Fueron segundos. Nunca se habían visto. Pero ese viaje hacia el quinto piso, en ese brillante edificio de Miami, fue suficiente para Rosario. Le encantó. El tipo era sin dudas argentino, lo había escuchado decir algo por teléfono. Masculino, educado, tranquilo, elegante. Esos, y muchos más encantos, le atribuyó al desconocido de pelo blanco y ojos azules que se perdió entre el mar de departamentos.
Tuvo que pasar mucho tiempo más hasta que se lo volvió a encontrar. Más precisamente fueron dos viajes y 26 meses después.
Rosario es argentina, soltera, en la actualidad tiene 45 años y trabaja en un puesto directivo de una compañía con sede central en Europa. El dinero no es su problema, sabe ganarlo. Por eso suele veranear en los Estados Unidos y, cada vez que lo hace, pisa Miami y alquila el mismo departamento en esa colosal mole sobre el océano turquesa.
“Soy de costumbres metódicas y como me gusta el edificio prefiero no cambiar de lugar. Lo que funciona no debe cambiarse”, aclara con una sonrisa que brilla en la pantalla del celular por el que conversamos.
Un segundo encuentro menos fugaz
El primer encuentro en el ascensor con quién sería el amor de su vida ocurrió hace exactamente siete años, en 2017, cuando ella tenía 38. Fue recién en febrero de 2919 que volvió a toparse con el canoso cincuentón en el mismo ascensor lleno de espejos. Lo reconoció al toque. Él, en cambio, no la tenía para nada registrada.
Esta vez Rosario no lo iba a dejar pasar. Improvisó una charla tonta y le sacó tema: “No me acuerdo de qué le hablé, pero logré que levantara la vista de su celular y me sonriera. Ya era mucho. Yo no sabía si él alquilaba, si era dueño, si vivía ahí o si iba cada tanto. Aproveché que era argentino, lo había dado siempre por hecho, y le pregunté si conocía algún nuevo restaurante para ir a comer con mis amigas. Enseguida me aconsejó dos o tres y yo los apunté en el chat con las chicas. Desde ese momento comencé a rondar por todo el complejo, por la zona de las piletas y el solárium para ver si lo veía. No me animé a preguntar en la guardia porque eran unos latinos muy chismosos y capaz que le decían algo a él. Dos días después me lo crucé en el parking cuando los dos estábamos estacionando. Él iba solo, como siempre, yo con dos amigas que inmediatamente, ya las tenía aleccionadas, se esfumaron. Le agradecí la recomendación, me había gustado mucho el restaurante italiano y no recuerdo cómo, pero terminamos intercambiando teléfonos. Al día siguiente. me mandó un mensaje para invitarme a comer afuera”.
La vida por allá, la vida por acá
Fue en esa salida que Rosario se enteró de que Germán tenía 55 años, era separado, tenía dos hijos y viajaba con frecuencia por negocios a los Estados Unidos, sobre todo a Miami. Y, como ella, era un hombre de rutinas y siempre alquilaba en ese edificio. “Por eso lo veía solo. Me contó que tenía algunos amigos norteamericanos, en su mayoría gente relacionada con su trabajo”, afirma Rosario.
Esas vacaciones fueron un idilio total. La segunda o tercera salida terminaron en la cama y unos días después ella sentía que “había amor, compañerismo, empatía total. Yo había tenido un novio eterno que me había dejado por otra hacía ya unos diez años. Esa mala experiencia me había dejado sumamente marcada. Después de esa relación no había podido volver a confiar en nadie. Todo era un touch and go. Me daba más seguridad eso que intentar una pareja”, explica. “Germán parecía atento, escuchaba mucho y preguntaba poco. Teníamos una piel fenomenal y lo sentía claro como el agua”. (La metáfora que utiliza Rosario es bastante curiosa, porque Germán resultaría tener alguna de las particularidades del agua en estado líquido como su capacidad para escurrirse, pero no la transparencia que le adjudicó ella al comenzar la historia).
Esa primera parte de la relación resultó un éxito. Una semana después él tuvo un viaje relámpago a Atlanta desde Miami para una conferencia y volvió cargado de regalos. “Se había fijado hasta el perfume que yo usaba porque me trajo el mismo. También me compró unas zapatillas para correr y mucha ropa interior”.
Rosario no podía creer su suerte.
Unos días después volvieron a la Argentina cada uno por su lado, pero en Buenos Aires (los dos eran porteños) no pudieron verse. German tuvo que volver a viajar enseguida. Mantuvieron largas charlas por WhatsApp hasta que un mes después, días más días menos, se encontraron esta vez en tierras locales, en un coqueto bar porteño. Germán no era demasiado específico con lo que hacía en su trabajo, pero Rosario intentó no ser indiscreta para no frustrar la relación. Ya habría tiempo de saber más. Por otro lado, los encuentros románticos eran siempre en la casa de ella, en Olivos. Él tenía a sus hijos con frecuencia en la suya en Villa Devoto y no quería mezclar las cosas: “Por lo menos por ahora. Es mejor así. Son adolescentes y me cuestionan mucho porque me achacan que fui yo quien dejé a su madre”, le explicó.
Tercer episodio: miedos locos y el deseo de un hijo
Esa situación se prolongó durante unos dieciséis meses, cuarentena de por medio. Ya por entonces Rosario estaba acercándose a los 42 años y el tema de la maternidad la tenía contra las cuerdas. Tenía óvulos congelados desde los 35 años, pero no veía ni por asomo poder plantear todavía esa cuestión con Germán. No se animaba.
Apenas estaba juntando coraje para insistirle para conocer su casa y a sus hijos. Germán amable como siempre esquivaba los amagues con habilidad y los miedos de Rosario de quedarse sola y de perder a su gran amor eran más fuerte que cualquier otro deseo.
“Mis amigas me decían que era un absurdo que no conociera su casa. Por más separado que fuera estaba lleno de tipos en su misma situación y ninguno actuaba igual que él. Yo sabía los nombres de los hijos, las edades, lo que les pasaba, pero jamás los había visto fuera de algunas fotos que Germán me enseñaba en su celular. Hablé del tema con mi psicóloga y me dijo que frenara un poco mi ansiedad y la intensidad con que vivía todo. Que fuera viendo y le diera la oportunidad a él de decidir. Las relaciones sexuales eran espectaculares, las salidas también. Íbamos juntos al teatro, a restaurantes y algún que otro festejo con mis amigos. Pero con sus amigos nunca. La excusa que me puso alguna vez fue que él había quedado como el malo en el divorcio y muchos de sus amigos habían tomado partido por ella. Solo conocí dos amigos suyos con los que jugaba al tenis. Los vi un rato en un café y nunca más. Ese primer año él pasó su cumpleaños con sus hijos, lo entendí. Yo pasé el mío con mis amigas porque él justo estaba de viaje. Volvió con una pulsera increíble y me llevó un fin de semana a un súper hotel en zona norte. Con eso, una vez más, acalló mis miedos no expresados. Después de todo, había dejado a los chicos el fin de semana para estar conmigo”, rememora.
Pero Germán seguía sin presentarle a nadie de su círculo más íntimo. “No tenía padres, ambos habían muerto, su único hermano vivía en Madrid y sus dos hijos, decía, atravesaban una adolescencia compleja y difícil. Ya habían pasado muchos meses y un día me encontré merodeando la zona donde él vivía. Sabía la dirección, no el piso. La había visto no sé en qué trámite que había hecho un día. No me reconocía haciendo esas cosas. Era humillante, poco digno. Pero estaba desesperada. Con lo que había vivido con mi ex novio esta vez quería estar más prevenida”.
Rosario no encontraba fisuras de las que agarrarse para ponerlo entre la espada y la pared sin entrar en una crisis de pareja. “Una noche soñé que él me dejaba y que yo tenía 60 años y no había tenido hijos. Me desperté super angustiada con lágrimas en los ojos. Lo vi durmiendo ahí, lo más pancho. Eran las seis y media de la mañana, un día de semana del mes de mayo de 2021. No pude más y justo él se despertó. Me preguntó qué pasaba, que era muy temprano, casi de noche. Le largué todo. Lloré cataratas y le dije que se me iba la edad para tener hijos, le confesé que tenía óvulos congelados, que me angustiaba mucho el tema. Bah, le dije todo, todo”, recuerda Rosario.
Capítulo final
Lo que más le impresiona a Rosario, al repasar los hechos desde el presente, es la reacción que tuvo Germán. Enseguida la abrazó, le dijo que la entendía perfectamente, que era cierto que la vida pasaba muy rápido, que ella merecía tener hijos, que él ya los había tenido pero que podía pensarlo… Clic. Rosario sintió clic en su pecho y se le detuvo el llanto.
“Me dijo que una mujer sin hijos era probable que no se sintiera y no sé cuántas cosas más. Parecía tan empático que empecé a pensar cómo me había equivocado y me cuestioné el haber demorado tanto en contarle lo que me atravesaba. Desayunamos juntos y acaramelados. Hice tostadas. Él comió dos de pan integral con mermelada de tomate, un jugo de naranja y un café con leche. Yo tomé un té de hierbas con limón y le robé un bocado de su tostada. Estábamos en la cocina, él con pijama y yo con camisón. A las ocho ya habíamos desayunado y quedaba un rato para bañarnos e irnos a trabajar. Nos metimos en la cama y tuvimos relaciones como nunca. Por supuesto, como siempre, se cuidó. No me importó. La charla había sido tan buena y clarificadora que me sentía feliz”.
Cada uno se subió a su auto y partieron hacia sus respectivas empresas. A media mañana Rosario le mandó un mensaje y él respondió con varios corazones verdes. Esa noche a él le tocaba que sus dos hijos fueran a dormir a su casa. No se verían. Rosario seguía en una nube. Hablaron una vez más antes de irse a dormir. Germán le dijo que estaba viendo una película con el mayor de sus hijos y le puso un corazón rojo de esos que laten en el WhatsApp.
Después de eso, nunca más volvieron a hablar en su vida. Como el agua, Germán se escurrió y terminó secándose sin dejar ni la sombra de su paso.
A Rosario sí que le quedaron huellas profundas.
Lo que siguió fue para ella una pesadilla. Germán no volvió a llamarla ni a mandarle mensaje alguno. Su foto de WhatsApp desapareció. Él la bloqueó en redes. Y cuando Rosario intentó llamar a la empresa, la secretaria la filtró una y otra vez: estaba de viaje, estaba en reunión, estaba ocupado. Su número de teléfono también había cambiado. No tenía manera de comunicarse, a menos que se parara en la puerta de la empresa. Pero no quería rebajarse a ese punto de convertirse en una stalker. Su psicóloga la contuvo todo lo que pudo y la derivó con un psiquiatra.
“Me pegó tan mal la historia que casi pierdo mi trabajo. Mis amigas no podían sacarme de la cama. Germán se había borrado olímpicamente. Estaba claro que mi llanto y el tema de tener hijos lo había espantado de una manera horrible y él había optado por simular su comprensión en el primer rato para después autoeliminarse de mi vida. Me había vuelto a equivocar. Sentía que mi vida no tenía sentido sin ese amor que tan feliz me había hecho sentir. Está claro que él no pensaba comprometerse conmigo ni planeaba un futuro ni me quería como decía. Ante mi primer acto de sinceridad se borró. Hoy estoy preparada para contarlo para prevenir a otras mujeres contra los hombres fóbicos, para que se den cuenta antes de sufrir lo que pasé yo, pero todavía tengo heridas abiertas. A Miami sigo yendo y no cambié de departamento pero nunca más me lo encontré. ¿El futuro? No pienso en una pareja. Rescaté un perrito blanco que adoro y llena mis vacíos existenciales. Estoy pensando en, a lo mejor, fecundar mis óvulos congelados con un donante y tener un hijo. Pero no lo sé. Todavía siento que tengo que curarme del desamor que viví y sanar mi corazón antes de ser madre”.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas.