Esta nota podría llamarse La fábula del farsante y la crédula y la enseñanza que dejaría es: no está bueno que el amor sea ciego.
Sonia R. se enamoró de Jaime B. cuando ella tenía 18 años y él 24 años. Se conocieron en la provincia de Córdoba, en la ciudad natal de Sonia, durante unas vacaciones de Jaime. El amor fue fulminante y antes de terminar el verano se pusieron de novios.
Todo avanzó con naturalidad y terminó con ella yéndose a vivir con él a la ciudad de Buenos Aires. Sonia abandonó la idea de estudiar en su provincia y se mudó al departamento alquilado en el que Jaime vivía en el barrio porteño de Núñez. Su familia no estaba demasiado de acuerdo con su cambio de planes de estudio, pero Sonia les prometió que se anotaría para estudiar en la UBA. Aunque todavía no sabía bien qué.
Jaime, por su lado, ya se había recibido de abogado y estaba trabajando en un estudio importante.
Después de algunas idas y vueltas, Sonia se dió cuenta de que no tenía nada claro su vocación: “Nada me convencía y no me imaginaba de qué podía ganarme la vida. En el medio como necesitaba dinero para moverme con libertad acepté un trabajo como administrativa en un shopping”. Lo haría por un tiempo, después vería qué hacer. Tenían mucho tiempo por delante. Mientras, ellos vivían su amor y descubrían la vida de a dos.
Contigo, pan y cebolla
Como todo, lo que parece transitorio puede volverse permanente. Sonia no fue la excepción y la estabilidad laboral le ganó la pulseada al estudio y no comenzó ninguna carrera. “Siempre había sido la nena de papá y mamá, sin su empuje me dejé estar con el tema del estudio. Además, la verdad es que nada me gustaba con claridad. Con el tiempo me di cuenta de que ya no iba a estudiar para decepción de mis viejos”. El trabajo era un aburrimiento y no había muchas expectativas de crecimiento individual, pero estaba muy bien pago. Eso le generó una zona de confort en la que sus deseos quedaron estacionados. Jaime tenía su propia vida laboral. Salía temprano todos los días para ir al estudio, tenía audiencias y algunos clientes en el interior. Sonia no preguntaba demasiado sobre su trabajo. Ni siquiera había ido nunca a la oficina: “No quería que me vieran como una pajuerana entrometida. Sabía dónde estaba el estudio sobre la calle San Martín, en el microcentro porteño, y lo escuchaba hablar todos los días por teléfono con los socios o compañeros de laburo. Había uno que se llamaba Juani. Era el más compinche. No prestaba demasiada atención, creo que era muy aniñada… ¡Soy la menor de cuatro hermanos varones!”, reconoce hoy.
Desde el principio Sonia notó que el dinero no fluía con facilidad. No había comidas afuera ni regalos para aniversarios o cumpleaños como estaba acostumbrada en su casa familiar. Tampoco interactuaban con la familia de él o con amigos de Jaime de toda la vida. Sus suegros estaban separados y él era hijo único. Su padre se había borrado siendo Jaime muy chico y con su madre tenía una relación distante y tensa. Según él era demasiado invasora y mejor tenerla a una distancia prudencial. Salvo esos detalles particulares, todo era amor dentro del departamento en el que convivían. Jaime era sumamente cariñoso, cocinaba mejor que ella, los fines de semana ayudaba con la limpieza y tenía muy buen carácter.
“Todo era armonía y yo me sentía feliz. Era un departamento de tres ambientes, con un balcón mini. Lo había alquilado Jaime varios años antes. Estaba bien, pero había sido amueblado por un varón que vivía solo y ¡sin idea de decoración! Así nomás”, explica Sonia.
Con su sueldo ella intentó algunas mejoras, compró plantas y unas sillas, pero no podía hacer mucho más. Jaime le contaba que le iba muy bien, pero que costaba mucho cobrarle a los clientes. Cada tanto llegaba con algo de dinero, pero no era algo frecuente ni regular.
“No preguntaba, pero notaba que la economía era un desastre. Por las dudas, dejé que mis padres siguieran pagando mi prepaga. No hablaba del tema con nadie porque me daba mucha vergüenza. Pensaba que de pronto él cobraría algo importante o que las cosas iban a mejorar con el correr del tiempo. ¡Jaime ni siquiera tenía obra social! No me animé hablarlo con él, pensé que podría ser humillante”.
Una tarde de esas Jaime apareció emocionado con un auto 0 km. Sonia no podía creerlo. Era una alegría tener en qué moverse. Gratamente sorprendida, pensó que por fin las cosas se habían acomodado con el trabajo de su pareja. “Estaba tan enamorada que lo veía como a un príncipe de película. Todo lo que hacía me parecía bien. El auto me alegró más por él que por mí. Yo era feliz con poco, pero poder viajar a Córdoba o movernos los fines de semana me pareció la gloria. Estaba contentísima. Al poco tiempo, quedé embarazada. Los dos saltamos de felicidad. Jaime se mostraba súper contento con la idea de tener un bebé, pero se desentendía de las necesidades económicas que empezaron a aparecer. Yo soñaba con comprar la cuna, el cochecito, algo de ropa de bebé. No sé, lo que le gusta a cualquiera que va a tener un hijo. Él a todo decía que sí, pero jamás me daba un peso. Dilataba indefinidamente las compras y mi panza crecía. Mis padres vinieron de visita cargados con regalos de toda mi familia. Nos dieron tantas cosas que, al final, no tuvimos que comprar nada. No es que yo no me diera cuenta, es que no quería aceptar que Jaime me decía cualquier cosa cuando eran asuntos de dinero y terminaba pateando las cosas para más adelante. Hablaba de plata que iba a cobrar, pero jamás aparecía. A veces compraba algo en el supermercado o cargaba nafta o tenía un gesto… eso era todo. ¡Cuando nació Benjamín, él no había comprado ni una mamadera! Pero ¿qué iba a decir yo? ¿De qué me iba a quejar si era una pareja cariñosa y presente? ¿Estaba bien preocuparse tanto por lo material? Siempre había creído que el antiguo dicho de mi abuela sobre el amor incondicional era muy romántico: contigo pan y cebolla. Jaime siempre decía que yo no me iba a tener que preocupar por nada, que él se iba a encargar de todo. De hecho, si bien yo pagaba el super, arreglos de plomería y lo del bebé, él siempre se ocupaba de las expensas, yo ni veía el resumen porque no lo dejaban en casa, y del alquiler. Yo no había conocido nunca al dueño del departamento. Jaime repetía que me amaba y que yo era lo mejor de su vida. No sé si era puro chamuyo que yo me tragaba o no, por ahí me quería mucho, ¡pero no podía hacerse cargo! Fue cuando Benja tenía unos 10 meses que un día me enteré al pasar, por un comentario del encargado, que debíamos mucho dinero de las expensas. No me quiso decir más porque se dio cuenta de que yo no estaba enterada de nada. Entré en pánico. Si Jaime no pagaba las expensas ¿pagaría el alquiler? Cuando esa noche se lo pregunté me contestó, sin darle importancia a mi comentario, que eso ya estaba arreglado y que había hecho un pacto con la administración para pagar en cuotas. Unas semanas después, no me acuerdo por qué surgió, pero me enteré de que el auto no tenía seguro de ningún tipo. Le planteé que me parecía una irresponsabilidad y me contó que acababa de arreglar con un cliente del estudio que tenía una aseguradora una póliza super conveniente. Enseguida tenía argumentos que me tranquilizaban”.
Sonia no sabía entonces que el dueño del departamento quería desalojarlos por falta de pago. Menos mal porque se hubiera desesperado.
Pequeñas estafas
Hasta ese momento las vacaciones nunca habían sido un problema. Siempre veraneaban en la casa de campo de la familia de Sonia en Córdoba. Todo lo pagaba el suegro. Su familia era tan discreta que no preguntaba nada sobre las finanzas de la pareja.
Cuando Benja cumplió 3 años un matrimonio amigo de Sonia los invitó a Pinamar. Habían alquilado una casa muy linda con jardín. Sonia aceptó feliz y arrastró a Jaime. Fueron los tres.
“El regalo para los anfitriones lo compré yo. Él me dijo, como siempre, que después me daría el dinero. En la casa estuvimos diez días, pero Jaime se hizo siempre el distraído cuando había que pagar algo. Esa era una costumbre que a mí me molestaba muchísimo. Que se había olvidado la billetera, que el cajero automático estaba sin plata, que mañana compraba él… Puras excusas y no pagó un solo supermercado en toda la estadía. Uno de los últimos días estábamos almorzando en el parador de la playa y yo me sentía mal con este tema porque me parecía un abuso. Le dije a Jaime que teníamos que pagar el almuerzo y que sacara la tarjeta. Después del postre él fue hacia la caja y lo perdí de vista. Volvió diciendo que ya estaba. Ellos agradecieron. Bajamos al toldo otra vez. Yo me sentía mejor, más aliviada con ese gesto. Pero un rato después, cuando él insistía con ir a caminar por la orilla, estalló la bomba. Bajó el encargado del parador a preguntar algo… ¿Sabés que había hecho el caradura? Como ahí te dejaban anotar y pagar después, ¡había anotado el almuerzo a otra carpa del balneario! El tipo del concesionario justo conocía a las personas de esa carpa y creyó que había habido una confusión. Jaime se hizo el sorprendido y aseguró que era una equivocación. Se mostró super compungido y me pidió mi tarjeta de crédito porque no encontraba la suya. Esa fue mi alerta roja. Esa noche no pude dormir porque empecé a recordar algo del verano anterior. Mis viejos nos habían invitado una semana a Brasil. En el hotel, al hacer el check out, en la cuenta de la habitación de mi viejo aparecieron tragos, masajes y no sé qué más. Mi viejo discutió porque les dijo que no habíamos consumido nada de eso, que debía haber un error. Pero terminó pagando. Esa noche me acordé y até cabos con lo sucedido en el balneario brasileño: Jaime se había hecho amigos en el bar donde tomaban tragos, Jaime se había hecho dos o tres veces masajes y me había dicho que había pagado en efectivo… Me di cuenta de que en realidad todo se lo había cargado a mi padre. No tenía dudas, era el mismo modus operandi”. El padre de Sonia se llevaba muy bien con su simpático yerno y no había sospechado nada.
Después de ese viaje a Pinamar ocurrió algo más. Jaime dejó el auto en el service y empezaron a pasar las semanas, pero no lo iba a buscar. Una noche llegó con la novedad que había aparecido un buen comprador en el taller y se lo había vendido. No era un problema porque un compañero suyo de trabajo necesitaba plata e iba a vender el suyo que “era un avión”.
Ese día volvió a desvelarse… ¿Jaime era un mentiroso?
Acorralado por las deudas
La colaboración económica de Jaime era casi nula, pero su buena onda y su optimismo permanente disimulaban los agujeros que había en la relación. Sonia ya no podía pagar el jardín de infantes y solventar los gastos de la casa con su trabajo. Comenzó a pedirle más explicaciones, pero las respuestas de Jaime eran vagas. Aunque ella veía que no faltaba ni un solo día a trabajar, el dinero seguía sin aparecer. Jaime se quejaba y aclaraba que su sueldo dependía de los pagos de los clientes del estudio.
Las expensas seguían con deuda, pero Sonia hizo lo que él le había dicho: no preguntó más. Tampoco abría las notificaciones o cartas documento, no sabe bien qué eran, que se amontonaban en la mesa de la entrada. No quería enterarse de nada porque sentía que los problemas la ahogaban: “Jaime repetía su mantra: no hay que preocuparse, todo va bien. Yo me encargo. Pero yo ya estaba harta, nunca había vivido con esa incertidumbre o con el miedo a las deudas. En mi casa eso no pasaba. Las primeras discusiones surgieron ahí. Trataba de negar y pensaba que él era demasiado bueno, que no sabía cobrar, que era distraído y un procrastinador nato”.
La realidad era bien distinta, pero ella no la conocía todavía. Jaime sabía perfectamente en los embrollos que estaba. Les debía plata a sus amigos, por eso dejaba de verlos; a su madre, por eso se llevaba mal; a la administración del consorcio, quienes ya no le creían las demoras; al propietario que amenazaba con un juicio de desalojo. El auto había desaparecido no porque lo hubiese vendido sino porque había tenido que devolverlo: había sido un préstamo de un amigo que se había ido de viaje por un año.
Mentiras al por mayor
Un día de esos, las dudas de Sonia emergieron todas juntas. Era como un Titanic inmenso que se hundía frente a ella. En realidad fue Lili, una amiga cordobesa que la había ido a visitar, la que le abrió los ojos: “Sonia tenés que ver la realidad, no podés esconder más la cabeza. Hay algo que no es normal, que no es lógico en la vida de Jaime. No puede ser que vivas así”.
Lili le planteó que todo en Jaime parecía ser un fraude: “Tenés que ver dónde trabaja, ¿cómo es que nunca fuiste? Es rarísimo. ¿Cómo que nunca le pagan? No puede ser”. Tanto hinchó que al día siguiente se subieron a un colectivo y fueron juntas al microcentro. La dirección en la calle San Martín existía, el estudio también, pero cuando Lili entró y preguntó por él le dijeron que no había nadie con ese nombre que trabajara allí. Sonia entró en pánico, ¿Qué hacía su marido entonces todos los días?
Se fueron a un café. Mientras Sonia lloraba, Lili le dijo que tenían que averiguar si realmente Jaime era abogado. Podían ver si estaba matriculado para ejercer la profesión. Llamó a un amigo porteño y le encargó la misión. No había nadie con ese nombre matriculado en capital o en provincia de Buenos Aires. Ahora sabían la verdad, ni siquiera ejercía como abogado. Pero ¿qué hacía todos los días en esas diez horas fuera de casa? ¿A dónde iba cuando supuestamente viajaba al interior?
La vacuidad de lo construido
Sonia llegó a su casa con las piernas temblando y el cerebro roto. Con Lili habían decidido que dejaría pasar unos días para pensar bien cómo encarar a Jaime. No estaban casados, pero Sonia ya sabía que se venía una separación definitiva. El amor de su vida se había transformado en la gran mentira de su existencia.
Para colmo esa semana tuvo otra sorpresa: no le vino la menstruación. El atraso terminó siendo un segundo embarazo que confirmó aterrada con un test casero. Con esa noticia y el descubrimiento de la semana anterior tomó fuerzas y un jueves por la noche lo enfrentó. Le pidió que se sentaran en el sillón del living porque tenían que hablar. Le dijo que sentía que su vida había estallado como un globo y que, encima, esperaba un nuevo hijo. “No sabía cómo comenzar la conversación. Así que empecé por decirle eso. Él se quedó callado y yo seguí sin poder frenar. Le tiré que había ido al estudio y que no lo conocían. Nadie sabía quién era. Se quedó blanco. Me empezó a decir que se le había pasado contarme un serio problema que había ocurrido el año anterior. Que un grupo de los socios se había escindido y que él había quedado del lado equivocado, con los que se fueron y terminaron en otra oficina del microcentro. Que los que quedaron lo odiaban y que por eso podrían haber dicho que no sabían quién era o, quizá, dijo había cambiado la secretaria. Aproveché y di el segundo golpe: le dije inmutable que dudaba de que fuera abogado y que sabía que no estaba matriculado. Después de unos segundos, empezó a tartamudear. Contó que, en realidad, le faltaban unas pocas materias, unas cuatro. Y que como consecuencia de eso no había podido ascender en el estudio. Era todo un cuento chino. Las mentiras se habían vuelto demasiado absurdas y yo empecé a gritar. Le dije que estaba de nuevo embarazada y que de él solo había tenido, durante todos esos años, mentiras y más mentiras. Que lo había amado mucho, pero que ya estaba, que no podía creerle nunca más”.
Jaime no dijo nada más. Quedó demudado. Intentó abrazarla. Ella lo rechazó llorando.
De esos días Sonia no quiere ni hablar.
Faltaba lo peor.
Adicción al juego
Un tiempo después, Javier, un viejo amigo de Jaime, se comunicó con Sonia. Se había enterado de que se separaban y tenía algo para contarle: Jaime se alejaba de todos porque era adicto al juego, un ludópata, y no quería que ella se enterara de sus vicios. Se gastaba lo que tenía y lo que no tenía en los bingos. Se pasaba los días jugando y soñando con hacerse millonario de manera mágica. Ahora Sonia sabía a dónde iba Jaime cuando no estaba en su casa. Y ¿cuando viajaba? Javier le dijo que capaz que se iba a algún hotelucho de por ahí para seguir jugando con la fantasía de volver con plata. Sonia aprovechó y le preguntó si Jaime había estudiado. Sí, pero solo tenía aprobado primer año de Derecho. También era cierto que había trabajado en un estudio bueno, pero lo habían echado.
La familia de Sonia, alertada por Lili, intervino. Fueron a buscarla a Buenos Aires y la convencieron para volver a Córdoba con su hijo y pasar un embarazo tranquilo, sin disgustos. Sonia no podía hablar sin llorar. Jaime no participó de esa charla.
Sonia renunció a su trabajo y volvió con Benjamín y sus padres a su provincia natal. Jaime no se opuso a nada. Estaba como anestesiado. Sonia se instaló en su cuarto de soltera con su hijo en la cama de al lado. Meses después tuvo a Lucas y hoy hace una vida normal. Tiene decidido estudiar derecho, más vale tarde que nunca. Sabe que sus padres y hermanos la apoyarán siempre.
Jaime, cada tanto, viaja en ómnibus para visitar a sus hijos. Se aloja en una posada de unos amigos de sus ex suegros que le prestan el cuarto. Todos saben que no tiene un peso. Sonia admite que le tiene más lástima que otra cosa: “Me va a costar volver a creer en alguien. Empecé terapia. Y lo que es increíble es que todavía siento algo parecido al amor por Jaime, una cierta ternura por su gran vulnerabilidad. No era mala persona, era afectuoso, pero no se podía hacer cargo de nada. Está enfermo. Es un mitómano, alguien que no se da cuenta del daño que puede causar. Siento rabia conmigo misma por no haber podido ver antes lo obvio, las mentiras que desfilaban frente a mis ojos. Un adicto al juego es terrible. No sé si podrá recuperarse del todo. De eso hablo con mi terapeuta porque no quiero hacerme cargo de sus problemas. Tengo dos hijos que educar y lo vivido me hizo mucho mal. Me preocupan los chicos, tienen un padre con problemas, y sé que es algo que algún día deberemos conversar. Los chicos lo quieren mucho y él les juega y los entretiene el poco tiempo que comparten. Yo quedé con el corazón rengo. Me volví desconfiada a morir. Aunque siempre le voy a agradecer los hijos que tengo, cuando escucho esa frase trillada que dice que el amor es ciego, no puedo dejar de pensar en mi historia. Solo por eso quise compartirla. Jamás de los jamases el amor debe ser ciego. Hay que andar por la vida con los ojos bien abiertos para ver todo lo que haya que ver a tiempo.”
*Escribinos y contanos tu historia. amoresreales@infobae.com
* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas