Valeria siempre cumplió con lo que se esperaba de ella. Única hija y alumna modelo, terminó el colegio y se anotó en Derecho junto a su novio de toda la vida. Llevaban ocho años juntos cuando ella entendió que no quería nada de eso: ni el novio, ni la carrera, ni ninguna de esas cosas que parecían impuestas.
Tenía 20 años y fue la primera vez que pateó el tablero. Dejó al novio, arrancó Publicidad y se hizo un grupo de amigas nuevas con las que se fue de vacaciones en plan “Livin’ la vida loca”. Fue ahí cuando una de las chicas empezó a insistirle con la misma idea: “Vos te vas a casar con mi hermano, te lo tengo que presentar”. A la vuelta, en lugar de eso, la amiga organizó un té con todas, pero para presentarle a su hermano a otra compañera.
A Vale, Martín le llamó la atención enseguida. Tenía una personalidad encantadora, de esos tipos con una onda que los hace ver más lindos –”Me fascinaban su inteligencia, su carácter, sus ganas”, le dice ella a Infobae ahora–. Al día siguiente llamó a su amiga y le preguntó cómo había ido la presentación con la otra chica. La amiga fue directa: “Un cero, porque le gustaste vos”. Él se acababa de recibir de arquitecto y tenía un estudio. Editaba una revista de real estate que se repartía gratis en el barrio. Le ofreció trabajo como promotora. Ella sabía que era una excusa, pero aceptó. Antes de que pasara una semana, la invitó a comer a un restaurante sobre el río. Era marzo de 1995 y ya no se separaron.
Apenas seis meses más tarde, ella tuvo un atraso. Y cuando confirmaron que estaba embarazada, Martín no dudó: “Yo te ofrezco que nos casemos como un desafío; nosotros nos queremos, ¿por qué no apostar a que va a salir bien?”. Valeria tenía sus dudas, venía de romper con lo que se suponía que tenía que hacer y el matrimonio estaba fuera de sus planes, pero a la vez Martín le encantaba sobre todo por lo decidido que era: parecía que nada lo detenía ni le daba miedo, siempre iba para adelante y tenía la fuerza para empujarla también a ella. Se imaginó el futuro con él.
Se casaron ese enero y Manuel nació en mayo. No hubo ni luna de miel: encararon rápido una vida de responsabilidades; sin tiempo para ser novios, siempre fueron familia. Juana llegó tres años más tarde y después vino el proyecto de la casa en la que invirtieron su esfuerzo y sus ahorros. Eran buenos “compañeros de ruta” y se seguían queriendo aunque la rutina fuera cada vez más la de dos personas que hacían malabares para coordinar sus trabajos y las actividades de los chicos, despertarse temprano y repartir tareas y horarios, quién los llevaba, quién los buscaba. Ya no había demasiada magia, pero les quedaban las ganas.
Hasta que la crisis del 2001 puso en jaque toda su economía: tuvieron que vender la casa de sus sueños, mudarse y sacar a sus hijos del colegio privado y caro al que habían ido siempre. Para Martín fue un golpe al centro del ego; con todo y esa personalidad arrolladora, por primera vez no sabía cómo seguir. En el cimbronazo de los reproches y las deudas, la poca magia que les quedaba se terminó de evaporar.
Manu ya tenía 15 años y Juana 12 cuando Valeria empezó a pensar en todo lo que había dejado de lado por su familia. Era como si hubiera llegado hasta ahí por inercia, sin decidir nada por su cuenta. Seguía siendo la buena alumna de los veinte y encima ya ni siquiera se sacaba buenas notas. Ahora los chicos eran más grandes y podía volver a pensar en ella. Se aferró a un nuevo trabajo en una empresa que la contrató como consultora.
Desde la primera reunión con el CEO sintió las mariposas que apenas recordaba: “Agustín, mi jefe, era muy buenmozo y totalmente seductor. Además transmitía esa cosa del poder que Martín había perdido por completo. Yo nunca le había metido los cuernos, pero este tipo me encantaba. No podía pensar en otra cosa”, dice. El jefe la citaba en su oficina con pretextos laborales, pero era evidente que pasaba algo más. Un mediodía, finalmente, la invitó a comer a Puerto Madero.
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“El tipo también era casado y me quería levantar para acostarse conmigo y nada más, pero en mis ganas de vivir algo distinto, yo romanticé la situación y me empecé a enamorar”, cuenta. Ese día terminaron en un hotel y el sexo fue más de lo que imaginaba esa madre agotada de la rutina. Durante los meses que siguieron, se encontró en secreto con Agustín todas las semanas. Pero Valeria quería y respetaba a su marido y la culpa se le volvió insoportable.
En diciembre lo encaró sin demasiadas vueltas. “En este momento siento que no te amo más”, le dijo. No le aclaró las razones ni habló de su amante, pero tampoco le dio lugar para que intentara nada: “Le dije que necesitaba ver qué me pasaba. Él se la veía venir, pero no esperaba que yo fuera tan terminante. Así que ahí empezó el proceso de separación, que fue largo y doloroso, porque para poder separarnos necesitábamos enojarnos”.
Unos meses más tarde, después de hablar con los chicos y que Martín se fuera de la casa que compartían después de 16 años, Valeria habló con Agustín: “Le dije ‘Bueno, yo estoy libre. No me voy a interponer en lo que vos quieras hacer con tu vida y con tu mujer, pero tampoco voy a dejar de vivir lo que me pasa’. O sea, yo no me iba a aparecer en su casa, no iba a hacer nada para joder a nadie y le dije que tampoco esperaba nada, pero claro, en el fondo tenía la ilusión de que nuestra relación cambiara”, dice. El fue claro a medias respecto de sus intenciones: “Nunca me vendió que nos íbamos a casar; me dijo que no pensaba separarse. Pero me juraba amor eterno, me llamaba todos los días y nos veíamos una vez por semana”.
Pasaron los años y Valeria aceptó su lugar de amante sin resignaciones: sentía que amaba a Agustín y que seguir con él era una elección que no la desvalorizaba. En todo caso, su historia nunca se contaminaba por la rutina ni por los problemas domésticos y siempre encontraban el tiempo para estar juntos más allá de su otra vida. Con Martín firmaron el divorcio y recuperaron su vínculo como padres, sobre todo cuando él se puso de novio y los rencores quedaron en el pasado.
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Hasta que se vio de nuevo inmersa en una rutina que era distinta, pero no dejaba de ser monótona: los encuentros clandestinos y las escapadas y las promesas de amor que chocaban cada vez contra la realidad de que Agustín no estaba dispuesto a dar un paso más allá de lo que tenían. No había proyectos ni futuro fuera de la clandestinidad. Así que pese a la insistencia de él, Valeria tomó coraje y lo dejó. “Me fui de viaje sola y tomé distancia, pero él volvió a buscarme y a jurarme que me amaba y no podía olvidarse de mí. Ahí entendí que lo que yo sentía por él no era amor. Más bien había quedado atrapada en el cuento de un psicópata que había leído bien mis vulnerabilidades y me había dado lo que yo esperaba, esa atención que no tenía, ese ver a la mujer detrás de la madre”.
Durante algunos años salió con otros hombres y se acostumbró a vivir sola y a disfrutar de esa vida con sus amigas y sus hijos. Martín siempre estaba cerca para lo que necesitara, habían recuperado la complicidad de otro tiempo y se llevaban bien de nuevo. Habían pasado ocho años exactos desde la separación el día que ella le pidió si podía ayudarla con una persiana de su cuarto, que se había trabado. “Yo me fui a trabajar y él se quedó en casa arreglándola. Y cuando vuelvo veo que había tenido que correr la cama y había puesto sobre la cómoda unas cosas que había encontrado abajo: un arito, una media… ¡y un preservativo! Sin usar, en su sobrecito, pero igual casi muero de vergüenza. Le escribí para agradecerle y le pedí disculpas: ‘Parezco una mugrienta, perdón por lo que encontraste’. Me dijo que no pasaba nada y nos reímos, pero yo me dí cuenta de que un poco le había molestado”, cuenta.
Claro que Martín también había visto que Valeria todavía tenía sobre su mesa de luz una cabaña en miniatura que él le había hecho con ramitas en un viaje al Sur, cuando los chicos eran muy chicos y ellos también y soñaban con la casa que después construyeron juntos. “Bueno, así como viste el preservativo, debés haber visto que todavía guardo la cabañita que me regalaste”, le dijo ella cuando volvieron a verse. El no pudo disimular la emoción. Estaba de novio, pero al día siguiente le escribió. Valeria llegó a ver la notificación de Whatsapp donde él le decía: “Estás tan hermosa como siempre”. Cuando quiso responderle, se encontró con el mensaje borrado.
Le insistíó para que le dijera lo que había puesto como si no lo hubiera visto. “Nada –admitió él después de un rato, casi por cansancio–: que estás tan linda como siempre. Que siempre fuiste hermosa y seguís igual; que tenés el mismo brillo en los ojos, los mismos ojitos de caramelo”. En un impulso, la invitó a comer. Y ella aceptó, también en un impulso.
Se encontraron cerca del trabajo y hablaron y se rieron de todo como al principio, y siguieron hablando y riéndose toda la semana y quedaron en volver a verse. Al final, fueron al departamento de él y terminaron en la cama. De pronto empezaron a verse a escondidas, para no confundir a los chicos y porque Martín seguía de novio. De pronto habían vuelto a enamorarse, incluso más que antes: ahora sus hijos eran grandes y tenían tiempo para ellos, para ser apasionados como nunca habían podido.
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“No puedo ser la amante de mi ex marido”, le advirtió Valeria una tarde mientras se vestía. Era julio y le dijo que tenía un plan, un desafío parecido al que le había propuesto él hacía ya veinticinco años: “Vamos a hacer una cosa. Te doy hasta el primero de octubre para que pienses y decidas. Si te separás, podemos empezar de nuevo, ya veremos cómo”. A Martín la decisión le tomó mucho menos: un mes y medio más tarde, para el día de la primavera, tocó el timbre de la que había sido su casa con un ramo de flores en la mano y los nervios del primer día. “Estoy listo. Podemos empezar una nueva historia”, le dijo.
No pasó mucho hasta que les contaron a los chicos, aunque al principio no les gustó mucho la noticia: los habían visto pelear y sufrir mucho a los dos. Era 2019 y ellos sabían que todo iba a acomodarse. Pensaban irse de vacaciones solos por primera vez, pero el plan tuvo que suspenderse por la cuarentena. El aislamiento lo pasaron en casas separadas, pero muy cerca.
Volvieron a ser novios y por más tiempo que cuando se conocieron. Dos años y medio hasta que decidieron vivir juntos por segunda vez, en septiembre último. Y finalmente, hace quince días, hicieron el viaje que nunca habían podido hacer: la luna de miel que no tuvieron veintisiete años antes.
En la playa y enamorados repasaron toda su historia: una vida de acompañarse en la felicidad y en los momentos más duros, con los chicos recibidos y más grandes que ellos cuando formaron su familia; una vida para entender que el amor es, más que las mariposas, poder volver a mirarse y seguir eligiéndose; una casita hecha con ramas que resistió todos los vaivenes del paso del tiempo.
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