Si algo tiene de característico la muerte no solo son las lágrimas que hace derramar, quizá su peor rasgo distintivo sea su sentencia de eternidad. Esa sensación de chocar contra una pared perpetua, que lo impedirá todo de ahí en más. Un muro que no solo será definitivo para los decires del amor, sino también para los otros decires, los de los reproches y los reclamos. Y ni qué decir para los descubrimientos tardíos. Lo que no se dijo ya no se puede declarar y no hay a quién endosarle enojos póstumos. Gritos al vacío. Arañazos al aire que deshilachan sentimientos contradictorios. Amor hirviendo en una pócima de malas hierbas.
Vamos a esta historia donde los componentes negativos de la pareja salieron a la luz, justamente, luego de la muerte intempestiva de uno de sus integrantes, desatando una tormenta que transformó las lágrimas en un tsunami y la nostalgia en furioso huracán.
Por supuesto, Lucía cuenta su tragedia en completo anonimato y cuando ya, pisando los 78 años, se siente de regreso en el camino de su vida.
La etapa perfecta (o creerlo así)
Se conocieron en un cumpleaños cuando los dos tenían 49 años. Ella venía de divorciarse de un mujeriego empedernido con el que no había podido tener hijos. Ya estaba resignada a no criar a nadie y se había autoconvencido de que era lo mejor que podría haberle pasado. Dos perros, un labrador y un pastor inglés, eran más que suficiente para llenar su vida. Mario había dejado una aburrida relación de casi dos décadas con su mujer con la que había tenido dos hijos varones que ya vivían solos.
Se cayeron bien. Estaban sentados, de casualidad, uno junto al otro, y sus rodillas se chocaban cada tanto. Se rieron mucho e intercambiaron teléfonos. Volvieron a verse a los pocos días en un bar. Congeniaron. No habían pasado ni tres meses cuando se fueron a vivir juntos.
Lucía y Mario trabajaban muchas horas. Ella, licenciada en psicología, se dedicaba a dar cursos sobre relaciones familiares y problemáticas con hijos adolescentes. Curiosamente, algo que no había logrado construir en su vida real. Lo que había estudiado no lo había podido experimentar en su día a día, pero la teoría se le daba bien. Él, era un experto en inversiones y finanzas. Ganaban los dos bastante dinero y no pasaban ningún apremio.
Un año después Lucía compró, con parte de su herencia paterna, un PH que renovó a todo trapo y puso a nombre de los dos. Quien mejor que él para heredarla, si es que algo pasaba, a que lo hicieran sus sobrinos. Mario aportó a la pareja el auto importado último modelo y se dedicó a seguir invirtiendo en acciones, plazos fijos y bonos. Lucía le confió a él todo su dinero para que se lo manejara con su pericia.
Viajaban varias veces al año, comían afuera en buenos lugares, compraban lo que les daba la gana. “A él la plata le importaba más que a mí. Yo me contentaba con saber que podía viajar a playas increíbles o irnos a pasear por Londres o París. Y, por supuesto, yo quería seguir haciendo mis cursos de especialización en alguna ciudad del exterior. A Mario le gustaba hablar de grandes cifras. Yo no sabía en qué invertía, pero notaba que no íbamos a tener problemas financieros. Mario no opinaba sobre mis gastos y yo siempre fui transparente con todo lo que tenía y había heredado. Le dí todo mi capital con total confianza porque sabía invertir y era mi marido. Pero Mario de lo suyo nunca te decía exactamente qué tenía y qué no. Como yo venía de un matrimonio con un tipo fatal, al que solo le importaban las mujeres y que nunca me había sido fiel y que era capaz de gastar hasta lo que no tenía, pensé que esta vez había hecho las cosas bien. Y no lo quería arruinar con preguntas que podían ser humillantes. Alguna vez me tenté con preguntarle cuánto exactamente ganaba, pero no me animé. Me contenté pensando en que la pareja ideal no existe. Estaba enamorada y con Mario había logrado una vida estable emocionalmente y me sentía valorada como mujer. No era amarrete para nada, pero hoy creo que es obvio que descansaba mucho en mis ingresos y que las inversiones eran básicamente con mi dinero”.
Cuando cumplieron año y medio de convivencia decidieron casarse. Hicieron fiesta y ella se puso un vestido claro: “Blanco no daba a nuestra edad”, se ríe Lucía. Un cura les otorgó una bendición.
Fue feliz durante once años exactos.
El sacudón del cuore
Era un lunes muy temprano cuando sonó su teléfono en un hotel de Vitacura, en Santiago de Chile. Era el hijo mayor de Mario para decirle que su padre, o sea su marido, estaba internado en la unidad coronaria de un renombrado sanatorio porteño. Lo habían encontrado desmayado en el piso de su cuarto esa misma mañana luego de que no pasara a buscar a su hijo a la hora convenida. Los médicos dijeron que había tenido un infarto y que era una suerte que estuviera vivo. Lucía se fue directo al aeropuerto. Voló aterrada. Se reprochaba haberse quedado el fin de semana para disfrutar de compras y de amigas. Tendría que haberse vuelto el viernes, después del curso. Si hubiese estado en Buenos Aires, capaz que ella lo hubiera llevado a tiempo al sanatorio y habría mejor pronóstico. Se recriminaba en silencio mientras la azafata le sacaba la bandeja con la comida sin tocar. No quería llorar en público, pero sentía el clásico nudo en la garganta a punto de estallar. Estar flotando en el aire sin saber si Mario aguantaría hasta que ella llegara era una pesadilla que jamás había pensado. Aguantá Mario, aguantá, rezaba moviendo los labios calladamente.
En aeroparque se subió a un taxi y fue directo a la terapia. Lo encontró dormido y lleno de tubos y cables. Los pitidos insoportables de las máquinas le perforaban los oídos y los nervios. El médico de turno le explicó que estaba sedado, porque además del infarto había tenido un pequeño ACV.
Esa noche en su casa, en su canchero PH reciclado, se sintió, por primera vez y en mucho tiempo, totalmente sola. Ya sus dos perros habían muerto. ¿Qué sería de ella si Mario no salía de esta? No pudo dormir ni diez minutos. Cerraba los ojos y lo veía pálido como esa mañana en el sanatorio. No parecía él. Dónde estaría su risa. Su mirada mansa y azul.
Terminó con los ojos como platos mirando el techo que habían compartido. Mario podía morirse. Mario podía vivir y no ser el mismo. Mario podía salvarse. La impotencia absoluta de no saber y de no poder hacer nada. Mario estaba en manos de desconocidos y de Dios. Aunque no estaba segura de si Dios existía.
“Estaba destruida y no podía dejar de maquinar cómo podía ser un desenlace fatal. Sus dos hijos no me querían y yo no tenía hijos. Si él moría seguro que me pedirían su parte de la herencia: de la casa en la que vivía que encima había pagado enteramente yo, del campo de Córdoba que habíamos comprado con las inversiones y de un departamento que habíamos adquirido en Colonia, Uruguay, cuando yo heredé a mi tía soltera. Nunca habíamos planificado qué íbamos a hacer si nos pasaba algo… ¡Teníamos 60 años! No me parecía algo urgente hacer un testamento, o eso del usufructo o algo así. No parecía algo imperioso. Pero había pasado y ahí estaba yo en vela. A las dos de la mañana decidí levantarme y hacer algo productivo. Me puse a revisar los papeles. Él se ocupaba de todo. No sabía bien ni dónde guardaba las cosas. Algunas estarían en la oficina, pensé. Me trepé con cuidado a la escalera, ahora estaba sola y si me caía nadie se iba a enterar. Bajé la caja de arriba del armario del escritorio. Pesaba mucho. Eran papeles mezclados de distintas inversiones, no entendía mucho qué cuernos eran. En el estante estaban también las carpetas de colores. Las bajé y empecé a encontrar algunas cosas. La escritura del PH estaba ahí. Revolviendo me metí en su ropero, en el cajón de las medias donde guardaba su reloj bueno, porque no se lo había visto puesto en el sanatorio. Me dio miedo que se lo hubieran robado. Pero ahí estaba. Me sentía violando su intimidad. Fue entonces que me llevé una flor de sorpresa. Debajo de las pilas de sus medias de traje toqué algo más, algo frío y duro, metálico. Era una pistola envuelta en una bolsa de gamuza clara. El corazón me empezó a latir con fuerza. ¿Cómo había en mi casa un arma sin que yo lo supiera? ¿Hace cuánto que estaba ese revólver ahí? Llevábamos once años de casados y jamás me lo había mencionado. ¿Para qué necesitaría un inversor financiero un arma? Me había mentido, ¿para qué? ¿por qué? ¿Debía plata? ¿Era para protegernos de algún acreedor amenazante? ¿O estaría deprimido y había pensado en suicidarse? ¡Se me ocurrieron las ideas más descabelladas! Sentía intriga, pero además un nuevo sentimiento empezaba a asomar: rabia. Porque la mentira, por pequeña que fuera, era algo que no cabía en mi cabeza. Ya me habían mentido demasiado en mi vida. Mi anterior pareja con las infidelidades y, ahora, en medio de la tristeza, se rompía mi idea de la relación perfecta que yo creía tener con Mario”.
Él estaba con el corazón emparchado, pero a Lucía se le estaba por hacer añicos el suyo.
La génesis del rencor
Esa misma noche siguió revolviendo la casa sin parar, como enloquecida. Dio vuelta como un ladrón perfeccionista los 150 metros cuadrados. Los baños, los roperos, las alacenas, los muebles del lavadero. Escuchó el canto de los pájaros y la luz inundó la casa, pero ella siguió con su allanamiento personal. Y su obsesión dio frutos: “En una caja de zapatos, mirá qué obviedad, encontré las balas. Muchas balas. Dónde guardaba sus herramientas caseras, entre pinzas, martillos y clavos, había una lata grande llena de dólares enrollados y euros. ¿Por qué no tenía eso en el banco? La frutilla del postre fue a las 7 de la mañana cuando yo ya no veía de lo cansada y estresada que estaba: encontré entre el elástico de la cama del cuarto de servicio que nadie usaba y el colchón vencido, una carpeta de plástico verde. Adentro, había una póliza de un seguro de vida a mi nombre. Si yo me moría él era el beneficiario… Ahí mismo me bajó la presión y tuve que acostarme. Me dije furiosa que al sanatorio no iba, ¡qué se muriera solo!”. En un santiamén, la pena se había diluido en un vaso que rezumaba venganza.
Antes de las 9 de la mañana Lucía llamó a su hermana Marta. Le contó del infarto de Mario y le pidió que fuera porque tenía que contarle muchas cosas. Marta era más chica que ella y su gran confidente. Lucía la esperó en camisón, con café y tostadas. Le contó en detalle todo y le mostró lo que había encontrado. Se quedaron mudas un rato hasta que Marta se animó y le preguntó: “¿Vos pensás que tenía la idea de matarte y simular un asalto o algo así para cobrar el seguro?”.
Lucía dijo que no sabía qué pensar. Que todo podía ser. “Era exactamente lo que yo había pensado. Pero él estaba en coma para preguntarle y ver su reacción, su cara… Hubiera pagado por verlo”, reconoce.
Decidieron seguir hurgando. Todavía había muebles par revisar. En el cajón del medio del escritorio de Mario no demasiado escondido había un sobre blanco y dentro dos hojas escritas a mano: era un testamento ológrafo donde le dejaba el quinto (hace dieciocho años uno solo podía disponer de la quinta parte de los bienes) de su parte a sus hijos. Lo rompió en mil pedazos.
Cartón lleno. Lucía no podía sentirse peor. Le entraron ganas de vomitar.
No fue a verlo ese día. Ni al siguiente. Ni al siguiente. Solo apareció al cuarto día para entrar cinco minutos a terapia y decirle a ese ser dormido químicamente y que había amado tanto todo lo que pensaba: “No sabía si me iba a escuchar, pero yo necesitaba decírselo igual. La rabia me iba a envenenar. Esperé a estar sola, que no hubiera ninguna enfermera y me acerque a su oído y le largué toda mi furia”. Lucía miraba la máquina a la que él estaba enchufado. Esperó latidos irregulares, algún cambio en los horribles pitidos, algo.
Pero la máquina se mantuvo imperturbable. Rítmica. Mecánica. Ajena.
Un día más tarde Mario murió. Los hijos no volvieron a hablarle a Lucía, habían desaprobado su ausencia en esos días clave cuando su padre se debatía entre la vida y la muerte. En realidad, la habían desaprobado muchos años antes, aunque habían intentado disimularlo. Pero que se borrara en ese momento les había parecido imperdonable. Al poco tiempo, aparecieron las cédulas judiciales.
“Los buitres venían a reclamar su porción”, refiere con amargura Lucía. Había dinero más que suficiente para dividir. Y así fue. Los abogados felices se llevaron una gran tajada y Lucía comenzó su nueva vida en soledad absoluta. Eso era todo lo que había quedado de su gran amor.
Quizá, dijo, más adelante me compre otro perro. “Y recién hace tres años una amiga me dio un cachorrito. Me enamoré. Es otro labrador. Ya sé que Timba va a ser mi último compañero”.
Venganza póstuma
Lucía ya es mayor y ve su última historia de amor como si fuese una mala película. “Por suerte, antes del mujeriego claro que fue otra desgracia, hubo alguna buena historia, pero ya se me desdibujaron en mis recuerdos”. Va rumiando, sin prisa, la desdicha de esos dos amores desventurados. Recuerda un par de buenos novios de la adolescencia a los que ella abandonó. Quizá con ellos hubiese sido distinto. Quizá hubieran llegado hijos. ¿Cómo se llamaban? Hace esfuerzo para ponerles cara: “Carlitos, se había ido a vivir al sur y no supe más de él. Andrés, uy, a ese pobre no le fue nada bien y creo que partió hace tiempo ya. Ese tipo hubiera sido el marido ideal, muy serio e inteligente, pero yo era muy chica y quería divertirme”.
El agua ya corrió y eso no pasó. Nada está como era entonces ni la casa, ni la calle, ni el río. Los árboles ya no tienen hojas y sus ramas carecen de nidos. Perdón por el atrevimiento de dar vuelta una estrofa del poema de Olegario Víctor Andrade, pero pensé que hace a la cosa.
El sabor del rencor, por no haber podido encarar a Mario y exigirle respuestas, lo paladea amargo en los pocos recuerdos que Lucía escarba hoy para poder relatarnos sus desventuras. No puedo no preguntarle qué hizo con esos dólares y euros que encontró enrollados en una oxidada lata de galletitas.
“Me vengué viviendo -larga una carcajada- Esos de la lata me los gasté en un abrir y cerrar de ojos ese mismo año, en un viaje con mi hermana Marta a Grecia. Esa fue la mejor sensación que recuerde jamás: él ya no podía disfrutar de nada, pero estaba pagando mis días gloriosos de playa. A veces, pienso que Dios me salvó de morir de un tiro en la nuca y que se lo llevó antes solamente para que él no apretara el gatillo. Después de todo también lo salvó a él del infierno… si es que el infierno existe”.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas