Dice Mariángeles que él era el tipo de hombre que jamás hubiera mirado. Sin embargo, fue su cuerpo el que la traicionó porque, la primera vez que lo vio aparecer por el juzgado donde trabajaban, se descontroló. “Mi corazón se aceleró imparable y mi cuerpo temblaba”, recuerda con una sonrisa.
El hombre en cuestión le llevaba 13 años. Era casado, sin hijos, y sumamente serio. Para colmo era el juez del tribunal donde ella acababa de entrar como oficial de justicia. Separada, con un hijo, ella venía de remar una relación sentimental imposible.
Mariángeles quiso contarnos su historia de amor, esta donde el músculo cardíaco dio las primeras señales de que algo profundo les ocurría, mucho antes de que sus cerebros pudieran procesar que se estaba gestando un enamoramiento.
Taquicardia delatora
Mariángeles (48) nació en Dolores, provincia de Buenos Aires en 1974 y estudió Derecho en Mar del Plata. Trabajó un tiempo en el área de tarjetas de crédito de un banco internacional y a los 24 años se casó con un compañero de la facultad. Poco tiempo después nació Francisco, quien hoy tiene 24 años y estudia ingeniería. La cosa no funcionó y cuatro años más tarde la pareja se separó.
Mariángeles siguió trabajando en el mundo privado, pero deseaba entrar en la Justicia en busca de estabilidad económica y algún futuro profesional diferente. Después de algunos intentos logró ingresar a un tribunal que iba a arrancar desde cero.
Fue increíble y dramático porque el juez que la había tomado murió de un infarto cuando volvía de ser designado. Mariángeles ya estaba nombrada así que en su primer día de trabajo, cuando llegó el nuevo juez, “me confundí y pensé que era otro compañero del tribunal porque se comportó de una manera muy humilde”.
Marcelo, así se llama el magistrado, tenía 50 años y Mariángeles 38: “No era ni por casualidad el prototipo de los hombres que me habían gustado siempre hasta ese momento. Ese día me enteré quién era cuando volvió a bajar para saludar y presentarse. Al verlo sentí inmediatamente un frío que me corría por la espalda. Jamás me había pasado algo así en mi vida. Lo atribuí al susto de tener un nuevo jefe. Pero, al día siguiente, cuando él volvió muy correcto a saludar por la mañana, otra vez me dio algo en el cuerpo. Taquicardia a pleno. Pensé asustada ¿qué miércoles me pasa? ¿Qué es esto?”. Eran sensaciones físicas, palpables. Solo eso.
“Él iba siempre muy cara de culo (se ríe y aclara que es mal hablada). Nunca me decía nada. Yo soy todo lo contrario, muy charlatana. Entonces el secretario me hacía ir a mí a firmar los cheques laborales y me decía: Andá vos que le conversás. Y ¿sabés? Me di cuenta de que él se ponía contento cuando me veía. Yo sentía buena onda aunque todos pensaran que era tan pero tan serio”, confiesa.
Era septiembre del año 2012. Y sus cuerpos siguieron delatando emociones. Corazón con latidos de más, miradas nuevas, sensaciones desconocidas. Pero cero palabras que no tuvieran que ver con el ámbito laboral.
Fue en enero del 2013, durante la feria judicial, que Marcelo se fue de viaje con su mujer a los Estados Unidos.
“Enero para mí fue terrible. En esa época no tenías habitualmente el contacto telefónico de los jueces, no podías ubicarlo para preguntar algo. El tribunal era muy nuevo y usábamos carpetas compartidas. Tomé un modelo que él tenía para trabajar y me dijeron que antes debía preguntarle. Ahí me pasaron un celular y le mandé un mensaje formal pidiéndole autorización para hacerlo. No me contestó. Dije bueno, no toco nada porque este tipo no me responde”, cuenta divertida.
Teléfonos equivocados
Cuando Marcelo regresó de su viaje y entró a su despacho, Mariángeles quiso cubrir sus espaldas y fue a verlo: sacó el tema de las carpetas compartidas.
“Lo primero que hice fue decirle que le había mandado un mensaje, pero que nunca había recibido una contestación. Él me sorprendió con su respuesta: ‘Yo también también te mandé un mensaje para decirte Feliz Navidad y tampoco contestaste’. ¡Los dos nos habíamos mandado mensajes, pero teníamos mal los teléfonos! ¿Podés creer? Se ve que los dos sentíamos cosas que no podíamos reconocer. Ese mismo día intercambiamos bien los teléfonos y al siguiente me mandó un mensaje diciéndome que tenía que hablar conmigo, pero después de salir del trabajo. Me asusté. Pensé ¿qué habré hecho mal? Otra vez no podía dominar los latidos de mi corazón. Se me salía del pecho. Nos encontramos después del horario de tribunales en un café, en la esquina. Fui pensando que me iba a llevar algún reto, aunque reconozco que me sonó raro que me fuera a decir algo justo un viernes. Creo que fue el 15 de febrero de 2013. No me terminé de sentar que me lanzó sin dar vueltas: -Vos te das cuenta de lo que nos está pasando ¿no? Le respondí sorprendida -Pero cómo… ¿A vos te pasa lo mismo que a mí? El tipo nunca me había dicho nada de nada. Yo no tenía idea de que a él también se le desbocaba el corazón. Nos sentamos a hablar de la vida. Me contó que era del año 1961 y de la ciudad de Balcarce, que estaba casado desde hacía 16 años, que era su segundo matrimonio, que con la primera mujer había estado 13 años, que no había tenido hijos con ninguna de las dos y que le habían dicho, por unos estudios que se había hecho, que él era infértil. Yo le conté mi vida. Estuvimos unas tres horas conversando. Tuvimos una conexión impresionante. Nos costó irnos del café porque queríamos seguir hablando, estando juntos”.
De cafés y romances
Después de ese café en la esquina del tribunal, Mariángeles pasó un fin de semana sumamente angustiada: “Era una sensación horrible porque yo sabía que era un hombre casado. Era imposible pensar en nada. Cuando el lunes llegué al trabajo, él me escribió para preguntarme si esa tarde podíamos vernos para tomar otro café. Yo estaba preocupada y le dije que eso se terminaba ahí, que no quería saber nada más. Era una persona comprometida. Él insistió en que tomáramos otro café y conversáramos. Terminé accediendo y, al final, ese día arrancó la historia de amor. Terminamos juntos y nunca más nos separamos”.
La realidad fue más difícil que esa frase de final feliz que Mariángeles acaba de pronunciar. Porque en el medio hubo indecisiones, alejamientos y reclamos.
“Estuvimos un año sin que nadie del trabajo supiera lo que nos pasaba. Seis meses después de empezar a salir, lo trasladaron como juez subrogante a Olavarría y su mujer se quedó en Mar del Plata. Yo imaginaba que era la situación típica donde él no se iba a separar jamás y yo iba a seguir siendo la ilegal. Él todo el tiempo me decía que quería tener hijos conmigo y que, cuando se separara, podíamos intentar una inseminación artificial porque el espermograma no le daba bien. Prometía y prometía, pero no daba el paso, no tomaba ninguna decisión. Cada dos meses yo hacía el intento de dejarlo, pero volvíamos. A fin de año, me cansé de esa relación clandestina. En la Navidad del 2013, lo dejé. Esa Navidad fue muy triste. La pasé sola y llorando con una amiga. ¡Encima cumplo años en Nochebuena! Otra amiga mía, mucho más grande que yo y que vive en España, me dijo que tenía que relajarme, que lo esperara un poco más, que las cosas no eran blancas o negras, que ya se iba a separar, que tuviera paciencia”.
Mariángeles, entre lágrimas, la pudo escuchar y le hizo caso.
Una noticia inesperada
No fue mucho después que Marcelo dio el primer paso que ella tanto deseaba. En enero de 2014 dejó su casa y se fue a vivir solo a un departamento que le prestó una hermana.
“Todo era un lío. El divorcio, mis celos… Pobre Marcelo tenía un montón de quilombos que yo no entendía en ese momento. Él seguía trabajando en Olavarría, iba y venía, y yo estaba siempre en Mar de Plata. Era como un noviazgo. Empezamos a pensar que nos haría bien hacer un viaje juntos. En la feria de invierno podíamos irnos a Italia, a conocer Venecia y Verona, y a la vuelta del viaje intentaríamos hacer la inseminación para tener hijos. En abril no me indispuse. Me sorprendí y corrí a hacerme un Evatest que me dio negativo. A los días, como seguía sin venirme, fui a la ginecóloga y le dije que creía que podía estar con una menopausia precoz. Ella me pidió un análisis de sangre para saber qué pasaba. Lo hice ese mismo día y quince horas después tuve el resultado: beta positivo. No entendí qué era eso y la llamé por teléfono para preguntarle qué quería decir. Me dijo: “eso quiere decir que estás embarazada”. Yo empecé a explicarle que no podía ser, pero ella insistió en que estaba recontra embarazada. Ahí empezó un calvario porque cuando le conté a Marcelo, él se quedó mudo. No me hablaba. Había quedado como bloqueado ante la noticia, en absoluto shock. No se lo esperaba. Yo ya conocía a su hermana y a sus padres, todo era una relación normal, pero él fue como que se ausentó del susto que tenía. Me deprimí porque él me acompañó poco en esa primera etapa. Después supe que pasaban otras cosas que lo tenían mal. Al mismo tiempo estaba acompañando a su ex que tenía que enfrentar una seria operación, pero yo no lo sabía. Creo que Marcelo se sentía como acorralado entre las dos”.
Multiplicar por dos
El embarazo de Renata (hoy 8 años) llegó a término y nació, en 2015, con bajo peso: 2,2 kg. Marcelo participó de la cesárea y se involucró. Las cosas parecieron encarrilarse, pero los conflictos subyacentes por la separación seguían. Mariángeles sentía que “era la mala que le había querido encajar un hijo”. Las cosas escalaron hasta tal punto que un día enojada ella le dijo que si tenía dudas le hiciera un ADN a su hija. Por supuesto, nunca lo hizo.
“Vivíamos juntos, pero una noche me enteré de que su ex había ido a verlo a donde trabajaba. Yo le reclamaba y él me seguía pidiendo, ante todo, paciencia. Me decía que nada era como yo creía. Yo estaba mal, en medio de una depresión posparto. Había que darle la teta a Renata y no reaccionaba. Terminé consultando con un psiquiatra y así mejoré rápidamente. Al mes del alta, ¡volví a quedar embarazada!”, cuenta con felicidad.
Pero no era sencillo. Hacía solo cuatro meses que había tenido a Renata por cesárea y tenía todavía una infección en la herida.
Avanzado un poco el nuevo embarazo, un día mientras desayunaban, Mariángeles tuvo una gran hemorragia. Asustados fueron a una guardia: “El médico me dijo que seguro iba a perder a ese bebé, que volviera el lunes para hacerme el raspaje. Decidimos cambiar inmediatamente de clínica. Otro profesional nos explicó algo distinto. Que el saco gestacional estaba mal ubicado y por eso había sido la pérdida, que le diera tiempo al embarazo a ver si se colocaba bien. ¡Todo en mi vida era darle tiempo a las cosas! Empecé a ir todas las semanas a control. El saco iba subiendo de a poco hasta que llegó a ubicarse en el lugar correcto en el útero. Benito nació perfectamente bien (hoy tiene 7 años) y la familia se completó”.
Mariángeles había tenido dos cesáreas demasiado seguidas. Así que decidieron que por los riesgos y por sus edades, no tendrían más hijos. La familia sería una familia tipo, de cuatro.
Salvador y Mimi, los padres de Marcelo eran muy grandes cuando nacieron sus nietos, tenían 90 y 84 años: “Para ellos nuestros hijos fueron una bendición. Cuando nació Benito, Mimi me dijo: “Ahora me puedo morir en paz”. Falleció ocho meses después. Mi suegro murió a los 93 y Benito era su segundo nombre. Mis padres aman a Marcelo. Mamá fue de las que más lo defendía y me decía: Entendelo. Menos mal que lo hice, porque ahora somos una familia feliz”.
El futuro juntos, pero sin casamiento
“Marcelo está mucho afuera porque es juez subrogante. Ahora, durante la semana, vive en Azul. En Mar del Plata yo no tenía familia y ya no estaban los padres de Marcelo. Así que pedí un traslado de trabajo a Dolores, donde vive mi familia, y alquilamos una casa a dos cuadras de la de ellos. Marcelo viene los jueves, teletrabaja los viernes y se va los domingos. ¡Lo extrañamos mucho! Me gustaría que tengamos una rutina de pasar más tiempo los cuatro juntos. En Mar del Plata quedó nuestro departamento. Francisco, mi hijo mayor vive allá. Los fines de semana viene a visitarnos o, a veces, vamos nosotros. ¿Casarnos? ¡No me quiero casar! Él ya se casó dos veces y ¡mirá! Yo también me casé una vez. ¿Para qué eso de casarse? Me da miedo de que se arruine todo. No hace falta. Por ahí cuando seamos muy viejitos…”, confiesa con una sonrisa y agrega, “Marcelo es mi gran compañero de ruta. Es una relación complementaria: él tiene la templanza, la paciencia, la madurez. Yo aporto la alegría. Soy la desestructura, la que patea el tablero. Se divierte mucho conmigo. Es mi perfecto complemento y tenemos una gran química. No haría nada distinto de lo que hice en mi vida porque no habríamos llegado a este lugar. Muchos creían que no íbamos a durar, no nos ponían ni una ficha, pero nosotros nos seguimos eligiendo cada día. La pasamos muy bien juntos y con los chicos. Renata salió igual a él físicamente, pero tiene mi manera de ser y también lo desarma”.
Hoy Marcelo tiene 62; Mariángeles cumplirá en unos días 49. Llevan 11 años de convivencia. Marcelo fue padre por primera vez a los 53 años y disfruta de dos hijos que nunca creyó que iba a tener: “Muchas veces me saca el tema sobre y me dice cómo le cambió la vida. Él se había dedicado a estudiar, a hacer doctorados y era esquemático. Aparecí yo y ¡lo humanicé! Le quité ese robot que llevaba puesto y ahora tiene que estar al tanto de colegios, tareas escolares y temas de chicos”, dice Mariángeles y se ríe a carcajadas. “Pensar que su mamá estaba angustiada porque creía que él se iba a quedar solo, sin hijos. Por suerte sus padres pudieron llegar a ver que no fue así”.
Queda claro que el cuerpo tiene voz propia. Si no pregúntenle a Mariángeles y a Marcelo. Sus corazones galopando desbocados entre las costillas, cuando ni siquiera sabían quién era el otro, hicieron tanto ruido que lograron ser escuchados. De otra forma, no hubieran llegado hasta aquí.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas