Hace un año, cuando le empezó a picar el bichito de probar suerte en Miami, Gonzalo no hablaba ni una palabra de inglés. En Trelew tenía a sus padres y un gimnasio con buena concurrencia, además de varios clientes a los que entrenaba en privado como personal trainer. Pero había terminado una relación de cinco años antes de la pandemia y sentía que nada lo ataba demasiado. Sus tíos y sus primos se habían instalado hacía tiempo en los Estados Unidos y le insistían con que fuera, al menos, a hacer la experiencia. “Te venís a casa y ves. Seguro vas a conseguir clientes enseguida, lo que vos hacés es igual en todas partes con la diferencia de que acá vas a ganar en dólares”, lo alentaba su prima.
En abril comenzó a tomar clases particulares con una profesora. Planeaba viajar seis meses después y lo hizo en noviembre. Con todos sus buenos oficios, no sabía decir mucho más que “Hello”, “Goodbye” y “Thank you” cuando se subió al avión de American que lo llevó a su nueva vida. En principio tenía pasaje abierto para regresar tres meses más tarde. La cosa era probar y no había mayores planes.
No había terminado de desarmar las valijas cuando su prima, que es organizadora de eventos, lo invitó a la fiesta de cumpleaños de su novio. La organizadora obviamente era ella, así que llegaron antes para armar el salón. Eran cerca de las 7 de la tarde y en el lugar los esperaba Brittany, una colega a la que la prima de Gonzalo había contratado para que la asistiera en el evento. “Gonzalo es mi primo, lo traje para que nos ayude a decorar, así que pedile lo que necesites”, dijo la prima, y los dejó solos.
La camaradería surgió rápido y sin traductores. Brittany no hablaba castellano y Gonzalo apenas si pescaba algo de inglés. Le pidió que hablara despacio y modulando, pero lograron hacerse entender por señas: “Fue la primera persona con la que tuve que sostener una conversación desde que llegué. Y estaba esa sensación rara de tratar de escuchar bien para no tener que estar preguntando todo el tiempo. A la vez ella era comprensiva y paciente frente a mis nervios”, cuenta él ahora a Infobae.
Fue bastante natural que cuando llegó el resto de los invitados ellos se quedaran charlando mientras ella dirigía el servicio. En su mejor spanglish, Gonzalo le contó que era buen cocinero. Ella le dijo que eso había que probarlo. El prometió un buen plato argentino. “Esa noche, cuando se fue, la acompañé hasta abajo, le pedí su teléfono y le dije que si estaba libre la invitaba a comer al día siguiente”, dice. Su prima justo se iba unos días afuera, así que tenían el departamento para ellos. Pensó en hacer milanesas, pero no encontró pan rallado ni el corte de carne que buscaba, así que se decidió por un pastel de papas.
Brittany llegó puntual y elogió el olor a comida casera. Otra vez, entenderse les pareció fácil pese a la barrera del idioma. “Como a mí me faltaba vocabulario, ella hablaba mucho más que yo. Yo contestaba muy poco, pero le prestaba toda mi atención. Creo que fue eso lo que hizo que nos empezáramos a comunicar de otra manera, con las miradas y los gestos, como tratando de ver cómo era el otro sin tantas palabras, demostrándonos qué cosas nos gustaban”, dice Gonzalo. Se dieron cuenta enseguida de que ellos estaban entre esas cosas.
Se contaron sus vidas recurriendo a todos los recursos gestuales que conocían. Brittany también venía de una relación larga que no terminó bien: cuando cortó con su ex vivía en Hawái y estaba tan triste que decidió mudarse y empezar todo de nuevo. Primero estuvo en Nueva York, después en Chicago y finalmente se instaló en Miami, aunque sin tener claro si sería su lugar de residencia definitiva. Había llegado hacía menos de un año y además de organizar eventos, trabajaba en yates. A veces se embarcaba tres días o una semana entera, no tenía nada que la atara a tierra.
Con Gonzalo volvió sentir las ganas de quedarse, a elegir los viajes más cortos y esperar con ansia el regreso para no dejar de verlo tanto tiempo. Los días juntos eran siempre geniales. A los dos les gustaba el deporte y era un plan descubrir Miami en bicicleta o en largas caminatas. Él había sido basquetbolista desde chico y ella era fanática del básquet –hincha fervorosa de los Denver Nuggets, el equipo de su ciudad natal–, así que también se divertían viendo los partidos en el estadio o por tele. Trataban de no engancharse tanto porque sabían que su historia tenía fecha de vencimiento: “En marzo yo tenía que volver a la Argentina, así que teníamos claro que había un deadline”.
Para enero la sola idea de separarse los desgarraba. Gonzalo comenzó a barajar otras posibilidades. Con una visa de turismo podía estirar su estadía hasta seis meses y no le estaba yendo nada mal como trainer. “La verdad es que te quiero y te quiero seguir conociendo –le dijo a Brittany entonces–. ¿Qué te parece si me quedo y vemos si esto que nos pasa sigue avanzando?”. En febrero se fue a vivir a la casa de ella. Más o menos por esos días empezaron a hablar de casarse.
Al principio era como un juego, una posibilidad de extender el tiempo juntos, algo que no les hacía más ilusión que la de evitar una despedida que no iban a poder dilatar mucho más. Al principio eran los papeles. “Pero para nosotros realmente era más que eso. Estábamos enamorados en serio y casarnos no era un trámite para ninguno de los dos –dice Gonzalo–. Empezamos a pensar que había gente que se casaba después de estar diez años en pareja y se separaba al año. Que aunque todos nos preguntaran si estábamos seguros, nuestro compromiso era el mismo. Y que, aunque nunca hay garantías, teníamos las mismas ganas que cualquier pareja de que lo nuestro durara para siempre”.
Gonzalo sabía que para Brittany la propuesta de casamiento era un momento importante. Habían decidido todo en una charla sin tanto romance y sentía que le debía eso a su novia. En secreto, compró el anillo y esperó el momento. Brittany le había regalado para San Valentín unas entradas para ir a ver el partido de los Denver contra Miami y le pareció la ocasión perfecta: “No se iba a esperar que la sorprendiera si la idea de los tickets había sido de ella”. Por un amigo de sus tiempos de basquetbolista contactó a un ex jugador del Miami que le pasó el contacto de alguien que trabajaba en el estadio de los Miami Heat. “El chico se llamaba George, me dijo: ‘Venite temprano que los vamos a sentar más adelante así la cámara los puede enfocar y le hacés el pedido de mano en vivo’”, cuenta Gonzalo.
No estuvo nervioso hasta esa tarde. Pero Brittany había tenido un día muy cargado en el trabajo y llegó con el tiempo justo. Se acercaba la hora del partido y Gonzalo sabía que iba a ser imposible cumplir con el primer pedido de George, llegar temprano. “Ella me decía, ‘Bueno, no te pongas tan inquieto, es sólo un partido, vamos a llegar bien’, pero por supuesto agarramos todo el tráfico de Miami así que fui todo el camino cortando clavos”, dice.
“George me mandaba mensajes preguntándome dónde estaba, yo no daba más –cuenta Gonzalo–. Cuando llegamos nos encontramos con un cacheo de detección de metales en la puerta. Yo tenía el anillo en el bolsillo, así que salí corriendo a otra puerta y le hice señas a un policía. Como no me entendía, le tiré la cajita con el anillo; recién ahí se dio cuenta y dejó de mirarme raro. La que tampoco entendía nada era Brittany. Menos cuando, ni bien nos sentamos, apareció George y me preguntó: ‘¿Vos sos Gonzalo? Vení conmigo que te ganaste unos asientos más abajo’. Ahí la que se puso nerviosa, casi incómoda, fue ella. Después me dijo que pensó que me habían reconocido como ex basquetbolista y por eso nos cambiaban los lugares”.
No llegaron ni a sentarse cuando la voz en off del locutor pidió un minuto. “Nos rodearon unas mascotas, personas disfrazadas de pájaros que la distraían mientras yo me ponía de rodillas. Ella me miraba desconcertada. ‘Dale –me dice uno de los pájaros–, es ahora’. Se llenó de cámaras y gente que nos sacaba fotos, pero nosotros ya estábamos en otro mundo. Ella dijo que sí y nos dimos un abrazo y un beso que quedaron filmados. Después nos hicieron repetir toda la escena para otra cámara, pero Brittany ya no pudo sacarse el anillo. Lo tiene puesto desde entonces”, se emociona Gonzalo.
Faltaba una sorpresa: Gonzalo le había dicho a Brittany que a la salida iban a comer algo solos por ahí, pero cuando llegaron al lugar los esperaban todos sus amigos para brindar con ellos. “No me dio pudor, quería regalarle a ella ese gesto. Que tuviera su fiesta de compromiso, poder contarle a todo el mundo cuánto nos queremos”, dice Gonzalo. En veinte días será la otra fiesta, la del casamiento, rodeados de todos ellos en una chacra en Key West con vista al lago. Los va a casar un amigo de Brittany y la organizadora de la boda es la prima de Gonzalo. Y todavía quedan más fiestas por delante, porque lo próximo será viajar a la Argentina para casarse también en Trelew con los amigos de él.
No lo puede creer cuando piensa que hace un año estaba apenas empezando a estudiar inglés: “Es algo que hablamos todas las noches. Enamorarnos fue como un curso acelerado. Brittany cree mucho en las energías y yo al principio no creía demasiado, pero empecé a ver cómo me había cambiado desde lo cotidiano la forma de ver toda mi vida. Me mostró que dependía de nosotros, que podíamos ser todos los días eso que nos gustaría. Y de pronto me encontré viviendo lo que ni siquiera había soñado, una fantasía, la posibilidad de hacernos bien para siempre”.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas