Era el fin de semana largo del 17 de agosto de 2009. Fabiana tenía 30 años; había salido a las 2 de la mañana de la heladería en la que trabajaba y, volviendo a su casa, la atacaron dos hombres y le robaron todo lo que tenía. Había una consigna policial en la esquina, pero el agente que tenía que estar de guardia se había ido a dormir al hotel que estaba a mitad de cuadra. Esa noche sintió el llamado de una vocación que no era la de su familia: “Mi papá era ferroviario, mi vieja, ama de casa, pero yo en ese momento me di cuenta de que quería ser policía para estar en donde debía estar cuando la gente lo necesitaba”.
Se puso a averiguar: la Federal no abría cupos, pero justo estaba por crearse la Metropolitana. “No tenía Internet en casa, así que me fui a un cyber y me inscribí para las capacitaciones –le cuenta ahora a Infobae sentada en un bar de Palermo–. En enero me convocaron”. No fue fácil: tenía un sobrepeso muy importante por su hipotiroidismo que le jugaba en contra para el apto físico, pero logró egresar de la primera promoción de esa fuerza.
Entró al área de Investigaciones. Como era soltera y no tenía hijos –acababa de salir de una relación muy tóxica con una chica y el sobrepeso le afectaba la autoestima– le tocaba ir a todos los allanamientos. Esa noche había dos en simultáneo en Once, a Fabiana la mandaron con su compañero, sabía que el procedimiento iba a llevar horas. Antes de que entraran, llegó el grupo especial. Ellos iban detrás.
Entonces la vio: imponente con su uniforme, la cola de caballo ondulada apenas asomando debajo de la boina. “Me enamoré”, le dijo a su compañero. “¿De quién?”, preguntó él sorprendido, vestidos todos iguales y en el montón era imposible diferenciar a nadie. Pero Fabiana la había visto moverse con una seguridad que no tenía nadie más: la única mujer de ese grupo.
Tenían para rato, así que buscó una táctica para acercarse. Fue al kiosco y volvió con todo lo que le entraba en los bolsillos del cargo: “Chicles, galletitas, pastillas, chocolates, cosas para tomar…”. Volvió decidida a hablarle. Como no sabía cuál era su jerarquía, la trató de usted mientras le ofrecía con las manos el pequeño picnic que había guardado en los pantalones: “¿Gusta algo para tomar?”, le dijo, y le alcanzó un agua de pomelo rosado que, después de dar el primer sorbo, la mujer decretó que era lo más feo que había probado. Entonces trató de entablar conversación, sin saber todavía su nombre: “¿Hace mucho que está en la fuerza?”, “¿Quiere galletitas, pastillas, un chicle?”. Todo eran monosílabos, hasta que dijo una frase completa: “Usted parece un kiosco, está llena de boludeces, vaya nomás”.
Después tuvieron que trabajar juntas en el traslado de los detenidos. Se despidieron con un saludo de lejos. Los agentes de fuerzas especiales no llevan identificación, así que Fabiana no tenía ningún dato para ubicarla, pero pudo oír que un jefe la llamaba por su nombre: “Gaby, ya estamos acá”.
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Fabiana sólo sabía eso: que esa mujer con la que había pasado la tarde se llamaba Gabriela. Siempre hay algún compañero que tiene contacto con todos los jefes, y Fabiana fue directo a su Facebook: buscó amigo por amigo hasta dar con una Gabriela, todos sus recursos de investigadora en juego. Era ella. Le mandó un mensaje escueto: “Fue un gusto enorme trabajar con usted”, escribió sin mayores esperanzas.
Tres días más tarde llegó la respuesta, también breve: “Lo mismo digo”. Comenzó un ida y vuelta. Gabriela le contó que desde chica había sentido la necesidad de servirle a una causa más grande. Había terminado la secundaria con 17 años y, como practicaba artes marciales representado al ejército, había crecido en ese mundo y tenía la intención de entrar en la Fuerza Aérea porque le gustaban los aviones y los helicópteros, pero en ese momento no había escalafón ni especialidad para mujeres que fuera interesante. No podían pilotear ni ser operativas, sino que había que optar entre ser enfermeras o administrativas. “No era para mí –dice ahora Gaby–. Así que ingresé a la Policía Federal. Me levanté una mañana y me anoté, y cuando volví le dije a mi mamá, que respondió entre asustada y sorprendida: ‘¿Que hiciste qué?’”. Entró a la policía con 18 años.
También le contó que era casada y tenía una hija de 11 años. Vivía con su familia y además de su tarea en el grupo especial, daba clases de defensa personal. Finalmente, intercambiaron teléfonos y comenzaron a mandarse mensajes de texto; todavía no estaba difundido el Whatsapp. Después Gabriela dejó de contestar. Pero a la semana hubo otro allanamiento grande y con repercusión mediática: como la Metropolitana recién se estrenaba, casi todos los procedimientos tenían prensa. Gaby le escribió para felicitarla: “Muy buena su labor en el operativo”, le dijo. Fabiana sintió que tal vez había una chance. “Igual yo no participé, fue otra brigada”, le aclaró por si acaso. “No importa, todo suma para el equipo”, dijo Gabriela.
Así que Fabiana juntó coraje: “Yo hablo con usted, pero nunca le pregunté su jerarquía”. Gabriela contestó con una ironía: “¿Qué pasa? ¿Le tiene miedo a las jerarquías?”. Fabiana dice que fue kamikaze, no sabía si a Gaby le gustaban las mujeres ni qué intenciones podía tener con ella, hasta ahí todo había estado dentro de los límites de una relación de camaradería entre dos colegas: “No, que le voy a tener miedo, si cuando era cadete salí con una inspectora. Ahora que soy oficial, menos que menos”. Gabriela la cortó en seco: “Bueno, pero como usted habrá visto, yo estoy casada y no soy un buen prospecto para que tenga en cuenta”. Era un freno, pero Fabiana entendió que eso de ninguna manera dejaba en claro que no le gustaba: “Usted se equivoca: su familia y su vida son un problema suyo, pero yo sí soy un buen prospecto para usted”.
Hubo un silencio que duró varios días. Fabiana pensó que ya no volverían a hablar, había ido demasiado lejos. Pero Gabriela no estaba bien con su pareja: se habían ido a vivir juntos cuando eran muy chicos, y hacía mucho tiempo que ella vivía por su hija y su trabajo y su marido era apenas un compañero de cuarto, un señor que esperaba que ella se ocupara sola de la casa y la comida cuando volvía después de horas de servicio. Y la verdad era que algo en la charla cotidiana con Fabiana le había devuelto algo olvidado: había otra persona que pensaba y se preocupaba por ella, que se alegraba por sus logros y con la que compartía cada vez más sus frustraciones y sus alegrías. “Me movió el piso, yo siempre había cumplido con el deber ser, pero ¿y si lo que debía ser era otra cosa?”, le dice ahora a Infobae.
Finalmente, Gabriela volvió a escribirle. No decía nada de lo de ser no un buen prospecto, pero le hacía un pedido que parecía ubicar a Fabiana en un lugar de deseo: “Hagamos silencio de radio el fin de semana porque yo estoy con mi familia”. Así que Fabi esperó, y ese martes, mientras desayunaba con sus jefes y planteaba los temas del día, recibió un llamado a las 9 de la mañana. Gabriela quería verla. Le preguntó a qué hora se desocupaba y quedaron en verse a las 14 en punto en el Shopping Abasto.
El jefe y sus compañeros fueron cómplices. Ese día le dieron algunas tareas livianas para que se liberara temprano. Una de las chicas le dijo: “Seguro que te lleva a un telo, ¿te depilaste? Te vas a una farmacia y te comprás ya una maquinita”. Fabiana hizo caso. Le costó encontrar una farmacia, pero en cuanto lo hizo corrió al baño del Abasto. Tardó tanto que para cuando llegó ya no estaba: encima se había quedado sin batería y no podía avisarle. Al final logró llamarla de un teléfono público: “No, yo ya me fui”, le dijo Gabriela cortante.
Pero al rato cedió. “Ahora vuelvo”, le dijo. Fabiana estaba parada en el punto de encuentro, entre ansiosa y acongojada por el involuntario desplante. “De pronto siento un vozarrón por la espalda: ‘¿Usted siempre piensa llegar tarde?’, me corrió un escalofrío”. Ese día se fueron a hablar a una plaza. La llegada tarde por depilarse no se mencionó ni tuvo mucho sentido: no hubo besos, ni abrazos ni ninguna clase de acercamiento amoroso. Pero, sentadas en un banco, charlaron por horas y cara a cara por primera vez.
Desde entonces, además de los mensajes diarios, comenzaron a verse en plazas. No eran amigas, porque la tensión sexual –aunque tácita– crecía cada vez más, y a las dos les pasaban cosas, pero Fabiana no quería dar un paso en falso y Gabriela tampoco estaba lista para avanzar más que eso. Una tarde a Fabi la mandaron a hacer tareas de investigación a un parque donde se presumía que un hombre le vendía estupefacientes a los chicos que salían del colegio. Su compañero estaba de vacaciones, así que Gabriela le ofreció ir con ella: “No te vayas sola”.
“Para hacerme la canchera, me había ido con una remerita de manga corta y hacía un frío tremendo –cuenta Fabiana–. Y entonces Gaby me abrazó como para abrigarme y yo casi me muero. Me olvidé del tipo que estaba siguiendo, de todo hasta de cómo me llamaba”. Era viernes y venía un fin de semana largo, y ellas mantenían la norma de no escribirse cuando estaban de franco. El martes, cuando se vieron, Gabriela le dijo que había pensado en ella: “Te traje esto”, le dijo, y le dio un libro. Era El manual del guerrero de la luz, de Pablo Coelho. El mensaje era claro: en esos textos el escritor brasileño invita a abrazar las incertidumbres de la vida para atreverse a perseguir los sueños.
También le propuso que entrenara con ella, era, entre otras cosas, una manera de ayudarla a poner en movimiento el cuerpo con el que tanto luchaba Fabiana. Las clases eran en el primer piso de la casa de Gabriela, así que todo transcurría a metros de donde estaba el marido. “Me estaba dando un lugar, por lo menos como amiga, y además era una forma de asegurarme que la vería al menos dos veces a la semana, así que acepté”, dice Fabi.
Pero en las clases, Fabiana sufría: “Había técnicas en las que me agarraba de atrás y el contacto era muy fuerte. Mi corazón ya no daba más, así que después de mucho pensarlo, un viernes, después de la rutina y cuando todos se habían ido, le dije: ‘Mirá Gaby, yo no la voy a caretear más. A mi me pasan cosas con vos y la verdad es que no te puedo ver como amiga ni como instructora. Creo que lo mejor para mí es que nos dejemos de ver. Cuando se me pase todo esto te escribo y si querés volvemos a charlar”.
Gabriela la escuchó en silencio y la vio darse vuelta y caminar hacia la puerta. Entonces, en un impulso, le gritó: “¡Fabi!”. Cuando ella se volvió para mirarla tampoco hubo palabras, sino un beso muy largo. Gabriela callaba, pero estaba entregada. Y al mismo tiempo la carcomían las dudas, ¿estaría bien todo eso? ¿qué iba a pasar con su vida si esa relación continuaba?
Ese fin de semana, por primera vez transgredieron la regla de no hablarse. Empezaron a verse cada vez que podían, al principio siguieron en las plazas y con el mismo esquema de antes: apenas algún roce, nada de encontrarse en un lugar más íntimo. Después, Gabriela comenzó a visitar a Fabiana en su casa. Ahí tampoco pasaba nada, más que la complicidad de saberse enamoradas. Tantos eran los nervios cuando finalmente fueron a la cama, que apenas si lo recuerdan. Pero fue el comienzo de una rutina nueva: Gaby pasaba por su casa todas las mañanas antes de entrar al trabajo. Era como despertarse juntas, aunque nunca pudieran dormir abrazadas por la noche. Soñaban con ese momento.
Por esos días, Fabiana se hizo un tatuaje con el nombre de Gabriela. “Más allá de que yo había tenido otras parejas, para mí Gaby era mi primer amor, un antes y un después en mi vida como persona y como policía. Ella era un norte para mí y yo necesitaba que la marca que había hecho adentro mío se exteriorizara”.
Para el marido de Gaby, Fabiana era una íntima amiga. Al punto que le pedía que la sacara a pasear con la nena para poderse quedar solo viendo los partidos de fútbol. La situación se había enrarecido. Finalmente Gabriela decidió separarse y se lo dijo al padre de su hija. “Fue un infierno, porque él no quería. La agarraba a Fabiana y le pedía que por favor me hiciera entrar en razones. Y después empezó con sus supuestas enfermedades: decía que estaba mal del corazón y amenazaba con matarse”.
La manipulación era tal, que Gabriela decidió poner distancia de Fabiana. Y entonces empezó a recibir llamadas a toda hora. Cuando atendía, le cortaban. Se convenció de que era ella y se llenó de bronca: ¿Cómo podía ser que de un día para el otro la mujer de la que se había enamorado se volviera tan tóxica? Podía entender su dolor, pero no que le hiciera la vida imposible y no la dejara seguir adelante. Terminó por denunciarla.
Fabiana tuvo que responder ante los superiores, pero la investigación arrojó la verdad. Las mayoría de las llamadas no habían salido de su celular, sino de un teléfono público en la esquina de la casa de Gabriela. Quien estaba detrás del acoso no era ella, sino el marido de Gaby que había descubierto todo. La había convencido de que Fabiana era una enferma y que tenía que cortar la relación por el bien de su hija.
Después de la causa en su contra, Fabi había quedado golpeada. Terminaron dándole la baja por el mismo problema que casi la deja afuera de la fuerza en un primer momento: no cumplía con el apto físico por su sobrepeso. Para colmo, lo último que Gabriela le había dicho fue algo que ella malinterpretó y la llevó a tomar una decisión fuerte: “No me gusta como sos”. Gabriela hablaba de la insistencia que la había hecho pasar noches enteras sin dormir, pero Fabiana entendió que se refería a que estaba gorda.
No lo pensó dos veces. Vio a una cirujana y se sometió a un by-pass gástrico. Perdió la mitad de su peso y se tiñó de rubio. Una vez delgada y en forma, logró hacer el apto para entrar en la Bonaerense. De Gabriela ya no tenía noticias. Tuvo otras parejas y a todas les explicó que no pensaba borrarse el tatuaje con el nombre de Gabriela: “Fue la persona más importante en mi vida y la llevo en la piel”, decía tajante.
Gabriela trató de estar en paz. Volvió a la frustración de su pareja y se aferró más fuerte a su trabajo y a su hija. Era un caballo con anteojeras, miraba sólo hacia adelante sin hacerse preguntas. Con el tiempo, logró separars
e. Su hija ya estaba grande y el peso de la culpa ya no la detenía.
Ya en funciones nuevamente y muchos años más tarde, exactamente nueve, Fabiana tuvo la oportunidad de hacer una capacitación importante. Cuando vio que entre los disertantes estaba Gaby, el corazón se le salió del cuerpo. Realmente quería hacer el curso, pero no podía presentarse sin avisarle antes. Así que le escribió, otra vez por Facebook, como cuando se conocieron: “Hola. Mirá, la verdad es que me interesa una capacitación que vas a dar y quiero saber si está todo bien para que pueda inscribirme”. Gabriela le clavó el visto.
Pero Fabiana insistió: “No hay problema, entendí que no están las cosas bien, pero te molestaba porque realmente el curso me interesa”. “Creo que antes de inscribirte en un curso conmigo, vos y yo tendríamos que sentarnos a tomar un café”, respondió Gaby finalmente. Era 2019 y Fabiana sentía otra vez la punzada de una ilusión que no sabía si iba a ser correspondida. “Ahora quiere tomar un café después de todo lo mal que terminó todo, esto no puede terminar bien”, pensó. Tampoco sabía que se había separado.
Dieron varias vueltas para ponerse de acuerdo y hubo algunos desencuentros. Fabiana ya no estaba desesperada y también puso sus condiciones. Ese 21 de septiembre y los dos días que siguieron le tocaba estar en una plaza del conurbano por el operativo para controlar el consumo de alcohol y haciendo de ciclista. Eran tres días seguidos y terminaba agotada. El día de la primavera, Gaby le dijo de encontrarse, pero ella salía muy tarde. Pensó que mejor dar el tema por cerrado, si tenía tantas ganas de verla, la volvería a buscar. “Cualquier cosa te aviso mañana”, dijo Gabriela. Fabi ni le contestó. “Ya fue todo”, se convenció.
Era el domingo 22 de septiembre de 2019. Un día radiante y con la plaza explotada de estudiantes. “¿Cómo está todo por ahí?”, decía el mensaje de Gaby. “Lleno de gente, un despelote”, respondió ella. “Voy para allá”, fue el siguiente mensaje de Gabriela. Igual que la primera vez, todos los compañeros de servicio de Fabi estaban a la expectativa, acompañándola. Ella muerta de ansiedad como si no hubiera pasado el tiempo.
Era así para las dos. En cuanto la vio venir sintió que lo más lógico era saludarla con un beso. No lo hizo, pero daba lo mismo: sus ojos lo decían todo. A la vez tenía miedo, el primer gesto de Gabriela siempre había sido adusto, el ceño fruncido y cara de pocos amigos. Y sin embargo esta vez Gaby también la miraba con amor. La acompañó el resto de las cuatro horas del turno, y de ahí se fueron a tomar ese café que se debían.
“Yo quiero en mi vida una persona que sume”, le advirtió Gabriela en cuanto se sentaron. Sólo entonces Fabi advirtió que las cosas habían cambiado. ¿Por qué le decía eso? ¿Ahora estaba libre para tener una relación con ella puertas afuera? Gaby le contó que estaba separada hacía ya tres años, que su hija –ya grande– se había ido a vivir afuera y que le había costado mucho encontrar paz y volver a armarse; la quería, pero no podía exponerse otra vez a tanto sufrimiento. Después la llevó a su casa y se fue. Entonces Fabiana no pudo contenerse y le mandó un mensaje: “Me quedé con ganas de darte un beso”. “Yo también”, le escribió Gabriela.
Al día siguiente, Gabriela la pasó a buscar a la salida del trabajo. “Nos besamos en cuanto subí a la camioneta”, dice Fabiana. Esa noche, por primera vez en una década de quererse, Fabiana y Gabriela durmieron juntas. Nunca más se separaron. Dicen que no piensan hacerlo: “Nos esperamos tanto que ahora sólo queda disfrutarnos”.
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