Otra vez milanesas al horno. Otra vez la conversación sobre la prima de su madre. Otra vez el ponerse de acuerdo sobre quién va a llevar el auto al mecánico. Otro par de medias perdidas, ¿en el lavarropas? Otra eterna pila de ropa en el lavadero. Otra vez el hartazgo abrumador de lo cotidiano. La misma calle a la hora de la siesta, el mismo almacén que compró hace años una pareja de chinos que siguen sin hablar español, los mismos vecinos envejeciendo según los peina el tiempo. ¿La magia y la sorpresa a dónde viajaron? ¿Dónde se escondieron? ¿O son bienes escasos y agotados? Sonia se sentía así, como esos hámsters dando vueltas enloquecidas en la pequeña rueda de la vida. Tan diminuta que ella al pasar rauda ya conocía cada destello de luz, cada granito de arena de su inmaculada pecera vidriada.
No hay muchas dudas sobre este tema: el aburrimiento y los problemas cotidianos suelen ser los peores enemigos para la subsistencia de una pareja.
Eso fue precisamente lo que le sucedió -no hace mucho tiempo- a Sonia y a Raúl (aunque él no se enteró de nada), quienes llevaban 23 años de casados y tenían a sus tres hijos en la facultad (mellizas de 22 y el menor de 20), cuando ella con 48 años empezó a sacudirse la modorra existencial. Y pasó lo que pasó. Algo que solo ella sabe, y que hoy contará sin revelar su nombre, porque es y será por siempre su secreto más íntimo.
¿Tranquilidad o aburrimiento?
Sonia conoció a Raúl por unas amigas del colegio. Él tenía un año más que ella y estaban en el mismo grupo de la parroquia del barrio. Compartían mates, guitarreadas, canciones religiosas, retiros espirituales y tenían la misma vocación de servicio al prójimo. No eran de los jóvenes que se pasaban las noches en los boliches, todo lo contrario. Organizaban colectas solidarias y participaban de las misiones al norte del país donde dormían en carpas y ayudaban a construir paredes, limpiar escuelas y hasta enseñaban un rudimentario inglés. Eran tal para cual. Sus familias se entendieron muy bien desde el comienzo y, un par de años después se casaron por civil y por la Iglesia.
Vivían austeramente, pero no pasaban necesidades. Eran la clásica pareja feliz. Jamás nadie los vio discutir.
Raúl había estudiado profesorado de historia y se dedicaba a dar clases en varios colegios. También impartía catequesis. Sonia había estudiado tres años de sociología en la UBA, pero terminó abandonando con la llegada de su tercer hijo. Los fueron matriculando en colegios parroquiales de la zona. El año se dividía en actividades escolares, fiestas familiares, voluntariados diversos y los veranos en la ciudad de Miramar donde los padres de Sonia tenían una casa. La herencia sorpresiva de una tía abuela se había derramado sobre ellos y, con la ayuda de ese dinero, Sonia y Raúl pudieron comprar la casa que alquilaban en San Fernando.
Después de tantos años enmarcados dentro de la maternidad, la religión y la vida intramuros, Sonia se sentía un poco un robot deambulando por su casa. Cocinaba, lavaba, limpiaba, hacía las tareas con los chicos, ayudaba al prójimo. Pero casi no tenía tiempo para salir con Raúl a solas ni para pensar si hacía algo por ella misma. Tenía la vida tan llena que se sentía vacía.
“No lo admitía, pero estaba aburrida. Me sentía como adormecida. Cada día era un letargo. Tenía miedo de pensar mucho y vivía sobreagendada. Extrañaba cierta adrenalina, algo que me despertara a la mañana y deseara con muchas ganas llevar a cabo. No sé si me había olvidado de vivir (se ríe) como decía una antigua canción que escuchaba mi vieja de Julio Iglesias, o era que yo misma me había fabricado ese tupper donde vegetaba al resguardo de todo. Nadie lo notaba, solo era el run run run de mi cabeza. Intentaba no pensar y seguía adelante. Estaba segura de que a todas mis amigas, que habían dejado de trabajar para atender a sus familias, les pasaba lo mismo. Pero ni siquiera se me ocurrió sacar el tema con ellas. No quería exponerme. Nadie me había aconsejado seguir estudiando y haciendo cosas por mí para evitar esa fea sensación de que la vida te pasa por al lado y vos no la protagonizás. Solita me había construido mi placentero y tranquilo corral. La única actividad propia que mantenía era un voluntariado en el colegio de los chicos, dos tardes a la semana. Pero mis hijos se habían graduado y ya ni eso era entretenido”.
Pequeño gran cambio
Un día, una amiga soltera de Sonia, quien era terapeuta para niños con capacidades diferentes, le contó que iba a dejar su trabajo part time en un consultorio en el centro de la ciudad de Buenos Aires, porque le había salido una oportunidad en el exterior y la quería aprovechar. Tendría que cuidar y monitorear la terapia de unos trillizos de padres argentinos que habían nacido con pequeños problemas neurológicos en Canadá. Era lejos, en invierno hacía demasiado frío, pero era una buena oportunidad para ahorrar y conocer otra cultura. Sonia la felicitó por la noticia y le dijo, un poco nerviosa, que lo iba a pensar. Lo conversó con Raúl y, luego de un par de noches de darle vueltas al tema en su cabeza, decidió aceptar el puesto que su amiga dejaba vacante. Ayudaría a la economía hogareña, sus hijos ya estaban grandes y el voluntariado había cumplido su ciclo. Todo cerraba.
Sonia tenía unos 46 años cuando concurrió a la entrevista con dos médicos en un céntrico consultorio porteño. Uno, era un importante cirujano estético; la otra, una doctora especialista en fertilidad. Quedó seleccionada. El trabajo era por las tardes porque, por las mañanas, los doctores operaban y trabajaban en hospitales y clínicas.
El cambio de actividades, al principio, la puso nerviosa. Tenía que poner fechas de cirugías, combinar con los sanatorios y llevar con prolijidad los papeles y las indicaciones de los prequirúrgicos. Aprendió rápido con la ayuda de su amiga y estaba conforme porque la trataban muy bien. Era un ámbito muy diferente al escolar, silencioso y previsible. Tomó por costumbre salir con mucho tiempo, no podía llegar tarde y dejar a los pacientes esperando en la puerta. Ella era la encargada de abrir el consultorio y de ponerlo en marcha. Compartía tareas con una joven recepcionista que estaba a su cargo. Se bajaba del tren en Retiro y caminaba hasta el consultorio en la Plaza San Martín. Era en un edificio antiguo, de impactantes mármoles y techos infinitos. Fue recorriendo ese trayecto a pié que se topó con un bar tranquilo y simpático con mesitas en la vereda. Primero paró a tomar café y se fue animando a salir más temprano para pasar más tiempo ahí, antes de entrar a su trabajo. Tomó por costumbre almorzar algo ligero en ese lugar: un buen tostado, un café con leche, una medialuna con jamón y queso o una tarta de zapallitos. Leía el diario y llegaba puntual a su trabajo. Estaba feliz de estar haciendo una vida distinta, de tener otra rutina. Ese café se transformó en su momento propio de tranquilidad: para leer un nuevo libro, para hablar con sus amigas por teléfono, para organizar su agenda hogareña que incluía electricistas, plomeros, reclamos de sus hijos y pedidos de su marido. Siempre la misma mesa, siempre los mismos mozos. “Soy una mujer de costumbres (se ríe). Pero por primera vez, en ese café, sentí que volvía a tener un pedacito del día para mí”, confiesa, “Hasta ese momento jamás me había planteado que pudiera necesitar tener espacios propios. Me di cuenta enseguida de que lo disfrutaba como loca. Raúl seguía con sus clases, yendo y viniendo, solo nos veíamos a la noche cuando llegábamos muertos de cansancio, yo me ponía a cocinar y a organizar la casa y él se ocupaba del jardín y las cuentas. Funcionábamos como un reloj”.
Una cara nueva
Fue al verano siguiente que un día Sonia descubrió una cara nueva en el bar. El mozo de siempre estaba de vacaciones y, en su lugar, habían tomado a un joven de 25 años con acento latinoamericano. Leandro se llamaba.
Un día le dijo que era de Colombia, otro que soñaba con estudiar medicina y, corriendo las semanas, Sonia ya sabía su historia completa: tenía un hermano mayor, Álvaro, músico, con quien había llegado de Colombia con la idea de trabajar y estudiar. Leandro decía que quería progresar y darle el gusto a sus padres de volver convertido en profesional, que le gustaría ser cardiólogo porque su abuela había muerto de un infarto. Le contó de la dura vida que habían tenido en una localidad rural cercana a Bogotá. Sonia con su costado natural solidario enseguida se interesó por él y por cómo vivía. Se enteró de que habían alquilado un departamento de dos ambientes en Barracas, en un edificio medio desvencijado, y que el hermano de Leandro tenía una malformación cardíaca menor, que en algún momento debería subsanar. Sonia reparó que ese detalle de salud de su hermano también podría haber disparado la vocación de Leandro. Enseguida lo contactó con un médico residente en un excelente hospital que ella había conocido por su nuevo empleo. La idea era que lo guiara un poco sobre su deseo de estudiar medicina. Sonia y Leandro intercambiaron teléfonos y el contacto por WhatsApp se volvió fluido.
Cuando el mozo original volvió de sus vacaciones, ellos siguieron conversando. Sonia le sugirió alternativas laborales y lo alentó a que se anotara para poder ingresar en la facultad. A Álvaro, si bien no lo conocía, también le consiguió un contacto con el mundo musical.
Leandro cambió de trabajo bastante rápido, pero las charlas continuaron. Una cosa llevó a la otra y Leandro, en agradecimiento, un día la invitó a comer con Álvaro al departamento que alquilaban. Le dijo que le harían una comida típica: “...arepas, plátano frito y sancocho de pescado. Y algunas cosas que no recuerdo el nombre”, recuerda Sonia.
Sonia le contó a Raúl que tenía una invitación de unos hermanos latinoamericanos a los que había ayudado y fue feliz al encuentro.
Lo pasó muy bien con esos jóvenes encantadores que tenían pocos años más que sus hijos.
Un paso de más
Sonia siguió yendo al café, pero con Leandro se encontraba a la salida del trabajo de ambos. Ahora él manejaba un par de kioscos. Una vez por semana, algunas veces dos, se veían. Un día de esos, Sonia cree que fue un martes, Leandro dio un paso atrevido. Le mandó un mensaje de voz por WhatsApp. Le dijo que precisaba verla porque tenía que decirle algo. Sonia ya se había dado cuenta de que Leandro le despertaba algo sexual que tenía dormido, un cosquilleo en el estómago, “pero yo estaba entrenada para ser imperturbable e ignorar esas emociones”, reconoce.
Esa tarde la relación se saldría de los carriles previsibles.
Después de sus respectivos trabajos, fueron a un cafecito perdido cerca del Parque Lezama. No había nadie, eran casi las ocho de la noche. Leandro eligió sentarse en el rincón más apartado y oscuro. Fue entonces que le vomitó todo con dulzura colombiana: “Creo que me enamoré”. Se lo dijo así de simple, con ese cantito, ingenuo y sincero. De ella. Eso no lo dijo, pero era obvio. A Sonia se le aflojaron las piernas, el juego con sus cosquillas había terminado. Ahora “eso” que sentían ambos estaba puesto sobre la mesa. El corazón latía al lado de la taza de café. Sonia casi que podía verlo rebotando luminoso en la oscuridad.
“Me sorprendí dándome todos los permisos que jamás había pensado otorgarme. Me sorprendí preguntándome por qué no, por qué dejarlo pasar, por qué no vivirlo. Lo resolví en un segundo. Quizá mi cuerpo ya lo tenía decidido. Pero ese día mandó la piel, no el cerebro. Viviría lo que fuera y nadie lo sabría. No tenía por qué tirar por la borda todo… pensaba con rapidez. ¿Podría permitirme vivir lo que me atravesaba? ¿Si me enamoraba y me daba la loca por hacer cualquier cosa? Si lo dejaba pasar, ¿me lo perdonaría? No quería reprimir mis ganas. Esas ganas locas que chocaban con mi formación, el amor a mi familia, la lealtad a mi marido y mi educación católica”, cuenta.
Esa noche inventó una excusa con una amiga deprimida y, en vez de volver a su casa, se quedó en el departamento de Leandro que había tenido la precaución de expulsar por 24 horas a su hermano. Sonia ardió en el infierno de sus propios pecados sin demasiada culpa.
Leandro no pedía nada. Solo daba caricias. Sonia no hablaba porque no tenía nada que decir. Sabía que estaba dejando afuera sus convicciones de siempre para dejarse llevar por la lujuria.
Todo tiene un final
“Fue una etapa breve, pero llena de adrenalina, miedos mortales y mucha pasión. Me sentía de veinte años pero tenía 48. Salvo esas ocasionales incursiones a su departamento, yo seguía yendo al bar de siempre por mi café y volviendo a mi casa con una sonrisa. Todo seguía igual, pero para mí tenía mejor sabor. No sé cómo explicarlo, y aunque parezca increíble, no experimenté culpa. Sí tenía temor de que me descubrieran, pero no culpa. No sé dónde había metido todos los mandamientos religiosos y mis principios inclaudicables”, reconoce.
Sonia supo desde el comienzo que esa relación tendría un final: “No puedo decir que estaba enamorada porque mentiría. Lo quise mucho y esa relación me llenaba de energía. Me despertó de un profundo momento de abulia en mi vida. Pero, luego de un tiempo, empecé a darme cuenta de que ya estaba. Leandro tendría que vivir su vida con alguien de su edad, yo no quería separarme ni dejar mi propia existencia para vivir en un dos ambientes para empezar de nuevo con alguien tan joven. Claramente no era amor, era otra cosa. Era alegría clandestina, pasión sorpresiva. Pero tenía que cortarla para no dañar a Leandro, ni a mi marido ni a mis hijos. Fue una decisión difícil de tomar, porque yo disfrutaba de su compañía. Pero ya iban varios meses y debía hacer algo. La doble vida podía terminar por explotar en mis manos y hacer volar todo por los aires. Una noche lo encaré y charlamos a fondo. Entendió y creo que se sintió aliviado. Él tampoco se imaginaba la vida conmigo. Una mujer grande, con hijos y un standard de vida más alto que el que él podía mantener. Esa es la verdad. Habíamos sido buenos bastones el uno para el otro. Nos habíamos ayudado. Ya estaba. Teníamos que aprovechar que todavía podíamos salir de escena indemnes, sin lastimar a nadie. Así fue. Una despedida sin dramas, pero cariñosa. Un hasta siempre, pero sin ninguna promesa de nada. Él se encaminaría a ser médico con un poco de suerte y yo volvería a mi rutina que ahora veía desde otra perspectiva”.
Sonia volvió a lo que nunca había dejado: su casa, el bar, el consultorio. Nunca, hasta la fecha de esta nota, volvió a hablar con Leandro. Y admite que experimentó otra curiosa emoción: “No extrañé nada lo vivido. Lo había pasado súper, pero ya estaba. Raúl estaba ahí, era mi bastión como siempre, lo amaba y yo era la misma, pero estaba más contenta con mi vida que antes de la aventura con Leandro. No sé si tiene explicación, pero el romance no hizo más que confirmarme lo que deseaba para mi vida. La tranquilidad no tiene precio e ir con Raúl por la calle de la mano tampoco. Jamás se lo conté a nadie hasta hoy porque sé que me juzgarían y no me entenderían. No es políticamente correcto lo que digo y creo que ni mis mejores amigas lo comprenderían. Lo que sí cambió definitivamente fue mi propia mirada sobre la infidelidad. Había concretado algo prohibido para mi concepción de la pareja, pero no lo sentí pecaminoso. Me sirvió como una experiencia para reafirmar lo que deseaba, pero te admito que desde esa época dejé de confesarme. Hoy considero que la confesión es una tontería. ¿Qué le voy a decir al cura? ¿Me va a mandar a rezar tres Ave María y un Padre Nuestro y ya está? Además, no estoy arrepentida, estoy convencida de que hice lo que sentía en ese momento y, por suerte, sin lastimar a nadie. Hoy soy más feliz que antes, sin dudas ni fantasmas que me digan al oído lo que podría estar perdiéndome. ¿Qué le diría a alguien si tuviera que darle un consejo cuando forma una pareja? Que siga haciendo cosas para sí, que se guarde un pedacito del día, que no postergue sus deseos de formación ni de trabajo. La autoestima y tener proyectos es fundamental para no terminar fantaseando con que el mundo, allá afuera de casa, siempre es mejor”.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas