Todo empezó un día de junio de 2014: “Recibí por Facebook un mensaje de un amigo de la infancia: ‘Hola Nat, cómo estás, tanto tiempo, qué es de tu vida…’”, cuenta ella, y aclara que no hablaba con Ariel “desde que tenían 12 años”.
Se conocieron en 1985, a los 10 años, en un club. Aunque Natalie iba a un grupo un año más joven que Ariel, se hizo muy amiga de Romina, cuya familia era cercana a la del chico, una especie de tíos postizos. “Todos los sábados iba a la casa de Romi, donde estaba Ariel con sus padres”. Compartieron miles de noches de fines de semana con “pizza en la casa de Romina”. Pero eran amigos y nada más. “Nunca me fijé porque además Romi moría de amor por Ariel entonces para mí Ariel era prohibido”, dice contundente. Y para graficar la amistad que los unía dice: “En el bat-mitzvá de Romina yo estaba sentada de un lado y Ariel del otro”, relata hablando de la fiesta más importante que hacen los chicos en la comunidad judía, a los 12 las nenas y a los 13 los varones. Sentarse al lado del homenajeado es símbolo de “mejores amigos”. Así, entre veladas en el country, travesuras en la pileta, campamentos de invierno y veranos en Miramar, transcurrió su preadolescencia. “Siempre me pareció muy buena gente y me divertía mucho con él pero pasaron los años y perdí el contacto”, dice Natalie.
Ella tuvo sus novios. Él tuvo las suyas. Ella se casó con Diego y tuvieron tres hijos. “Pasó la vida”, sintetiza Natalie tres décadas en una frase. Hasta el sorpresivo mensaje de 2014 que Ariel escribió y ella respondió:
“Hola Ari, tanto tiempo. Yo estoy felizmente casada y tengo tres hijos de 9, 6 y 3 años”, respondió la ahora madre, haciendo énfasis en que la palabra ‘casada’ la resaltó en mayúsculas: “No sé porqué lo hice. Me olí algo turbio”, dice con necesidad de aclarar lo que ya había blanqueado diez años atrás, como lavándose las manos antes de entrar a “la boca del lobo” y así engañar temporalmente al inconsciente susurrándole “conste que yo no quise”.
Natalie tenía un matrimonio realmente feliz pero “por cosas de la vida” en ese momento estaba teniendo muchas discusiones con su marido que define como “boludas”. Cuestiones menores, mambos intrafamiliares que los hacían chocar, lo habitual en un vínculo luego de una docena de años, con hijos, convivencia y “todos los chiches” de por medio. En ese contexto el contacto con Ariel a Natalie le cayó como un flota-flota: nada mejor que “algo” para mantenerse y divertirse cuando nos tapa la marea. Los antiguos amigos del Facebook pasaron al mail. Y así ella se fue enterando que, durante ese cráter sin conectarse, Ariel ya no vivía en Buenos Aires. La curiosidad, las reiteradas crisis del país o “vaya uno a saber qué”, lo empujaron a cruzar el charco y, hacía diez años, el hogar de Ariel estaba en Madrid. Lo cual era más conveniente todavía: un pasatiempo con la distancia prudencial para no pecar. “Además, viste cómo es el mail: te tenés que acordar de chequearlo, no es como el WhatsApp”, retoma para explicar que si bien había un “ida y vuelta”, no era tan fluído ni ella estaba pendiente.
En el intercambio de mensajes, también supo que se había separado hacía ocho meses, que estaba muy angustiado y que tenía dos hijos, de 9 y 6, con edades parecidas a los de ella. Y agrega un dato que, por algún motivo, le parece relevante: “Me contó que él había sido mucho tiempo infiel con su esposa y, cuando lo descubrió, se separaron”. A medida que las conversaciones se profundizaban, el canal de comunicación corría la misma suerte y, a los dos meses, “pasamos a WhatsApp”.
La cuestión es que aquello que había comenzado como un genuino “salvataje” se tornó un juego de seducción: “Sentía que me atraía la situación de que me escriba”. De repente, Natalie da un retroceso en la historia para revelar un detalle clave que había olvidado: “Ah, en uno de los mails Ariel me confesó: ‘Vos fuiste el amor de mi vida cuando éramos chiquitos, por qué nunca me diste bola’”. Aunque para esas altura ella había superado la “mini” crisis matrimonial, el reclamo de amor infantil funcionó como un shot de cariño a su mujer vencida. La pantalla del celular se había vuelto su sonrisa cotidiana. “Romi era mi mejor amiga en ese momento -hoy en día se perdieron el rastro-, y ella moría de amor por vos. Jamás te miré”, se esforzó Natalie por convencer al enamorado arrepentido, quien jugando al ofendido contestó: “Ya me di cuenta que nunca me viste y yo moría, moría por vos. Mi mamá todo el tiempo me decía que vos tenías que ser mi esposa, y me jodía… y yo moría de amor”, redobló la apuesta. “Nunca te tiraste a la pileta, nunca me insinuaste nada, ni me diste un indicio”, seguía ella fascinada. “Sí, pero nunca los viste”, dio el golpe final Ariel.
Toda esta conversación de quinceañeros la estaban teniendo dos adultos llegando a su cuarta década que, en un brote de adolescencia tardía, la edad de los descubrimientos y las rebeldías, embalados pedían por más. “Bueno, ahora te tiraste y estoy casada, no da”, lo toreó ella cautivada. “¿No da?”, arriesgó el galán reprimido. “No, no da”. Pero dicen que toda negación es un modo de defensa y, sin querer, Natalie mostró su debilidad: “Aparte vos vivís en Madrid y yo en Buenos Aires”. Tal vez sin darse cuenta, ella daba todas respuestas que invitaban a arremeter más y más el coqueteo de Ariel. “Fue una sorpresa hermosa porque a mí siempre de chico me pareció lindo pero me lo prohibía porque mi amiga estaba enamoradísima y cada vez que me hablaba de él se le iluminaba la mirada”, termina por confesar Natalie.
La distancia, la conciencia o la mano de Dios, lograron calmar el fuego contenido de la infancia y aquella declaración quedó atrás para continuar una amistad por chat. “Hablábamos todos los días. Yo me levantaba a la mañana ansiosa para chequear que él me haya mandado un mensaje”, cuenta con la adrenalina intacta. Pero los amigos virtuales fueron prolijos y, para cuidar a los suyos, pusieron reglas: “Él sabía que de 9 a 6 de la tarde me podía escribir en cualquier momento porque ya después venía Diego, y yo ya no quería estar pendiente del celular. Segunda regla, borraba todo; Ariel me enseñó a borrar”.
Siguieron hablando y en cada crisis con Diego, Natalie le escribía a Ariel, que se había vuelto una especie de héroe-psicólogo-consejero para salvarla desde el más allá. “Mi intención no es que vos te separes de tu marido porque yo la pasé horrible. Sé lo que estás pasando y quiero ayudar”, juraba desde la Puerta del Sol. “Ya habíamos empezado una relación de amistad, de cariño, de hablarnos todos los días; de necesitar del otro. Yo le decía qué hacer con sus hijos o con su ex, y se empezó a llevar mejor. Y a mí me pasaba lo mismo: yo empezaba a llevarme mejor con Diego porque Ariel me daba la mirada de varón, que yo no veía. Cambié la actitud en mi matrimonio gracias a los tips de Ariel, y mi relación con mi marido empezó a ser maravillosa”.
La culpa no la habitaba pero sí ciertos temores: “Tenía miedo de charlar en los sueños y que Diego me escuche nombrarlo; que descubriera algo me daba terror”. Entonces hubo un anexo en el reglamento del chat a distancia: si el matrimonio viajaba solo, el de Madrid tenía terminante prohibido escribir. “Era a diario que hablábamos, sin fines de semana, de lunes a viernes, sin feriados, o sea, tipo oficina”, explica risueña. Lo que también alimentaba esta pasión encubierta porque la adrenalina de no poder escribirse, por ejemplo, un fin de semana largo hacía que la abstinencia genere por sí sola. Rápido Natalie quiere ilustrar: “Nada de lo que yo hacía era para estar con Ariel. Me encantaba la situación. Y me hubiera encantado la adrenalina de todo lo que Ariel me provocaba en Diego… pero no me pasaba”, remata con nostalgia lo obvio de lo conocido.
Cada tanto el vínculo entre Natalie y Ariel tropezaba con los desniveles del instinto sexual y pasaban a ser “amigos con derechos” pero siempre estaba el Atlántico de por medio para no correr peligro. “Quiero verte, mandame una foto”, se tentaba él, y ella, que aunque lucía espléndida ya no tenía el cuerpo de los quince, se le ocurrió una idea: “Me daba vergüenza, soy muy pudorosa, entonces empecé a mandarle fotos de otras, tipo de las piernas para abajo. Buscaba en Pinterest una chica divina de espalda, parecida a mí”, cuenta entre carcajadas, pero su “enamorado” lejano veía más allá: “Boluda, yo te veo en Facebook. Sé quién sos, no me tenés que inventar. Me gustas así como sos, como te levantas a la mañana, veo todo lo que publicás. Me doy cuenta de quién sos y me gusta lo que veo”, decía obnubilado con la imagen de una Natalie adolescente. Y claro, ella escuchaba miel para sus oídos, hacía tanto que alguien no la miraba con los generosos ojos del que todavía no disfrutó el fruto de sus deseos. “Me encantaba”, explota ella de la emoción, poniéndole al vocablo “encantaba” el tilde que no lleva. “Era súper halagador, súper…”, queda flotando en aquellos buenos tiempos. Entonces de repente, cuando se tenía que “producir” para un evento, le mandaba fotos a él, “no a una amiga”, y le preguntaba: “¿Me pongo esto o esto? Pero jamás en corpiño, ni de una teta, o de bañarte, no, no eso no me gusta”.
Así, mientras el matrimonio de Natalie pasaba sus mejores épocas, por el andarivel de al lado continuó el inocente romance virtual hasta junio de 2017, justo tres años.
Natalia y Diego estaban invitados con sus tres hijos a una cena. Eran las 8 de la noche, ella se fue a bañar y dejó su teléfono cargando. “¡Y estos celulares que te avisan del mensaje!; antes no decía ‘notificación’, ¡te aparecía lo que decía!”, subraya con tal desesperación que uno puede adivinar lo que sigue. “Acabo de aterrizar, muero por verte”, gritaba el WhatsApp de ella de parte de un “tal” Ariel.
Ella había hablado el miércoles, el jueves no hubo comunicación y nunca le contó que venía para Argentina. La ducha de Natalie fue interceptada por la sorpresiva entrada de su marido: “¡¿Quién se muere por verte que se llama Ariel?!”. Natalie sintió cómo el mundo entero se escurría por la rejilla. “Empecé a pensar qué le digo”, se posesiona con la escena, y tan tranquila como hace seis años, expuso su verdad: “Es un amigo de la infancia que vive en Madrid”. Pero la respuesta no fue suficiente, y en seguida Diego quiso saber por qué el “amiguito” se moría por ver a su mujer: “Qué significa; desde cuándo apareció; por qué nunca me contaste que tenías un amigo en Madrid; cuántas veces fuimos a Madrid y nunca me dijiste que tenías un amigo de la infancia; de qué infancia -Diego y Natalie se conocen desde el primer año de la secundaria-; nunca existió un Ariel; quién es”, rugió como un león a punto de ser atacado.
Rápido, ella trató de protegerse, explicando: “Es un ex amigo de la infancia, no lo veo hace mil años y, te voy a ser sincera, me escribió hace tres días avisándome que venía a la Argentina”. Sus años en la escuela de teatro y la creatividad adquirida gracias a su profesión -es arquitecta-, la ayudaron a escabullirse tan veloz como el agua de su ducha. Pero como el reglamento con Ariel rogaba “borrar todos los mensajes”, se empezó a pisar sola. “No quiero saber más nada con vos. Me estás engañando. Pásame ya el contacto de este tipo. A ver, dónde está el chat que te dijo que venía para acá”, seguía el marido furioso.
Aunque Diego quiso suspender la cena de esa noche, fueron en familia. Ella pensó que así se “suavizaría” la situación, pero no: “No me dirigía la palabra, por abajo de la mesa lo trataba de acariciar y me sacaba la mano, no quería saber más nada conmigo”. Esa noche Diego durmió en el living. A la mañana siguiente cuando se fue, ella se apresuró a advertir a Ariel que su marido lo iba a llamar en cualquier momento: “Dejá de escribirme”, le mandó Natalie, y le describió en detalle todo lo que tenía que decir según su coartada.
“Tenía taquicardia, no había dormido, la pasé muy mal. A partir de ahí, sentí que empezó una tortura para mí. Yo era ‘la peor del planeta’, Diego me martirizaba diciendo ‘cómo le vas a explicar a tus hijos que anduviste acostándote con tipos’. Cuando yo no me acosté ni con el diablo. Nadie. Me volví una geisha, chiquitita. Me sentí sumisa, mínima y que todo lo que él decía tenía razón”.
Diego llamó a Ariel y lo encaró: “Hola, soy el marido de Natalie, quiero saber qué estás haciendo con mi mujer. ¿Sabés que ella está casada?”. El visitante no colaboraba a favor, en un sincericidio le confesó estar enamorado de su mujer desde los 12 años. Y por suerte agregó: “Nunca me dio bola y quiero asegurarte que tu mujer está enamoradísima de vos. Jamás en la vida, me dio un centímetro de lugar para que pase algo. Vivo en Madrid, quedate tranquilo. Todo lo que hablamos siempre fue bien de vos y de tus hijos”. Eso sedó en parte a la fiera, y la frase final terminó de aplacarlo: “Igual quedate tranquilo, estoy esperando un bebé, soy un buen tipo”. Diego sin metáforas contestó que “un buen tipo no está mirando el culo de otra mujer”. Ariel pidió disculpas y terminó la conversación.
“Ariel nunca más se dirigió a mí”, dice ella con tono melodramático y refuerza: “Jamás”. Diego volvió más calmado y le contó a su mujer que había hablado con su “amante”, además de comunicarle lo de la dulce espera. Ella se sintió decepcionada, Ariel no sólo no le había contado eso sino que “no sabía ni que estaba de novio”. A Natalie se le “cayó una cortina” con Ariel y no hablaron más.
Siguieron semanas incómodas para la pareja: “Yo era la peor del mundo, no me tocaba un pelo, no me hablaba o me hablaba mal, enojado, con desprecio”. A los tres meses las cosas parecieron calmarse y Natalie por primera vez en los 15 de matrimonio se hizo una escapada con amigas. A duras penas, reinaba la paz conyugal. Diego se quedó de papá soltero a cargo de sus hijos. Cuando el de 6 años le pidió que lo ayudara con algo de la tablet, dispositivo que había heredado de Natalie: “Y en el Ipod estaba mi mail”, alerta. El mismo que usaba desde el 2014 en el cual le respondía a su pretendiente de España que estaba “felizmente casada con tres hijos”. A pesar de ser primavera, su fin de semana con amigas, se volvió el más helado de los inviernos, cuando al volver su marido le anunció: “No quiero saber más nada con vos”. Y empezó de vuelta “o peor”.
Ahí Natalie borró todos los mails “del mundo”, todos, no me importaba nadie, incluídos los contactos del celular, del Facebook, todo, “me borré del mapa”. Fueron seis meses despiadados hasta que Natalie tomó la decisión y habló con su marido: “No tengo más ganas de vivir así. Soy una tipa joven, vos también, si no me querés más buenísimo, pero decime que no me querés más y cada uno hace su vida. Yo te amo y quiero seguir esta historia con vos. Ahora queda en vos, si tenés ganas o no”. Sucede que a veces la desgracia viene toda junta y, al otro día, se enteraron que el padre de Diego tenía cáncer, “y él se desmoronó”.
Un viaje familiar pendiente a Disney y el cumpleaños de su hija mayor fueron “la excusa” para dilatar lo que ninguno de los dos quería: separarse. “Conservaba la ilusión de que se suavizara”, se cuela ella para aclarar que apostaba al matrimonio. Y la tragedia del suegro dio lugar a que Natalie mostrara realmente quién era: mientras Diego se instaló en el sanatorio para cuidar a su papá, ella estuvo “al pie del cañón” sosteniendo todos los frentes. La forma en que Natalie supo sobrellevar los momentos difíciles abultó el corazón aplastado de Diego. A pesar del estado de su padre decidieron hacer el viaje y “a partir de Disney, Diego ya fue otro tipo. No se habló más de Ariel en mi casa. Empezamos una vida amorosa él y yo”.
Volvieron. Hicieron el cumple y, aunque en junio el papá de Diego falleció, la pareja estaba nuevamente unida.
Un año más tarde Natalie se enteró por una amiga que Ariel estaba de visita en la Argentina. Consiguió el teléfono de su antiguo admirador y le escribió sin preámbulos: “Sos un imbécil. Sé que estás en Argentina. Más vale que nos veamos para aclarar los temas y nunca más volver a vernos”.
Quedaron lugar y hora. La cita era a media mañana en el bar del hotel boutique de San Telmo donde Ariel se hospedaba. Con la lección aprendida, Natalie tomó todos los recaudos y fue en colectivo para no generar ningún tipo de sospechas. “No quería que ni siquiera un taxista me vea”, bromea. “Tenía todos los nervios habidos y por haber porque todo había sido ‘tiki-tiki’, por chat”, hace ella con el gesto de tipear y volviendo a caer en la cuenta de que no se habían vuelto a ver las caras desde los 12 años.
La condición por parte de Natalie fue que sea un lugar público porque “no quería duda de nada; me daba miedo que él intente algo que yo no quería”.
Llegó y se sentó en el café que le pareció “el más lindo del mundo”. Mientras ella espiaba la carta, escuchó una voz detrás de su hombro: “Hola, ¿no? Por fin nos vemos”. Y al levantar la mirada toda esa bronca se volvió amor, un amor genuino, un amor de niños. “Me salió la sonrisa, me levanté como en un resorte y lo abracé tan fuerte que no podíamos soltarnos. Sentíamos los corazones que nos latían pero a pleno, o sea, yo sentía su corazón en mi corazón”. Ella le confesó de sus nervios, y él le dijo que nunca en su vida había tenido tanto miedo como en ese preciso momento. Ariel miró para todos lados, y le dijo: “Tenemos que salir de acá”.
La agarró de la mano, ella se dejó llevar, salieron corriendo como dos “nenes adolescentes”, y se metieron adentro del ascensor, testigo de tantos años de deseo amontonado. Se besaron apasionadamente contra los espejos que los multiplicaban por mil. “No parábamos de besarnos hasta que se abrió la puerta y entramos a su habitación”.
El sueño se hacía realidad y el plan se les salió de las manos. “No podíamos dejar de besarnos. Besos hermosos. Besos con ganas de 12 años. En ropa…”, detalla para describir la ternura desenfrenada. “¿Estás dispuesta a que pasemos a otra situación, querés que hagamos algo más?”
Tres horas más tarde Natalie salió por esa puerta. “Fue hermoso. Me fui contenta, me fui feliz a casa. Me fui tocándome los labios, lo sentí durante mucho tiempo en mí pero después de sus besos me di cuenta que fue un amor infantil y se quedó ahí… en ese hotel de San Telmo”.
Volvió a su casa, se bañó, fue a buscar a “los pibes al cole” y volvió a su rol de mamá. Nunca más hablaron.