ sin darle un beso”, recuerda ella.
Las primeras citas religiosas, hasta que la pareja oficializa, deben ser en lugares donde nadie los conozca para no “quedar expuestos”. Solo se muestran como pareja cuando ya han fijado una fecha de matrimonio. El lugar elegido fue Nacha, una confitería en Segurola y Gaona. Y en cuanto a las leyes del kashrut, se puede consumir una bebida fría o un café en vaso de vidrio en cualquier lugar. La charla fluyó y fue todo tan “lindo y natural” que los echaron del bar porque cerraba. Cuando se cumplieron las dos horas sugeridas por el rabino David, se extendieron 45 minutos más conversando en la puerta de la casa de ella.
¿Muy ortodoxa? Un camino judío a una vida más feliz
eBook
$4 USD
“Decime dónde firmo, yo me caso con ella”, fue corriendo Jonathan a la mañana siguiente a contarle al rabino. “No necesito salir más”, le dijo contundente y con una sonrisa. Y Yamila, aunque seguía “en pantalones y saludando gente”, sintió lo mismo; enseguida supo que “era por ahí”. No se detuvo ni un momento a pensar en todos los cambios que implicaba ponerse de novia con Jonathan.
Tuvieron otra cita más, parecida a la primera. Pura charla y cero contacto físico. Intercambiaron teléfonos. “Ahí ya estábamos hasta las manos; me quemé todo el crédito del celular en una tarde”, dice él con su tono porteño. En la tercera salida, la tentación era tremenda: ella hacía bolitas con una servilleta y se las tiraba con el dedo a un centímetro de distancia. “Ya había que chapar y no se podía, era durísimo… Mi mente decía: ‘Es la tercera salida. ¿Tengo que esperar un año?’. Nunca me había pasado algo así en la vida”, cuenta Jonathan con la misma intensidad que sintió ese miércoles de abril. Al final del encuentro, él tuvo una idea: a modo de “chiste”, le sacaría el tema del casamiento para ver su reacción: “Che, ¿y si nos casamos en agosto?”, dijo desde la otra punta del palier del edificio de Yamila. “¿En agosto? Es abril”, contestó ella desde el otro extremo del pasillo, y enseguida completó: “¡Septiembre puede ser!”. Él, sin esperarse tal respuesta, respondió: “Bueno, dale, septiembre”, rápidamente cambió de tema y se despidió con la misma prudencia de siempre. Sorprendido por su reacción, no quiso decir que lo había planteado en broma para no arruinar el momento.
Al día siguiente sonó el teléfono de Jonathan, y era el rabino: “Mazal tov, mazal tov, ¡se casan en septiembre!”, fue lo primero que escuchó del otro lado. Lo que para Jonathan había sido un chiste, para Yamila fue una “propuesta oficial”, así que tan pronto como pudo, le envió un mensaje a David: “Rab, ¡nos casamos en septiembre!”.
En esos cuatro meses la vida de ambos dio un giro enorme, especialmente la de Yamila, quien regaló toda su ropa no recatada a sus amigas no judías de la Facultad, empezó a cumplir el Shabat y asistió, por primera vez, a un casamiento religioso: el suyo. “Nuestro noviazgo fue armar un casamiento”, comenta ella con una alegría contagiosa. “Y nuestro noviazgo real, como el que ustedes conocen, fue cuando nos casamos, que ahí ya nos podíamos tocar”, cuenta él, revelando que a los 15 días Yamila estaba embarazada. “Lo más lindo de todo fue que yo no la toqué hasta el día que nos casamos en la jupá (el dosel bajo el cual se casan los novios judíos). Después tuvimos 10 minutos a solas en algo que se llama jeder ijud (cuarto privado), y ahí le di el primer beso… y para mí fue como que me entró un alma dentro mío, fue mi sensación”, declara Jonathan con un brillo eterno en su mirada. “La gente siempre nos pregunta: ‘¿Y si no te gusta el primer beso?’. No hay chance porque vos estás eligiendo a la persona con todo lo que es; es mágico”, define Yamila.
Trece años después, Yamila se enteró de que aquella propuesta había sido “en chiste”, pero gracias a esa ocurrencia de Jonathan, hace más de 16 años que están casados y tienen una hermosa familia con cuatro hijos. Luego de encontrar su verdadero camino, Yamila utiliza sus redes (@yamilasilberman) para ayudar a otras jóvenes a encontrar su propio destino.