Andrea y Alejandro se conocieron cuando tenían 17 y 18 años, respectivamente. Ella había ido de camping con un grupito de chicas a San Bernardo y, típico, conocieron a una banda de “pibes” con quienes salían para todos lados. La magia de la juventud, la playa y las noches estrelladas crearon el escenario perfecto para forjar una amistad que continuaría. Terminado el verano dorado de 1989, quedaron en hacer una “juntada” en Buenos Aires, en la puerta de la Facultad Tecnológica. Y ahí estaba Alejandro, el “responsable” del grupo que se había quedado en Capital trabajando.
Era viernes, las chicas se iban a un cumpleaños y los caballeros las acompañaron hasta la parada del colectivo. Cuando Andrea se subió al bondi sucedió la magia: “Viste cuando te das vuelta y mirás tipo flechazo de película… Ahí, cuando lo miré justo a los ojos dije, ‘Es él’”. Y a Alejandro le pasó lo mismo, se sintió atrapado por una conexión inexplicable y poderosa.
El destino quiso que sus caminos se cruzaran nuevamente. Durante ese verano, Andrea y Alejandro se encontraron en los mismos boliches del Pasaje Bollini, y lo que empezó como una amistad se transformó en algo más. Después de un mes de idas y venidas, de noches de baile y risas, Alejandro y Andrea comenzaron a salir. Mientras en el país, el dólar saltaba de 17 a 24 australes y comenzaba la hiperinflación que liquidó al gobierno de Alfonsín, los adolescentes se daban su primer beso en uno de esos barcitos de paso, y a partir de allí, su relación se volvió algo más seria, o al menos eso parecía.
Sin embargo, como suele pasar con las primeras historias de amor juvenil, las cosas no siempre salen como se espera. Después de tres meses, una pelea, cuyo motivo Andrea ya no recuerda, los llevó a cortar. A pesar de la separación, ambos continuaron sus vidas, pero nunca dejaron de pensar en el otro.
El reencuentro ocurrió en una noche de Fin de Año. Andrea, con sus amigas, se encontró con Alejandro en la esquina de Ugarte y Maipú, para ir a Parada Cero, el boliche del momento, ubicado en Olivos. A pesar de que Alejandro estaba acompañado por sus amigos, no pudo evitar acercarse a Andrea y charlar. “Yo re empilchadita, con el vestidito blanco y la gorra marinera”, describe ella riéndose del “look furor” de aquella época. Esa noche, mientras el calendario cambiaba para recibir la década de los 90, Alejandro y Andrea se volvieron a conectar. Él, con su tímido encanto y los mismos ojos verde grisáceos de antes, la sorprendió con un beso inesperado antes de irse.
El destino había jugado sus cartas. Esa Navidad, Alejandro había ganado un pasaje a Punta del Este y Andrea, con sus padres y sus cuatro hermanas -”que ya lo conocían y lo adoraban”-, casualmente habían decidido ir a veranear a las playas de La Paloma, Uruguay. Alejandro se unió a ellos, y ese fin de semana fue una gran oportunidad para fortalecer su vínculo, como los momentos compartidos, las conversaciones y, sobre todo, el pequeño incidente de quedarse sin combustible en el camino de vuelta: “Mi viejo siempre se queda sin nafta en cualquier lado, así que a 20 kms del balneario nos mandó a nosotros dos a hacer ‘dedo’ para buscar una bolsita de combustible”, revive Andrea anécdotas que los hicieron sentir más cerca que nunca.
A medida que pasaban los años, Andrea y Alejandro siguieron creciendo juntos. Él trabajaba y estudiaba administración de empresas mientras vivía solo, y “era muy insoportablemente pegote con los amigos”, cuenta ella que, por aquel entonces, se dedicaba a sus estudios y era la nena de papá: “No trabajaba, iba a una universidad privada, estaba acostumbrada a pedir lo más caro y le hacía pagar a él”. Sus vidas estaban llenas de altibajos: fiestas, viajes, trabajos y momentos cotidianos, algunos buenos, otros mejores.
“Una vez Alejandro viajó a San Martín de los Andes a visitar al papá y me trajo de regalo un dije que son dos hojitas bañadas en oro”, recuerda Andrea con cariño. Sin embargo, la relación comenzó a enfrentar dificultades. Mientras que él estaba más enfocado en su ámbito social, ella sentía que la relación se estancaba: “Yo quería que el tipo se comprometa un poco más, no es que quería casarme, pero sí que se ponga un poco más serio este. Y él siempre se iba de joda con sus amigos”.
Los problemas empezaron a hacerse más evidentes cuando ella notó ciertos detalles que la hicieron dudar. Un domingo de enero, habían quedado ir juntos a ver a la abuela de Andrea que había tenido un ACV. A las 8 de la mañana tocaron el timbre del departamento que compartían en Olivos; eran los amigos de Alejandro que lo buscaban para ir a una casa quinta. “¡Vamos a la pileta!”, dijo él. “No, vamos a ver a mi abuela”, respondió ella. Él insistió con su propuesta; ella lo mismo. Él se fue con su traje de baño y su toalla a disfrutar del día. Y ella, nota mediante - “Te vas a la re p… que te lo p…”-, dejó las llaves en la mesa, y se fue al sanatorio.
En el mismo momento que Alejandro subió al auto de sus amigos lo intuyó: “Me acabo de quedar sin novia”, le vaticinó a su banda. Pero por esas cosas de la juventud, los aires del verano, los chapuzones con el cuerpo ardiente, el asadito con sus “compas” o la creencia de que “total después me perdona”, el día de campo con sus amigos pudo más.
Al mes del episodio de la quinta, tuvieron un nuevo intento de reconciliación: se tomaron un micro hasta La Lucila del Mar a pasar unos días románticos: “Fue un fracaso, el peor viaje que hicimos en nuestra vida”, recuerda ella que, claramente, la decepción de que su novio no la haya acompañado a ver a su abuela, no había sido superada. Y sí, Alejandro tuvo razón al pronosticar el fin de la pareja. Andrea ya había comenzado a perder la confianza. La tensión se acumuló, y a pesar de los intentos de él por enmendar las cosas, ella ya había tomado una decisión. A la vuelta de las mini vacaciones, Andrea anunció: “Hasta acá llegamos”.
Así, con 23 y 24 años cada uno empezó a hacer la suya. Ya no estaban de novios: él frecuentaba otras chicas, igual que ella otros muchachos. Pero siempre se mantenían en el radar. Un día Andrea pasó por la casa de su ex novio para buscar algunas cosas que se había dejado. Cuando llegó, Alejandro estaba con sus amigos en el living, y ella con confianza entró al cuarto por lo suyo. La sorpresa fue cuando se topó con un par de medias de mujer y un cepillo de dientes en el que había sido su placard. Andrea no estaba para hacer reclamos porque durante esos meses él insistía en volver y ella seguía firme con su decisión. Pero, claro, lo que acababa de ver le movió la estantería y, quiso hacer evidente su hallazgo: “Tené cuidado porque la que no se cuida con vos no se cuida con nadie”. Alejandro minimizó el tema y volvió a insistir para recomponer la relación. Hasta que Andrea finalmente aflojó.
La última gota fue cuando, en una cena programada para amigarse, él le canceló la salida porque tenía que ver a “una amiga que se sentía mal”. Andrea, con su intuición femenina afilada, lo supo: “La mina que Alejandro veía estaba embarazada”.
El final fue doloroso. Aunque Alejandro intentó recuperar a Andrea, ella ya había decidido seguir adelante. Se había cansado de las promesas incumplidas y de la falta de compromiso. Y ahora, con un bebé de otra en camino, mucho más.
Andrea comenzó una nueva etapa, “llorando día por medio al principio” pero salió del pozo. Conoció a nuevas personas y, aunque siguió recordando a Alejandro con cariño, entendió que la vida debía continuar. Mientras que al año siguiente nació la beba de Alejandro, Andrea conoció a quien es el padre de su hija, nacida en 1998.
Alejandro se mudó al sur e hizo su historia con la madre de su hija, mientras que Andrea enfrentaba su presente con su nueva familia en la ciudad. Sin embargo, la convivencia de Alejandro no duró, se separó cuando la chiquita tenía cinco años, y se trasladó a Río Gallegos con otra pareja.
En 2002 nació el segundo hijo de Andrea. La vida con su marido fue una montaña rusa de emociones: el recuerdo de Alejandro persistía en la mente de Andrea que mientras daba a luz se enteraba que su novio de la adolescencia se había vuelto a separar. Y desde Río Gallegos él seguía los movimientos de su novia perdida: aunque había tomado un camino diferente, el eco del pasado perduraba en sus pensamientos.
Andrea y Alejandro siguieron sus vidas por separado, pero la historia de su primer amor siempre permanecía grabada en sus memorias. Era una semblanza de romance juvenil, llena de pasión y desafíos, que los formó a ambos de manera indeleble. La magia de aquel primer flechazo y las anécdotas compartidas siempre serían un recordatorio de que, a veces, el amor verdadero no siempre es para siempre, pero siempre es inolvidable.
A los tres años, el matrimonio de Andrea sufría una crisis: “Sentía un vacío que no podía llenar”. Cada vez más seguido, su mente viajaba a los días en los que Alejandro había sido una parte importante de su vida. En una curiosa coincidencia, en las vacaciones de 2006, Andrea se encontró en la puerta de la casa de la abuela de Alejandro, quien la saludó cálidamente y todo la llevó a pensar con más intensidad en su primer amor. A pesar de todo, la conexión que compartieron en su juventud siempre tendría un lugar especial en sus corazones.
En 2007 Alejandro consiguió el teléfono de Andrea, la contactó y, a través de correos electrónicos, comenzaron a restablecer el vínculo. La pareja de ella, que ya estaba en las últimas, se fue diluyendo de a poco hasta desaparecer del todo. Con Andrea ya separada, en el verano de 2008, Alejandro visitó Buenos Aires, y el encuentro fue una mezcla de emociones y recuerdos compartidos. Ambos se dieron cuenta de que, a pesar del tiempo y las distancias, el amor entre ellos seguía intacto. La chispa aún estaba ahí: “Nos contamos todo: que nunca habíamos dejado de pensar uno en el otro, que soñábamos uno con el otro, nos contamos todo lo que nos había pasado durante ese tiempo. Y ahí decidimos definitivamente que queríamos estar juntos para siempre”, confiesa ella con paz en la mirada. La relación entre ellos se fortaleció y, en febrero de 2009, decidieron mudarse juntos. En 2011, se casaron en una ceremonia íntima, y en 2013, nació la única hija en común de la pareja.
La vida de Andrea y Alejandro se convirtió en una historia de segundas oportunidades. En 2014, realizaron un viaje a Europa, paseo que simbolizó la superación de los desafíos y el amor perdurable entre ellos. A través de todas las pruebas y cambios que el destino les presentó, Andrea y Alejandro encontraron el equilibrio y construyeron una familia sólida. Sus hijos se adaptaron a la nueva dinámica, y el amor entre ellos sobrevivió a las adversidades. Con el tiempo, construyeron una vida juntos llena de esperanza y la certeza de que, a pesar de las vueltas del destino, siempre hay una oportunidad para un final feliz.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas