La primera vez que Eduardo la vio fue a mediados de 2002. En los meses antes de conocerla le había pasado de todo, como al país. Se puso de novio con una chica sin pensarlo mucho y sin pensarlo mucho tuvieron una hija; lo echaron de la empresa donde trabajaba, en pleno ajuste, y de un día para el otro quedó sin ingresos y con una familia a cargo. Tenía 27 años y la presión de hacerse adulto a como diera en medio de una de las crisis socioeconómicas más violentas de la historia argentina.
Entre clubes de trueque y ferias de artesanos, con su mujer empezaron a vender velas y jabones. Primero, en el centro cultural del barrio; después, él armó un carrito y empezaron a salir los dos por Palermo, que florecía contra todo pronóstico. Se turnaban para cuidar a la beba y recorrer los restaurantes en busca de clientes. Su relación se convirtió rápido en algo más parecido a un equipo que se repartía tareas que a una pareja de enamorados, le dice ahora Eduardo a Infobae.
Una tarde de invierno distinguió por la ventana de un bar a un viejo conocido de la infancia. Necesitaba vender y había olvidado el pudor, así que entró y se acercó a su mesa. Lo saludó y le recordó que de chicos iban al mismo club. “Hola, ¿te acordás de mí?”, dijo mientras desplegaba los productos. El tipo lo vio fuera de contexto y aceptó que le mostrara. No estaba solo, tal vez por eso era más simpático de lo esperado, tal vez quería ser galante con esa mujer que, en cuanto Eduardo pudo mirar bien, descubrió distinta a todas. “Era como una aparición: rubia y de ojos azules, alta y etérea como Uma Thurman en su época dorada”, dice Eduardo. También que ya no pudo dejar de mirarla. Ni ese día ni nunca más.
El viejo compañero del club compró unas velas y una caja de jabones artesanales. Los productos traían un cartoncito atado con su teléfono, porque Eduardo y su mujer también hacían repartos a domicilio. No pasó mucho hasta que recibió un pedido a nombre del tipo. Era una dirección por Colegiales y Eduardo supo al verla que estaba yendo a la casa de ella. Trató de ser todo lo profesional que pudo esa y las veces que siguieron. Su Uma Thurman se llamaba Valeria y se convirtió en una clienta habitual de su emprendimiento.
Con el tiempo, el proyecto de Eduardo y su mujer creció, y pasaron de la venta ambulante a un local propio en Chacarita. Valeria empezó a ir con su marido: le gustaban las velas de vainilla y mirra y siempre llevaba jabones de jazmines y azahares. Él la veía entrar al negocio con su metro setenta, iluminando todo como si el sol la siguiera y preparaba las cajas antes de que se las pidiera. Parecía que flotaba a diez centímetros del piso. “Era obvio que era bailarina”, dice Eduardo ahora. Por si quedaban dudas, se lo preguntó. Había que sacar temas a toda costa, lo que fuera para retenerla un rato más en el local una vez que la bolsa papel madera con los jabones y las velas estaba lista.
Valeria le dijo que bailaba tango: escénico tres veces por semana en un estudio cercano y canyengue en las milongas cada vez que tenía un sábado libre. La vio entrar embarazada del brazo de su viejo compañero: su hija nació unos meses después que el segundo de Eduardo. Ahora Uma empujaba un cochecito con la misma gracia con que hacía todo.
Un mediodía ella entró con su hija y la sentó en el mostrador mientras él ensayaba alguna galantería disimulada. Acostumbrado a remar conversaciones en la calle, Eduardo le contó una anécdota. Hacía años, el padre de un amigo se había cruzado con Troilo en un aeropuerto. “Le dijo: ‘¿Maestro, por qué no me gusta el tango?’, y Pichuco ni se mosqueó: ‘El tango te va a esperar, pibe. El tango siempre te espera’”. “Todos los tangueros dicen lo mismo”, dijo ella, y él estuvo a punto de decirle que pensaba hacer eso, que lo estaba haciendo, que lo suyo era esperarla sin urgencias ni certezas.
Pero entonces, la beba, que en la distracción había agarrado un caramelo de los que Eduardo tenía para convidar a los clientes, comenzó a toser, ahogada. Él vio a Valeria desesperarse y sacudirla en el aire, la reacción coreográfica de una leona rubia; no atinó a hacer nada, ni supo qué decirle. Al final, la nena escupió el caramelo que tenía atascado en la garganta y ella la abrazó con fuerza. Después miró a Eduardo con desprecio: “Sos un pelotudo”, gritó arrastrando la u, y se fue dando un portazo.
Por un tiempo no volvió. A veces Eduardo la veía pasar apurada por la vereda de enfrente o pedaleando en su bicicleta verde, y se imaginaba él también apretando el paso para seguirla, o escapando los dos en bicicleta hacia otra vida mientras en la pantalla pasaban los créditos. Cuando estrenaron Kill Bill, fue al cine dos veces, para él Beatrix Kiddo no era otra que Valeria, en versión guerrera y vestida de amarillo brillante: una mujer contra todas las adversidades del mundo, abriéndose camino con pasos de karate o de baile.
No sabía lo cierto que era eso de las adversidades hasta que la vio entrar de nuevo al negocio con su viejo compañero y sin la beba. El tipo que recordaba fuerte y atlético, ganándole partidos de tenis a jugadores de Copa Davis, tanto más armado y seguro que él desde que eran chicos; el tipo que se había casado con la más linda, una mujer a la que él sólo podía aspirar en sus fantasías, estaba flaquísimo y pálido como un fantasma. “Se le notaba en la piel que no estaba sano, usaba un buzo tipo canguro para cubrir los efectos de la quimio –dice Eduardo–. Estaba mal, estaba pésimo, pero a mí se me nubló la cabeza: por un segundo sólo pude imaginarla a ella disponible, viuda, soltera. Una vía libre para intentar algo. La cabeza es cruel y se me instaló ese pensamiento: él se iba a morir y era mi oportunidad”. Tuvo que esforzarse para pensar en otra cosa.
Después dejaron de ir al local. Eduardo siguió viéndola ir y venir del trabajo o del colegio desde la ventana: el paso de una bailarina triste, erguida pero rota. Entendió sin que nadie se lo contara: su Beatrix Kiddo lloraba por la calle sin consuelo. A veces sola, a veces de la mano de su hijita. Nunca se animó a cruzar para hablarle, ¿qué podía decirle que no sonara falso y vacío? Iba a descubrir en su cara que aunque su dolor no lo alegrara, abría para él la ilusión de lo posible.
La siguió viendo pasar por la vereda de enfrente por un tiempo y después sólo en su imaginación. A lo mejor se había mudado, a lo mejor se había vuelto a casar. Él mismo se había separado de la madre de sus hijos y estaba en pareja de nuevo. ¿Por qué? Por no estar solo, por inercia. Su segunda mujer también era una clienta que, como le gustaba menos y estaba sola, le resultó más fácil invitar a salir. Le dijo que sí y el resto fue de suyo: convivencia, más hijos, un nuevo reparto de tareas. Era como un espejo de su relación anterior, cambiaba la cara con la que compartía la almohada, pero el tedio y las frustraciones eran parecidas.
Cada vez que sonaba un tango, armaba con prolijidad su bolso imaginario para fugarse en bicicleta con su Beatrix Kiddo. A veces soñaba despierto que la buscaba con su moto por la casa de Colegiales, ella lo esperaba en la puerta con tacos y medias de red, lista para salir a la pista a bailar con él al menor cabeceo.
Habían pasado veinte años de la primera vez que la vio en el bar de Palermo y otra crisis lo dejó sin local y con cuatro hijos que mantener. Volvió a patear las calles como vendedor ambulante y se abrió una página web. Acababa de separarse por segunda vez e iba con su carrito ofreciendo velas en los lugares de siempre cuando le pareció verla de lejos, más grande, pero igual de hermosa, el mismo andar etéreo de antes. Las redes le habían permitido seguir algo de su historia y adivinar el resto: Valeria seguía sola.
Hacía una semana que él vivía con su bolso en casa de un matrimonio amigo cuando descubrió su foto en el Instagram de un cliente. Ya no lo pensó dos veces: le escribió con cualquier excusa, una oferta especial de jabones. Después puso las cartas sobre la mesa: “Te vi en una foto con Valeria, ¿se conocen?”. El cliente le dijo que eran íntimos y que justo esa noche iba a verla, qué por qué tanto interés. “La conozco de otra vida, ¿está soltera? ¿querrá salir a tomar algo?”. “Le pregunto en un rato y si me deja te paso su teléfono”, resolvió el hombre y la eterna esperanza se volvió tangible.
Media hora después entró el mensaje con el teléfono de Valeria: “Dice que sí”. A Eduardo el corazón se le dio vuelta. ¿Qué iba a hacer? ¿A dónde la llevaba? ¿Qué podía decirle que le interesara después de tanto tiempo? Al final no fue tan difícil: “Hola Vale, acá Edu, ¿estás para que salgamos en estos días?”. Siguió un ida y vuelta furioso y cada vez más subido de tono hasta la semana siguiente, cuando concretaron el encuentro. Fueron los mejores cinco días de su vida, los días en que creyó que era real. Que después de años de imaginarla, su Uma iba a traspasar la pantalla.
Fueron a tomar algo a una barra y hablaron de sus vidas; como Eduardo la había stalkeado por décadas sabía mucho más de ella que ella de él, toda la información que había en Google, por lo menos. Para romper el hielo, le dijo: “Nos corrió mucha agua bajo el puente”. Ella se rió y afiló su katana: “¿Agua bajo el puente? A mí me cayó un tsunami, Edu”. Hacía doce años que era viuda, nunca había vuelto a formar pareja, su refugio seguía siendo el tango –ese lugar donde no hacía falta encariñarse para bailar pegado–, se repartía entre un trabajo exigente y el cuidado de su hija que todavía era chica.
El mintió que se había separado hacía un año, aunque admitió que estaba durmiendo en casa de amigos “en el living, de prestado, y haciendo la desaparición del colchón todas las mañanas”. La acompañó a su casa y la despidió con un beso que ella correspondió como en sus mejores sueños. No podía llevarla a ningún lado, le pareció bajo ofrecerle ir a un telo y ella vivía con su hijita, así que el resto quedó en suspenso. Al día siguiente, Valeria se fue veinte días de vacaciones y quedaron en verse a su regreso. Los quince días de más ansiedad que recuerda Eduardo, pensando cómo enamorarla, qué decirle, qué mensaje mandarle para mantenerla interesada.
Iba pensando en eso cuando se cayó de la moto. Se lastimó una pierna, se sintió poco, demasiado poco para esa mujer perfecta. Sin casa, sin plata, viviendo de la buena onda ajena, que comenzaba a agotarse igual que sus ganas. La depresión era una escala obligada, el psiquiatra le dio medicación que Eduardo empezó a tomar enseguida: quería estar recuperado cuando Valeria volviera.
Cuando estuvo de vuelta, él la invitó a comer. No le contó de su tristeza, quería que lo viera fuerte: “Nadie desea a un tipo triste”. Otra vez cerraron la cita a los besos, pero sin sexo. Salieron de nuevo: improvisó para ella un picnic con velas y vino frente al muelle de los pescadores. Esa noche ella le hizo saber que no tenía problema en que la siguieran en un hotel. El hizo lo que pudo, contento, ansioso, asustado: “Tenía adelante mío y desnuda a la mujer que más deseé en la vida, pero nada del resto funcionaba. Los antidepresivos no van bien con la virilidad. Ella en cambio era una loba de 50 años, con mil batallas encima. Me sentí chiquito y torpe, insuficiente”, resume Eduardo.
La llevó a su casa y, cuando la dejó en la puerta, sintió que se moría. “Al otro día la llamé, quise explicarle lo de la pastilla, pero ella respondió en modo Kill Bill: ‘Estamos en otra sintonía’, me dijo”. El pozo de Eduardo se hizo más profundo: “Me había sentido vivo por primera vez después de 20 años de dos matrimonios que parecían uno, y ahora eso se diluía de manera atroz”, cuenta. También que probó de todo: terapias alternativas, microdosis, meditación y más pastillas. Al final, priorizó a sus hijos y consiguió un lugar propio, una casa para compartir con los chicos, aunque –en su fantasía– también con ella.
Con las llaves en la mano, la invitó a comer a su departamento. Ella accedió sin vueltas. Lo besó en el ascensor y le tiró el cuerpo encima. “Yo tenía un viagrazo padre –dice Eduardo–. No podía permitirme volver a fallarle y a fallarme. Cogimos toda la noche y fue todavía mejor de lo que había imaginado”. Esa semana, Eduardo le hizo un novio enamorado, capaz hubiera sido mejor contenerse, pero no podía hacer otra cosa. No especuló. Le mandó mensajes y canciones a toda hora y le escribió poemas y el relato pormenorizado de su historia, desde la primera tarde que la vio en Palermo. Le mandó sus velas preferidas con un ramo de flores. Le dijo que quería hacerle masajes, cocinarle rico y adorarla sin pausa. Pero la que puso una pausa fue Valeria. Al principio dejó de contestarle y después fue clarísima: “Edu, yo no quiero un novio. Está todo bien, pero aflojá un poco. Yo no duermo con nadie, no salgo con nadie, vuelvo siempre a mi casa con mi hija. No tengo interés en tener algo serio con vos ni con ningún tipo”.
Eduardo le dijo que entendía y se acomodaba a lo que ella quisiera, pero era falso que pudiera hacer eso. Lo carcomió la ansiedad hasta que volvieron a verse y entonces fue todo demasiado raro. La complicidad de las veces anteriores había desaparecido. Otra vez no pudo, se sentía exigido, comieron en silencio. La ilusión ya no lo deja engañarse: Valeria quiso irse desde que llegó, aunque se dejó besar –¿por lástima?– antes de subir al taxi.
Eduardo dice que cada tanto ella le contesta algún mensaje, que lo de él no es obsesión y que entendió que la quiere por lo que es, por lo que pudo conocer más allá de lo que había imaginado. “Le digo que la sigo esperando, que la voy a esperar siempre, como el tango”. Pero Valeria baila en su mundo y ajena a sus esperanzas, baila en un tiempo distinto dónde ese vendedor ambulante con el que la cruzó el destino es apenas una anécdota.
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