La historia que me contó Darío me remontó hasta 1984, y no precisamente al célebre libro distópico de George Orwell, sino a aquella exitosa telenovela llena de agresiones físicas y “erotismo” llamada Amor y Señor, que hoy nadie se atrevería a filmar. Después de escucharlo, me tomé la licencia de imaginar una serie televisiva donde todo ocurriera al revés y los cachetazos los recibiera el actor, Arnaldo André, por parte de su novia, la actriz Luisa Kuliok.
En la actualidad, por suerte y con mucho trabajo de la sociedad de por medio, toda violencia es unánimemente condenada. Venga de donde venga. Pero a pesar de estos avances no siempre sus protagonistas en la vida real pueden correrse a tiempo para evitarla y esquivar sus secuelas. Este es el caso de Darío y Melissa (cuyos nombres son ficticios y tienen 34 y 35 años respectivamente) donde el amor se mezcló con lo que no se le parece.
Darío reveló lo que experimentó en una etapa de su vida: “Me animo a contar mi historia, primero, porque ya pasaron varios años y, segundo, porque de alguna manera el tema de la violencia dentro de una convivencia entró de nuevo en mi radar por los acontecimientos actuales del ex presidente Fernández y Fabiola. Solo que a mí me pasó justo al revés. Increíble, pero cierto. Hay un tercer motivo: hoy me siento seguro y a salvo, en una relación sana y con futuro. Por esas tres razones me atrevo a relatar lo que sufrí durante un breve período de mi vida”.
Sexo violento
Darío explicó cómo comenzó la relación: “Conocí a Melissa en una fiesta con gente de mi trabajo en el mundo vitivinícola en 2017. Yo tenía 27 y ella un año más y trabajaba en una empresa de la competencia. Estábamos solteros, teníamos buenos sueldos y muchas ganas de pasarla bien. Nos enganchamos enseguida. Ella era re sexy, altísima, usaba el pelo larguísimo, tenía un figurón y en la cama era un infierno. No sé, pero creo que pasaron solamente unas ocho semanas hasta que Meli y yo empezamos a vivir juntos. Ella dejó su alquiler en el barrio de Saavedra, en la ciudad de Buenos Aires y la excusa fue que se le vencía el contrato en pocos meses. No puse objeciones, estábamos bárbaro. Así que se instaló en mi departamento de tres ambientes en Palermo. Trajo un sillón de dos cuerpos muy lindo, sus mesas de luz y toda su vajilla. Mandé a la baulera las viejas mesitas que tenía al lado de mi cama doble e hice lugar en el ropero. Me sentía feliz. En mi familia conocieron a Melissa cuando ya vivía conmigo. Les cayó bien. Con su familia, son pocos y viven en Corrientes, no nos vimos más que cuatro o cinco veces, pero también resultó muy tranquilo”.
La convivencia arrancó divertida y ella, con el paso del tiempo, fue conociendo a los amigos de Darío. Las relaciones sexuales eran frecuentes y siempre de alta intensidad.
“Todo comenzó con jueguitos sexuales que yo nunca había tenido. Ella era muy audaz y desenfrenada. Al principio, me sorprendió, pero me pareció bien. Nunca había tenido una novia formal, así que no tenía demasiado con qué comparar. Había tenido relaciones ocasionales y súper tranquilas. Solo podía buscar semejanza con lo que veía en las películas, porque con mis amigos del tema sexual casi no lo hablábamos. Primero una noche ella me pidió unos golpecitos en la cola, me costó porque me parecía ridículo, pero le di el gusto. Siguió otro día con que ella pretendía que le diera un cachetazo. Me daba no sé qué, pero ella insistió en que eso la calentaba. Decía que le gustaba ser dominada, sometida. Me impactó el juego, lo reconozco, pero con la pasión de la edad entré enseguida. Durante varios meses creí estar inmerso en una relación fogosa, como de película de Hollywood. Jamás se me representó ningún peligro. No podría decirte exactamente cómo pero, de pronto, un día los golpes supuestamente sensuales traspasaron las paredes de la habitación con los roles invertidos. Ella fue la que empezó a golpearme… por cualquier cosa. Era como si estuviese permitido por lo que pasaba en la cama. Creo que la primera vez ocurrió después de un llamado de una compañera de trabajo con la que estuve charlando media hora por celular. En un repentino ataque de celos, cuando corté, me pegó un cachetazo que me dio vuelta la cara. No entendía nada y antes de que pudiera reaccionar ella se sacó la ropa y me llevó al cuarto. Tuvimos relaciones muy apasionadas, pero yo me quedé con un sabor extraño por su manera de actuar. Después, de eso no se hablaba. Unas semanas más tarde, volvió a la carga. El motivo fue otro, no sé si un piropo que le dije a una amiga de ella que nos vino a visitar para quedar bien con algo que se había comprado o algo así. Meli me clavó los ojos. Cuando su amiga se fue y yo ya me había olvidado de esa mirada, se me tiró encima como enloquecida. Empezó a golpearme el pecho con los puños. También terminamos teniendo sexo. A la semana, en otro ataque repentino, me golpeó en la cabeza con mi raqueta de tenis que siempre dejaba apoyada en la entrada de casa. No me lastimó porque tenía la funda puesta, pero me asusté mucho. Como era costumbre llegó el sexo perdonador y aquí no ha pasado nada. Estaba muy enamorado y ella era muy cariñosa el resto del tiempo de modo que no sucedía nada. Cuando me empezaba a relajar, pensando que todo estaba bien y la cosa se había calmado, la historia se repetía. Era siempre el preludio de un encuentro sexual salvaje. No me daba cuenta de lo enfermo que se estaba volviendo el asunto: ella ya no podía tener un orgasmo si no había violencia y golpes de por medio”.
Arañazos y algo más
“Fue unos dos meses o tres después del capítulo de la raqueta que Melissa se enojó por algo que dije de una actriz mientras veíamos una serie en Netflix. Era un sábado por la noche y estábamos en el sillón del living mirándola en mi computadora. Furibunda se me lanzó encima como un gato. Mi compu cayó al piso y la pantalla se hizo pedazos. Ella agarró entonces una de las botellas de cerveza que estábamos tomando y la estrelló contra la ventana del balcón dejando astillado el vidrio. Estaba fuera de sí, como nunca antes. Gritaba cosas feas. Le dije que parara de una vez, que estaba loca. Que yo pronunciara la palabra loca fue lo que la terminó de enloquecer. Me clavó las uñas en la cara y me dejó tres largos surcos en una mejilla. La agarré de las manos con fuerza y dominé la situación para que no me lastimara más. Ella daba alaridos diciendo que me iba a denunciar por violento. Yo, a esta altura, estaba aterrado de que los vecinos llamaran a la policía. Al rato, de pronto, no sé qué pasó pero se calmó totalmente. Quedó relajada, como si se hubiese quedado sin batería. Me miré en el espejo del baño: se veían tres arañazos que iban desde abajo de mi ojo izquierdo hasta casi la pera. Yo temblaba del enojo que sentía por la situación. Ella, como si nada, pretendió tener relaciones para amigarnos. Como hacía siempre. Me negué. Estaba asqueado. Esta vez ella había traspasado la línea de mi tolerancia. Hice un bolso y me fui a dormir a lo de un amigo al que le inventé una excusa para no contarle la verdad. Creo que no me creyó mucho, pero no dijo nada. Melissa se la pasó llamándome al celular durante toda la noche. Me dejó decenas de mensajes que duraban minutos. Me pedía perdón y al mismo tiempo me quería explicar que la rabia la transformaba, que ella me amaba y que tenía más ganas que nunca de tener sexo conmigo. Que la volvía loca. No le respondí. A estas alturas yo solo me preguntaba cómo me iban a ver en la oficina el lunes. Era un arañazo obvio y profundo. Yo trabajaba en una bodega y teníamos reuniones diarias con clientes, era un papelón aparecer así. Tenía vergüenza de hablar de esto con alguien. Seguía enamorado, pero empecé a pensar que algo no andaba bien, que eso no podía ser amor normal. Tomé fuerzas y al día siguiente, el domingo, le conté todo a mi amigo. Le pregunté si alguna vez le había pasado algo así con una novia. Se quedó de una pieza, me dijo que nunca. Me aconsejó ir a ver a un psicólogo”.
Darío no lo hizo. En el trabajo mintió y contó que habían salido a hacer senderismo por el Delta y se había rasguñado la cara con unas ramas secas. Si alguno pensó algo distinto o no le creyó, se calló. Lo habitual en las relaciones laborales. Por otro lado, Darío evitó ver a su familia hasta que los surcos cicatrizaron y quedaron disimulados entre los pelos de su incipiente barba.
Regresó con Melissa dos o tres días después. Ella lo convenció de que no volvería a pasar algo así, lo prometió. Por lo menos no de esa manera brutal, pero seguirían teniendo algunos permisos en la cama. Darío creyó en ella.
“Transcurrieron un par de meses y todo volvió a salirse de la normalidad. Un día de furia en la cocina me clavó sus uñas en el brazo. Esta vez fue tan profundo que me pregunté si tendría que ir un sanatorio, porque tal vez se pudiera infectar. Pero ¿qué podía decir si me preguntaban qué había pasado? Decidí curarme yo, era más fácil. Como era verano la cicatriz se secó, pero estaba a la vista. Un fin de semana mi hermana me la vio. Suponía que algo me pasaba, no me veía bien y alegre como siempre. Me preguntó cómo iba todo con Meli. Era mi primera novia y en casa la querían bastante. Ella podía ser encantadora. Lo primero que pensó mi hermana Sofi al ver esa herida fue que ella se había querido defender de mí. Por eso empezó a decirme que tuviera cuidado con lo que hacía, que mi pareja me podía denunciar, que a las mujeres no se les pegaba, si me pasaba algo… No aguanté que sospechara de mí. Jamás le había levantado la mano a nadie, ni siquiera me había peleado en la secundaria a trompadas con ningún varón… ¿Cómo podía pensar que le había pegado a una mujer? Molesto con sus comentarios, le expliqué lo equivocada que estaba. Todo era exactamente al revés. Cuando terminé el relato Sofi me miraba con los ojos como platos. Incrédula todavía me aconsejó lo mismo que mi amigo. Me dijo que no podía estar con una mujer así y que necesitaba un terapeuta para que me ayudara a dejarla. Además dijo que ella también tiene que ir a terapia. Le dije que no sabía bien qué era del todo normal y qué no, pero que iba hacer lo que me aconsejaba. Pasaron los días y Sofi me llamó para insistir y me advirtió que tenía miedo por mí. Juntos buscamos una psicóloga. Esta vez me animé y di el paso sin avisarle a Meli. Esas sesiones cambiaron las cosas para siempre”
Terapia salvadora
Fue en cuatro meses meses de dos sesiones semanales que Darío comenzó a cambiar y a darse cuenta de que en su pareja todo andaba mal. De cada consulta salía emocionalmente más lejos de Melissa. La nebulosa que le impedía ver la realidad se estaba deshaciendo. Había empezado a distinguir lo sano de lo enfermo.
Melissa, por el contrario, vivía con furia la lejanía creciente que percibía en Darío. Y, ante su demanda de hacer tratamiento, se negó de forma tajante. En un momento se fue de viaje quince días con sus amigas a Brasil, pero en vez de retornar feliz, volvió más enojada que nunca.
Darío no podía entablar una conversación seria sobre el tema con ella y cada vez quería menos tener sexo porque empezó a temer que escalara la violencia de ella contra él. A preguntaba: “¿Y si un día, durante un brote de ira, agarraba un cuchillo y me lo clavaba? O ¿si durante la noche me hacía algo? ¡No sabía qué pensar, pero todo era posible! Yo la había visto desbordada muchas veces e intuía de lo que era capaz”.
En un momento pensó en hablar con las amigas de Melissa, pero creyó que eso podría generarle más ira. Tampoco sabía si ellas iban a entender lo que estaba pasando o si se pondrían de su parte. ¿Qué cuentos les haría ella? No era una opción.
Con el paso de las sesiones descubrió que lo único que quería era irse. Irse para siempre. Tomó la decisión de dejarla. Así no podía vivir. Seguiría pagando hasta el fin del contrato el departamento que él había alquilado para que ella se quedara allí y no hubiera un problema más. Para tener donde mudarse alquiló a escondidas otro más chico, de un ambiente, en otro barrio. A ella se lo comunicó en medio de otra pelotera: se iba definitivamente, pero no le dijo a qué lugar. Quería evitar que ella lo siguiera y lo acosara. Tenía claro que no la amaba más y que lo que sentía era otra cosa, que el vínculo que los unía era tóxico. Enfermo. Sería lo mejor para los dos. A pesar de la negativa de ella a ver su decisión irrevocable y de sus gritos destemplados, Darío logró hacer sus valijas e irse. En las semanas siguientes a su partida Melissa apareció tres veces en la puerta del trabajo de Darío y armó escándalos. Sabiendo que esto podía pasar Darío se había anticipado: ya le había avisado a sus jefes y a sus compañeros que su separación era muy conflictiva y que tal vez sucediera que Melissa apareciera desbordada. Lo apoyaron e ignoraron el asunto.
Cambió de teléfono, de gimnasio y de rutinas. Caminaba por la calle mirando por encima de su hombro con temor de que ella lo acechara en medio de uno de sus ataques de celos. Porque Melissa estaba convencida de que Darío se había ido con otra mujer. No podía creer que él hubiera escogido estar solo.
Por suerte, la cuarentena llegó cuando ya estaban separados: “¡Imagináte si me hubiese agarrado viviendo con ella! Hubiera sido el peor desastre”, dijo.
Milagrosamente, Darío no sabe por qué, el acoso finalizó. De pronto ella desapareció de su vida: “Quizá empezó a salir con otro pibe, no lo sé ni quise preguntarle a nadie. Para mí era un alivio cuando más tiempo pasaba sin noticias de Melissa”.
Al año siguiente, en la empresa, le ofrecieron un traslado a Mendoza. Darío aceptó de inmediato. Logró así cortar definitivamente con toda posibilidad de contacto o encuentro casual. Dejó de ser un hombre golpeado y acosado para volver a sentirse libre y feliz. Conoció a otra joven y rehízo su vida.
Concluye diciendo: “Creo que hoy puedo entender a la perfección lo qué les pasa a las mujeres golpeadas. Si para mí, siendo varón y teniendo fuerza física para detener un ataque, fue difícil zafar… ¡No quiero pensar lo complicado que puede ser para una mujer, en una situación similar, intentar parar las agresiones de un tipo! Imposible. Por eso creo que lo más importante es darse cuenta a tiempo, asumir lo que te pasa con cierta rapidez y salir cuanto antes del escenario en el que estás parado como víctima. Para mí, también, fue muy difícil el tema de la imagen que creés que proyectás en el resto. Un varón golpeado se ve como un pelotudo, un tarado, un pusilánime. Sentía que me veían de esa manera y, encima, me tenían lástima. Sin la ayuda de la terapeuta y de mi hermana Sofi, no sé si hubiera podido salir bien parado. Confieso que esta historia de maltrato no se la conté a mis viejos porque creo que no lo entenderían. Tampoco a todos mis amigos, solamente a los tres más cercanos. Para el resto era una relación que no había funcionado, nada más. Sin detalles. Hace un tiempo me volví a enamorar y volví a ser feliz en pareja. Vivo con una mujer increíble que sabe todo lo que me pasó y el infierno que atravesé. Estamos esperando una beba que nacerá a fines de noviembre. Quiero educar a mi hija para que jamás permita que la agredan y para que sea una buena persona con vínculos de pareja sanos. Espero que mi historia ayude a cualquiera, mujer o varón, a salir del círculo vicioso que constituyen las agresiones. Con que le sirva a una sola persona, valió la pena haberlo contado. La violencia no debe permitirse, no solo en lo cotidiano, sino tampoco en la cama con la excusa de un juego erótico sexual. Nunca. Que el sexo no sea una excusa para ejercerla, ese es mi mensaje final”.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas