“Cuando nos volvimos a ver, ella me abrazó y yo sentí como una vibración extraña, como si hubiera tocado un cable pelado de electricidad”, se sincera Jorge. Y dispara una descripción particular: “depende cómo uno se acerque, el mismo cable te puede reavivar… o matar. Sentí ‘una cosa’ por dentro muy fuerte; cerré los ojos y me di cuenta que los 50 años que habían pasado desde la última vez que la vi, con esto se borraban. De repente, se estableció un punto de continuidad que saltaba medio siglo. Muchas veces leí, pero nunca creí, eso de ‘sentir mariposas en el estómago’”. El hombre se sonroja, pero arremete: “te digo que siento muchas cosas que pensé que nunca las iba a volver a sentir. Hacía mucho tiempo que quería volver a sentirme enamorado, y pensaba que ya había pasado el momento”.
AMOR ADOLESCENTE
Jorge y Cristina se conocieron cuando tenían 17 y 16 años, por medio de amigos comunes, allá por el verano de 1974. La “chispa” se encendió en el cumpleaños de Daniel, compañero de Jorge del Enet Nro. 17 de Saavedra, al cual Cristina había ido de casualidad por pedido de su prima. El amor se concretó esa misma noche cuando ella, descarada, lo llevó a cenar a la casa de sus padres. “Es que no quería volverme sola a casa”, cuenta con picardía, y él aporta, “Me sentí un poco intimidado pero no me importó... y fui”. Cuando salió de la calle Yerbal, en el barrio de Flores, para tomarse el 133 hasta su casa en Parque Patricios, Jorge sabía que había conocido a la mujer de su vida. “Hay veces que no sabés por qué… pero simplemente lo sabés”, rememora con chispas en los ojos.
Arrancó el romance con todo y, típico de la edad, los jóvenes no se despegaban. “Pasamos juntos el centenario de la fundación de Mar del Plata -que se celebra cada 10 de febrero-, y como ella cumple años ese mismo día, fue una fecha que no me olvidé nunca. En mis dos matrimonios mis mujeres me preguntaban, ‘¿Cómo es que te acordás tanto el aniversario de Mar del Plata, y no sabés ni qué día nos conocimos?’”, cuenta Jorge y se adelanta a parte de la historia. “Nunca supieron por qué era, pero la realidad es que yo no me acordaba del aniversario de Mar del Plata sino del cumpleaños de Cristina”.
Comenzó el año escolar, ambos cursaban el último de la secundaria (él 6to.; ella 5to.), ese período en el que todos se sienten más adultos y con el derecho y la libertad de romper todas las reglas. “Me acuerdo que iba a buscarla a la mañana para acompañarla al colegio y todos los días llegaba tarde al mío. Entonces tenía que saltar un paredón o meterme por cualquier lado y a los preceptores los tenía podridos, me decían, ‘no te bancamos más’”, recuerda Jorge su sexto año de la secundaria. Hasta que el joven les explicó que estaba enamorado y era su forma de acompañar un ratito a su novia, lo que pareció ablandar el corazón de los celadores. “Me contestaron, ‘si es así, andá tranquilo, pero tratá de que no sea todos los días’”, relata con ternura. Cada mañana, se tomaba el 133 para buscar a su amada. “Lo esperaba con muchas ganas”, dice Cristina con la sonrisa dibujada. Luego combinaban, juntos, con el colectivo 172 -que va de Flores a Floresta- y la dejaba en Nuestra Señora de la Misericordia de Flores, un emblemático colegio de monjas. “Era la envidia de mis compañeras”, se ríe Cristina. Y así pasaron los meses, al ritmo de un amor que se afianzaba. “Estuvimos todo mi sexto año juntos; ella no fue a su fiesta de graduación para acompañarme a la mía”, explica él con tono de macho alfa.
El LARGO IMPASSE
Un día los enamorados fueron a jugar al bowling y “alguien vio que la nena fumaba”, dice Jorge con un dejo de resentimiento. Fue el fin: “El padre me llamó, me hizo ir a su casa con mi viejo, y nos dijo que como la hija fumaba y yo lo sabía, nos teníamos que casar”, relata con la misma incredulidad que experimentó hace 50 años. “¡Yo me quedé helado!”. Sobre modos de pensar hay tantos como personas, pero tampoco estaba muy claro el objetivo del gallego Antón, padre de la novia, “La quería casar con cualquiera”, se la juega Jorge, a lo que ella refuerza, “mi papá era bravo”, y luego de una pausa dice con la voz quebrada, “no sé si me quería”.
Don Valentín, el papá bonachón del novio, no podía creer lo que escuchaba, pero en complicidad con su hijo, puso su mejor cara de asombro y, junto a un exagerado “¡qué barbaridad!”, le prometió a Antón que hablaría con Jorgito para solucionar las cosas. “Salimos y mi viejo se cagaba de risa, me dijo, ‘¿Esto era? Yo pensé que la habías dejado embarazada’”, dijo con más alivio que preocupación. “Ojo, yo estaba totalmente enamorado de Cristina pero tenía 18 años, recién había ni terminado la escuela, tenía que entrar en la facultad, no tenía trabajo, no tenía nada…”, se justifica enumerando lo que sería la tradicional vida de un chico de su edad.
Ante la negativa de Jorge de casarse, “no por falta de amor, pero era muy joven”, el señor Antón “la empezó a volver loca y a perseguir” a su hija, y los adolescentes tuvieron que dejar de verse. “Hoy no hubiera sucedido”, aclara con pesar ella. Entonces, a finales de 1974, mientras el mundo veía la dimisión de Nixon tras el escándalo de Watergate, y en Argentina gobernaba Isabel luego de la muerte de Juan Domingo Perón, Jorge y Cristina se dieron su último beso, y se dijeron adiós. “Fue muy triste”, dicen al unísono.
“Estuvimos 35 años sin saber nada del otro, pero yo en realidad nunca me olvidé”, confiesa Jorge. Élse casó a los 23 años y tuvo 3 hijos. Pero no tiene un buen recuerdo de esa época: “Mi primer matrimonio fue desastroso. Cada vez que terminábamos de discutir, cerraba los ojos, miraba al cielo y pensaba, ‘qué distinta hubiera sido mi vida si me casaba con Cristina’. Lo recuerdo porque lo repetí un millón de veces, tantas como peleas he tenido”. Y se prepara para desempolvar una intimidad: “hasta alguna vez, en situaciones muy íntimas, mi ex me decía: ‘No te la podés sacar de la cabeza… hasta cuando cogemos me cambiás el nombre’. Y yo me quería morir porque no era a propósito, me superaba. Me ponía muy mal cuando me lo decía”, explica avergonzado. En 1995, casi al llegar a la crisis de los 40, la pareja se separó.
En el 2009, Jorge se había ido a vivir a Europa por trabajo y se volvió a casar. “A los 40 días de separarme, comencé esta nueva relación, que ya lleva 30 años”. Y así, con país nuevo y familia nueva en el Viejo Continente, un día recibió un mail. “¡Me escribió Cristina!”, exclama. El asombro fue aún mayor porque cuando los adolescentes se dejaron de hablar, Internet ni siquiera era un proyecto. Pero su novia de la adolescencia logró contactarlo: “teníamos amigos en común”. Cristina ya se había separado de su marido, con quien tuvo dos hijos, pero igual que Jorge, dice con gracia: “Convivencia me la llevé a marzo”.
La sorpresa fue linda y ahí comenzó un “inocente” intercambio de correos electrónicos entre los ex. “Eran muy esporádicos. Yo la saludaba para las fiestas y para cada oportunidad que había, pero del mismo modo que saludo a cien personas: para el Día de la Mujer, Pascuas, Navidad, Fin de Año…”, se justifica. Y continúa enumerando el “manual de excusas para entablar una conversación con cualquiera”. Hasta que ella se cuela en la charla: “La mayoría de las veces no le contestaba, o le respondía con un simple, ‘Gracias’”. Jorge recuerda riéndose, “Un día la saludé para el Día de la Mujer, y me contestó, ‘Gracias, igualmente’. Todo muy de memoria”. Todo, hasta este año…
EL REENCUENTRO
El 10 de febrero de 2024 llegó en el calendario un nuevo aniversario de la ciudad de Mar del Plata (los 150 años) y otro cumpleaños de Cristina, pero esta vez todo fue diferente. “Cuando le escribí para saludarla me contestó muy bien. Estuvimos mensajeandonos un rato largo, yo con cara de circunstancia, sentado casi al lado de mi mujer”, dice tapándose la boca, como si alguien nos pudiera escuchar. “Me dio su teléfono para que la siguiéramos por WhatsApp, y me invitó a una reunión de teología, unas ‘cosas’ que ella se junta a hacer los lunes”.
A partir de aquí los esfuerzos por demostrar inocencia son una constante. “Todo lo mío ha sido muy transparente, mis contraseñas las conoce todo el mundo, no tengo bloqueado el teléfono ni mi cuenta bancaria”, dice Jorge. Y reafirma, por si quedan dudas: “Nunca fui un pirata. Estuve meses en Europa, con coche 0km, con tiempo, con departamento, teniendo un sueldo de puta madre, y yo igual me iba a acostar a las diez de la noche. Me parecía una locura cualquier acto de infidelidad”. Al parecer, lo que hace un tiempo le resultaba descabellado, sucedía. “Y cuando fui esa primera vez -se refiere a una “ingenua” invitación de Cristina que luego describirá- mi hija me volvió loco a preguntas: ‘¿Y dónde fuiste?’, ‘¿Con quién estuviste?’, ‘¿De qué hablaron?’”. Ese interrogatorio hizo flaquear sus deseos. Después de todo, Jorge no se asume como infiel y está casado. “Dije ‘basta, yo no estoy acostumbrado a este tipo de presiones’”. Pero como bien sostenía Sigmund Freud, lo prohibido genera deseos. Y lo último pudo más. “Empezamos a hablar y no paramos de conectarnos todas las noches”, dice como quien confiesa un delito. El protagonista de la comunicación es el WhatsApp. “Chateamos sin parar cuando todos se van a dormir”, argumenta Cristina, y fusiona en el “todos” a su pareja, la pareja de su amante y los hijos de ambos. Jorge se autoincrimina y se desahoga a la vez: “Una cosa absolutamente incómoda, transgresora, adolescente… ¡pero es que tenemos un enganche...!”. Su mirada se pierde, busca la palabra justa, y la suelta: “terrorífico”.
La temperatura subió y los “amantes virtuales” decidieron dar un paso más. Jorge cambia el tono del relato, se vuelve a justificar como si estuviera en un estrado: “Hace poco nos citamos en una confitería. Estábamos hablando, ella apoyó las dos manos sobre la mesa... yo no estoy acostumbrado a estas cosas. Y me comió la boca. Me quedé sorprendidísimo. Mi vida no pasa por esos carriles, no tengo alma de pirata, nunca me pasó algo así”. Es un hombre que juega una pulseada con la culpa: “A Cristina la quiero muchísimo y me encuentro con el problema moral muy serio de que… (hace un largo silencio y la seriedad congela el aire) estoy casado”. Es increíble, pero las palabras se le traban: “Ella tiene pareja desde hace 11 años, pero esto es algo que nos supera a los dos, que pasa por otro lado. Y yo con mi mujer no ando a las patadas todo el día”. Por fin, se convierte en su propio juez y se responde solo: “A los ojos de terceros puede ser que seamos amantes. Y qué sé yo, a lo mejor lo somos”.
El discurso de Jorge es tan confuso como la neblina que habita en su mente hace meses, pero hay algo que sí tiene claro: “Esto me hizo volver a sentir que tiene sentido esperar la noche, no para mirar programas políticos nada más, sino para conectarme con Cristina”. Y aunque le cuesta admitirlo porque dice que los hombres de su generación, al menos en la superficie, “no andaban con sensiblerías”, apunta y dispara, “Siento que estoy enamorado, como si el tiempo no hubiera pasado. Y a ella le pasa lo mismo”. Jorge se anima a vaticinar: “Esto avanza aceleradamente”.
Mientras tanto, como cada noche desde hace unos meses, espera a que todos sueñen con los angelitos, se acomoda en la cama junto a su mujer, y hace lo que deseó durante todo el día: escribirle a Cristina, su mujer amante.