El amor es como un espejo facetado de muchas caras con vértices, aristas y reflejos. En algunas, perdura la cordura; en otras, navega la pasión y, también, puede instalarse la locura. Celos enfermizos, generosidad, deseos de exclusividad, fidelidad, egoísmo, compañerismo, son características que podrían convivir bajo el techo de esas cuatro letras.
El de hoy es un amor que nació radiante pero que, en el camino, enfermó. Una de sus partes cayó al abismo de las mentiras y consiguió que la otra mitad casi enloqueciera. Era un amor profundo, pero con uno de sus adláteres enfermo.
Hoy contaremos como la salud mental de Analía, 38, puso en juego la de Franco, 36, y cómo él, en vez de desbarrancar agarrado a ella y hundirse juntos en un mar de reproches, pidió ayuda.
Ahora, van remando en busca de un buen puerto.
El golpe inicial
Franco es correntino y estudió finanzas. Analía es una chica porteña, de clase media, más bien consentida por sus padres, a la que las cosas no le costaron demasiado. Estudió para maestra jardinera y empezó a trabajar en un colegio cerca de su casa antes de conocer a Franco.
La primera vez que se vieron fue en casa de unos amigos. Analía tenía 28 años y Franco, quien trabajaba en una consultora económica, dos años menos. Fue un flechazo total. Unos meses después ya se estaban presentando a sus respectivos padres y hermanos. Analía conoció Corrientes y se sintió muy cómoda. Se ganó una amiga en su cuñada y tres sobrinos chiquitos.
El noviazgo continuó feliz y se dedicaron a disfrutar de su tiempo libre. Hicieron algunos viajes: uno a Perú, otro al sur y uno más para conocer Europa.
Con Analía al borde de los 30 decidieron que había que dar el gran paso y asentarse. Entre los dos sueldos podrían bancarse perfectamente. Pero antes quisieron pasar por el registro civil y por la Iglesia. La sencilla fiesta de casamiento se llevó a cabo en una casaquinta de los padres de él, cerca del Río Paraná. Franco, que es quien cuenta anónimamente su historia, dice que fue uno de los días más felices de su vida. Se estaba casando profundamente enamorado.
“Todo salió perfecto. Su familia era encantadora y vinieron muchos amigos, incluso compañeros míos del trabajo. Fue una fiesta súper divertida. Al final le dediqué en público unas palabras que la hicieron llorar”, cuenta emocionado.
La vida siguió en Capital Federal, en un departamento de dos ambientes, en Olivos. Unos tres meses después, Analía quedó embarazada. Saltaron de alegría, pero duró poco. A los 41 días de gestación perdieron al bebé. Le hicieron un raspaje en medio del llanto.
La ilusión se había evaporado al igual que la alegría. La más golpeada resultó Analía. Se la veía deprimida y desganada.
Los dos años siguientes estuvieron intentando que ella volviera a quedar embarazada. Preocupados consultaron a especialistas y Analía comenzó un tratamiento con estimulación ovárica. Las hormonas y la tristeza no tratada hicieron de las suyas en la cabeza de Analía.
“Estaba rara. Como desinteresada de todo lo que siempre le había gustado. Me preocupé mucho y le aconsejé hacer terapia. Incluso le ofrecí que hiciéramos los dos juntos. El tema de no poder tener un hijo la tenía mal. Yo le decía que ya se daría, que tuviera paciencia”, admite Franco.
Ahí comenzó la primera de las mentiras. O, por lo menos, la primera de las que Franco tiene hoy registradas. Analía le dijo que no se preocupara, que ella ya estaba yendo a terapia desde hacía un tiempo y que no le había comentado para no preocuparlo. Iba todos los jueves por la mañana porque, por la tarde, trabajaba en el jardín de infantes de un colegio. Franco suspiró aliviado.
La siguiente faceta que cambió en su relación fue algo que él, al comienzo, no tomó muy en serio. Analía empezó a mostrarse muy celosa. Jamás lo había sido hasta entonces. Comenzó a querer controlar los días que él jugaba al fútbol, la ropa que usaba para las comidas con amigos del trabajo y preguntaba por las mujeres de la oficina. Franco no entendía qué estaba pasando, pero creyó que sería algo pasajero, que con la “terapia” las cosas volverían a encarrilarse.
Cartas y chocolates
Un día Franco estaba en la oficina cuando ella lo llamó sumamente alterada. Lloraba nerviosa y le dijo con voz cascada que la habían llamado a su celular jadeando. Era, sostuvo, una voz de mujer que le había revelado que Franco era su amante.
Él sintió que se abría un vacío bajo sus pies. Le pidió permiso a su jefe y corrió hasta su casa. Veinte minutos después estaban sentados juntos, abrazados. La consoló, le aseguró que había un error y que jamás la había engañado. Pero Franco se quedó mascullando. ¿De dónde venía ese llamado? ¿Quién era la mala persona que hacía semejante broma o mentía de esa manera? No pudo averiguar nada ni llegar a ninguna conclusión. No tenía enfrentamientos con nadie ni exnovias amenazantes. “Llegué a pensar en cualquier cosa. ¿Podía ser alguna amiga del trabajo que estuviera chiflada? ¿Alguna vecina del consorcio del edificio, que yo presidía, estaría enojada por la suba de expensas o los arreglos pactados? No podía imaginar ninguna situación que me llevara a ese escenario ridículo”, confiesa.
Estaba en un callejón sin salida.
La siguiente trompada se la dio un simple chocolate de kiosco envuelto en papel aluminio rojo. Analía lo encontró en su bolsillo en la campera que Franco había llevado al trabajo. Pero él, por sus alergias, no comía chocolate.
Otra vez, las lágrimas y la sensación de que estaban rodeados de malos fantasmas.
“¿En qué momento alguien me había metido ese chocolate en el bolsillo? ¿Con qué fin? ¿Cómo lo encontró Analía antes que yo?”, refiere.
Era una situación absurda, pero que generaba alta tensión en la pareja. Era obvio que Analía pensaba que ese chocolate era un detalle de “la amante” para ser descubierto y generar discordia entre ellos.
El siguiente episodio fue peor. Unas semanas después en el bolsillo trasero de su pantalón apareció un ticket de restaurante con tres letras escritas en birome azul: “Mío.TMN”. La cuenta era de cinco días antes y el restaurante era del barrio de Puerto Madero. En la descripción se podía leer claramente: pescado, tarta, vino y una gaseosa… Analía lo confrontó con una rabia incontenible. ¿Con quién había ido a almorzar que le había escrito eso en el ticket? Franco, que ni siquiera conocía el lugar, no atinaba a decir nada. “¿Cómo defenderme de algo que no había hecho? ¿Cómo podía hacerle entender que ese papel no era mío? ¡No podía comprender cómo había terminado ese ticket en mi jean! A todo esto, las llamadas jadeantes continuaban cada vez que yo me iba. Sentía que estaba enloqueciendo”, revela.
Los fantasmas viajan
Entre la confusión y la pena que sentía por Analía, quien se veía destrozada, Franco comenzó a sentir otra cosa: rabia.
“Ahí me preocupé porque soy un tipo tranquilo y reflexivo. No era lógico nada de lo que me estaba pasando y mi pareja se deterioraba día a día. Eso me generaba un enojo interno que no podía controlar. Estaba descuidando mi trabajo en la consultora por todos estos conflictos. Sentía que mi vida se había arruinado sin saber de qué manera y que la felicidad que había tenido se alejaba. Decidí hacer terapia yo también para ver si eso me ayudaba a manejar las cosas. Pedí turno a un especialista que no conocía”.
Llegó el verano y, por consejo de sus respectivos psicólogos, se fueron de viaje.
La idea era poner distancia y ahuyentar a esos fantasmas que los rondaban. Viajaron a Miami, Estados Unidos, por dos semanas. Lo pasaron muy bien, casi como antes. Eso fue hasta el día antes de volver a Buenos Aires.
Estaban haciendo las valijas en el departamento que habían alquilado. En un momento, Analía quiso mirar algo en su celular, pero dijo que no le tomaba el wifi. Le pidió prestado el suyo a Franco. Él le mencionó que estaba en la mesa de luz del dormitorio. Analía fue a buscarlo y minutos después se desató el sorpresivo huracán. Había encontrado que él tenía un mensaje de las 11.09 a.m que decía: “No aguanto más esta espera… decime ya cuándo volvés. Te amo. TMN”.
Él estaba arrodillado sobre su valija y Analía, furiosa, lo empujó. Cayó al piso hacia atrás. Con rabia, ella estrelló el celular de él contra el espejo del living con tanta fuerza que lo hizo añicos. Volaron los vidrios.
Franco, sentado en el suelo, sintió ganas de llorar. No podía ser que hasta ahí los persiguieran… Estaba enloqueciendo y no tenía contra quién pelear.
El retorno fue con ellos distanciados. Ella, enojadísima por la traición. Él, enojadísimo con la vida.
Una revelación inesperada
Otra vez en casa, las cosas no mejoraron. Sin embargo, Analía no se planteaba el divorcio a pesar de estar en crisis por la infidelidad de la que lo acusaba a Franco.
Franco sí habló de separarse con su terapeuta. Pero no entendía por qué lo estaría haciendo, porque él amaba a Analía: “Estaba por divorciarme por una amante que no existía. Era tan ridículo que no lo podía hablar con nadie. Aunque todos mis amigos y familiares ya se daban cuenta de que algo pasaba. La tensión se notaba en el aire”.
Fue después de un par de cumpleaños en los que estuvieron con amigos que recibió un llamado de una de esas personas siempre presentes en los festejos. Era una amiga de Analía del colegio primario. La llamaremos Martina.
Ella lo llamó a la oficina y le dijo que quería hablar con él en privado para comentarle algo. Pero que, por favor, no le dijera nada a Analía.
Se encontraron en un café de Núñez, un día de semana. Lo que ella le contó puso patas para arriba su vida. Más de lo que estaba. Pero también le aportó una salida a la incógnita y los fantasmas.
“No sé cómo decírtelo. No quiero que lo tomes a mal. Y tampoco es que yo tenga pruebas concretas, pero hay algo que quiero que sepas. Sé por Analía que estás mal y también de las sospechas que ella tiene de que tenés una amante. Analía, en su adolescencia, tuvo unos períodos raros en los que decía mentiras complejas e inventaba cosas raras. En clase, en joda, le decíamos ‘la mitómana’. Después nos olvidábamos de todo y seguíamos nuestras vidas. Se volvió una característica de ella por eso no le prestábamos mucha atención cuando inventaba tonterías. En una época dijo que tenía un novio, que vivía en Córdoba, pero nadie jamás lo vio. Otra vez, sostuvo que se había ido de viaje a París con unas primas, pero todas sabíamos que era otra mentira. También contó que tenían mucha plata porque sus padres habían heredado a una tía millonaria que vivía en Escocia. No sé quién se lo tragó, pero yo conocía su casa y nunca me pareció que les sobrara un mango. Alguna vez lo hablamos entre nosotras y concluimos que lo que quería era ganarse la atención, el centro de la escena. El año pasado, Analía me contó que sospechaba que tenías una mina. Hasta ahí podía ser cierto, pero hace un par de meses me dijo que para pescarte y conseguir pruebas ella te mandaba mensajes anónimos desde una cuenta de mail que se creó y de texto con un celular con chip. Me dijo que vos estás muy mal psicológicamente y que le decís que la amás, pero ella igual cree que algo debés tener por eso intenta descubrirlo. Desde hace algún tiempo pienso que eso que le pasaba cuando era chica y lo que me contó ahora, tienen que ver con lo mismo. Ella puede tener alguna patología para mentir tanto. No puedo dejar de contarte esto, porque ¿quién más lo va a hacer? Su familia está en babia y no se entera de nada. Para mí tendrías que hacerla ver, algo no está bien en su cabeza. Es un consejo, pero no quiero meterme ni hablar con ella. Menos que le digas que yo te conté. Solo lo hago porque te veo sinceramente preocupado y me sentiría muy culpable si no lo hiciera”.
La bomba de la verdad estalló sobre la mesa haciendo salpicar el café y el alma.
Plantarle cara a la verdad
Franco quedó alelado. Nunca se le hubiera ocurrido pensar que todo lo que pasaba pudiera venir de alucinaciones que experimentaba su mujer. No había mensajes, ni llamadas, ni nada. Todo era un gran invento. Se asustó.
“Que tu mujer esté mal de la cabeza es algo que te aterra. ¿Cómo era? ¿Analía estaba loca y yo, como un boludo, no me había dado cuenta? ¿Cómo tenía que moverme hacia adelante?”. Era un enredo mental. Tenía que encontrar la punta del hilo para desatar los nudos. Mientras, Analía seguía con la rutina de sus reclamos: que le habían tocado el portero eléctrico en medio de la noche cuando él estuvo de viaje en Chile; que tenía catorce llamadas perdidas en el celular de alguien desconocido; que le habían dejado una notita por debajo de la puerta que decía, en una letra de imprenta, “Te extraño tanto”. Cada tres o cuatro días había una novedad del estilo.
Franco no daba más y ya no podía disimular su enojo. Sabiendo la verdad había dejado de mostrarse comprensivo y había empezado a demostrar fastidio. Ella reaccionó ante la aparente falta de empatía de él con más cuentos inverosímiles.
Un día de esos a Franco le terminó de caer la ficha: si tenía una enfermedad mental debía hacer algo urgente.
“No sabía cómo seguir. Tenía miedo a su reacción. No podía creer que todo fuera mentira. ¿Me mentía para hacerme sufrir? ¿O lo hacía para ocupar el centro de la escena y ser una víctima frente al mundo? Me tragué la furia que me surgió primero. Después sentí tristeza ¿Con quién estaba? Sentía que mi terapeuta no daba pie con bola con algo tan complejo y pedí turno con un psiquiatra. Quería saber si estaba haciendo las cosas bien o cómo hacerlas. Así fue que un día, en medio de una pelotera, tomé coraje y la encaré. Le dije que sabía que todo era una gran mentira suya. Que me torturaba porque quería tener capturada mi atención. Que yo la amaba, pero que si ella quería que siguiéramos juntos y yo no pidiera el divorcio, ya mismo teníamos que empezar terapia y ella debía tratar su problema”.
Analía se desmoronó y lloró. No admitió nada, pero no discutió como otras veces. Se refugió en las lágrimas y aceptó el desafío de recurrir a profesionales.
Esto tuvo lugar en noviembre del año pasado. Desde entonces han desaparecido los fantasmas y están reparando el vínculo. Franco asegura que ambos sienten amor. No explica qué le diagnosticaron a Analía, pero explica que quiere hablar en un medio, sin dar nombres, porque quiere concientizar. Dice que son muchas las personas con problemas de salud mental. Y que estas dolencias no solo dañan a quienes las padecen sino también a quienes las aman.
Franco reconoce que tuvo que apoyarse en familiares y amigos, pero que no todos se mostraron de acuerdo a que siguiera su matrimonio con ella: “Algunos me dijeron directamente y, sin metáforas, que me escapara cuanto antes. Que no se me ocurriera tener un hijo con ella. Que me iba a terminar metiendo a mí en un manicomio. Yo elegí quedarme. Y, por ahora, solo hablo con quienes bancan mi opción”.
“Cuando hay amor verdadero, las parejas deben apoyarse el uno al otro. Cuando el cura nos preguntó si queríamos estar en la salud y en la enfermedad, yo respondí a conciencia que sí. Pero, en general, uno siempre piensa en algo mortal, en un cáncer o algo así. Nadie piensa en una enfermedad mental. Las alteraciones mentales pueden ser tanto o más dañinas que otras patologías, porque tu pareja de pronto no parece tu pareja. Esa es la parte más difícil. Amar aún en la enfermedad mental. Por esto, y porque es la mujer que elegí, es que me volqué a ayudarla. Y, así, ayudarnos. Si consigo que ella esté bien y en su eje, habremos triunfado los dos. Yo no dejé de amarla nunca, aunque por momentos le tuve bronca por lo que me hacía. Después entendí que no era algo que me hacía a mí, es algo que le pasaba a ella. Que Analía tenía que enfrentar sus fantasmas, ahuyentar sus miedos y curarse. En eso estamos. No se trata de amar más o menos, se trata de ejercer el amor que uno se tiene responsablemente. Si tu mujer o tu esposo están con gripe, vos le tomás la fiebre y le das antitérmicos, ¿no? Lo mismo hay que hacer con los problemas mentales. Hoy con Analía estamos transitando el buen camino y vamos a recuperarnos antes de intentar nuevamente tener hijos”.
Como el vuelo desequilibrado de un pájaro con un ala quebrada que va arañando el aire que lo sustenta, así va bufando la locomotora de estos corazones heridos.
Franco y Analía, están buscando ese equilibrio preciso que les devuelva la sonrisa perfecta porque, por suerte, en el tanque de combustible de su pareja todavía queda muchísimo amor.
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