Ninguno se acuerda bien de cuándo fue la primera vez que se vieron. Para Gloria, Pedro era parte de un universo conocido desde siempre. Los encuentros a la salida de la parroquia, las fiestas en los clubes, las salidas en grupos de chicas de su colegio con chicos del suyo, las calles arboladas de zona norte –entre Florida y San Isidro– y las veredas seguras de otra época, cuando podían quedarse horas en una esquina hablando de cualquier cosa.
Se gustaban en secreto. Gloria sabía que a él también le pasaba algo con ella porque lo veía desde la ventana cuando pasaba mil veces por la puerta de su casa en busca de que la casualidad los encontrara. Sabía por cómo la miraba y porque, aunque era –también desde siempre– el amigo de su hermano Nacho, ahora cuando estaban juntos parecía más interesado en ella que en nada ni en nadie.
Pero la verdad es que Pedro nunca se animó a decirle una palabra sobre lo que sentía hasta mucho –muchísimo– más tarde. Ni siquiera la vez que ella llegó con cara de fastidio a una fiesta del CASI y le rogó que la rescatara: una amiga le había presentado a un compañero del novio al que ella –altísima como era– le sacaba dos cabezas, y el chico tampoco zanjaba la distancia con onda ni simpatía. Gloria se iluminó al ver al grupo de los amigos de su hermano y se deshizo del candidato. Y Pedro podría haber aprovechado, pero lo frenaban muchas cosas. La timidez, primero. Pero también el miedo de ofender a su amigo, o de que después las cosas no funcionaran y terminara por perderlo todo: a Gloria, a Nacho y a la placidez de ese amor adolescente y platónico.
Entonces ella no pasaba los 15, pero en los tres años siguientes definió su vida: iba a estudiar profesorado de inglés y se iba a casar con Jorge. Con él todo fue fácil y rápido; era buenmozo, inteligente y le encantaban los deportes como a ella. Se pusieron de novios enseguida. Cuando se casaron, ella tenía 21 y le había perdido el rastro a Pedro. Los hijos también llegaron pronto: un varón y dos mujeres que junto con la perrita de la familia poblaron la casa de risa y ruidos, y la rutina de Gloria de tareas de cuidado.
Durante años –jóvenes, felices y apurados– el tiempo de Gloria se repartió entre su trabajo en el colegio donde daba clases, correr de un lado a otro con los chicos, la vida social con Jorge, y su pasión, el tenis. Hasta que, en 2012, esa estructura perfecta, casi modélica, de la que sentía tanto orgullo –un matrimonio amoroso y la foto para el marquito de plata de los chicos, el perro y la casa–, se quebró de un día para el otro, atravesada por la enfermedad de su marido.
Jorge comenzó a sentirse mal y –justo él que siempre había sido hiperactivo y deportista– de pronto vivía cansado, pero los médicos tardaron meses en dar con el diagnóstico. Finalmente le encontraron un tumor en el cerebro y lo operaron. Siguieron la terapia de rayos y otras operaciones y parecía que estaba mejorando. Pero, en 2014, le encontraron otro tumor en un riñón. El proceso fue largo y hubo errores médicos y un largo peregrinar para dar con el tratamiento y los profesionales indicados, pero era tarde: el cáncer era agresivo y estaba muy avanzado. Murió en su casa el 14 de agosto de ese año.
Para Gloria fue una mezcla de cosas: el dolor de perder al compañero de más de treinta años, la tranquilidad de saber que había estado con él hasta el final y ahora por fin estaba en paz, la responsabilidad de sacar adelante a su familia sola, y la certeza, a los 55 años, de que para ella “había terminado una etapa como mujer”. Jorge había sido el único hombre de su vida y estaba convencida de que no habría otros.
No estaba deprimida, pero sí muy triste. Se volcó a sus hijos y su trabajo, en modo “robotito”, y hasta dejó de entrenar y jugar tenis. Una tarde, su hermano la enfrentó con cariño y firmeza: “Vos tenés que seguir tu vida, volver a hacer las cosas que te gustan, ¡no sos vos la que está muerta y no podés estar sólo para trabajar”. Era cierto que el trabajo la había ayudado en el peor momento porque fue una forma de ocupar su tiempo y de darle un marco de horarios y compromisos a lo que para ella había dejado de tener sentido. Pero fue revelador descubrir que había otras cosas de las que podía disfrutar: salir con amigas, volver a entrenar, e incluso tirarse a ver sus redes tranquila y sin la presión de las obligaciones urgentes.
En eso estaba en febrero de 2020 cuando empezaron a llegar las primeras noticias de la pandemia. Ese mes cumplió 60 años y los recibió contenta: después de todo, había salido a flote, sus chicos estaban grandes y les iba bien, tenía una red de hermanos y amigos que estaban cerca cuando los necesitaba, y ahora además sabía que podía sola. Esa noche recibió también un mensaje de feliz cumpleaños de Pedro. Hacía años que se seguían por Instagram en silencio, siendo testigos de sus vidas pero sin ningún intercambio, igual que cuando en la adolescencia ella lo veía pasar desde la ventana de su cuarto.
Pedro se había casado poco después que Gloria y tenía tres hijos de las mismas edades que los suyos. Era ingeniero y la multinacional para la que trabajaba lo había trasladado a los Estados Unidos hacía más de dos décadas. Ahora vivía en Nueva Jersey y era viudo como ella: su mujer había muerto de manera repentina en 2015, poco después que Jorge. Gloria había seguido todo eso por arriba, tanto como deja saber sobre otro un feed de Instagram.
Todo lo que contaban en los medios sobre los casos de Covid en Nueva York era horrible. Por eso, cuando leyó el saludo de Pedro, se animó a preguntarle cómo estaba la situación de la pandemia allá. La respuesta fue “una explicación digna de un ensayo”. Imposible que no diera lugar al ida y vuelta.
Así, después de hablar largo y tendido, Pedro le mandó su número de teléfono. Parecía menos tímido que en la adolescencia y quería que siguieran la charla por Whatsapp. “Me congelé –dice Gloria a Infobae–. No estaba preparada para tener un vínculo más profundo. Me sentía segura hasta ahí. Dudé mucho, pero no lo contacté. Hasta que me pidió el mío, y otra vez la duda. Al final se lo pasé, segura de que en algún momento lo bloquearía”.
Entonces empezaron a chatear todos los días, todo el tiempo. Después de ponerse al día, todo se dio con naturalidad: no sólo tenían en común la adolescencia compartida, sino lo que les había pasado en el camino. Los zooms también comenzaron a ser diarios, como las canciones que él le mandaba porque sentía que hablaban de ellos: “La primera fue Perfect, de Ed Sheeran. Todos los días me sorprendía con una nueva”. Era volver a ser adolescentes y también volver a conocerse.
Hasta que un día, Pedro se atrevió a confesarle lo que no le había dicho 45 años antes: “Yo estaba muy enamorado de vos, Gloria”. Ella dice que quedó como en shock, no por aquel amor platónico de la juventud, sino por lo que le pasaba ahora: “De repente, me estaban sacudiendo la estantería. Mi vida era tranquila. Trabajar, jugar al tenis y estar con mi familia. Y acá estaba él enamorándome cada día”.
A Gloria jamás se le había cruzado por la cabeza la idea de tener una pareja nueva, pero entendió entonces que, sin darse cuenta y con la calma de lo virtual y la distancia física, estaba en una relación tan real como la alegría que sentía cada vez que recibía un mensaje de Pedro. Juntó coraje y habló con su hija menor, que todavía vivía con ella: “Te tengo que contar algo”, dijo con la solemnidad del caso. “Ay, ¡ya sé mamá, te escucho todas las noches cuando te encerrás en tu cuarto!”, se rió la chica. Sus tres hijos estaban contentos y al tanto. Después le mandó un mensaje de voz a Nacho, su hermano: “Hace unos meses recibí por Instagram un mensaje de Pedro…”. La respuesta llegó enseguida: “Paré el auto para escucharte y me puse a llorar de la emoción”.
Las restricciones por la pandemia dilataron el encuentro en persona hasta el invierno de 2021. En esos meses, la casa de Gloria se vació: su hija se fue a vivir afuera y su perra murió. En cualquier otra circunstancia eso hubiera sido insoportable, pero aún a miles de kilómetros, Pedro estuvo con ella durante todo el proceso. La acompañaba, la escuchaba, se interesaba por sus cosas y le contaba las suyas. Así y todo, o a lo mejor por eso, ella dudó mucho antes de subir al avión de American. ¿Y si no se gustaban tanto al verse? ¿Y si en la convivencia se llevaban mal? ¿Y si algo fallaba y entonces se rompía el hechizo que los había hecho felices durante todo ese año y medio de charlas y canciones por zoom y whatsapp?
Sus amigas por poco la obligaron: “Vas igual y de última pasás unas lindas vacaciones”, le dijeron. Y Gloria partió en ese plan, pero con el corazón a mil por hora, todo el viaje pensando en el minuto en que se vieran de nuevo después de una vida entera. Ni siquiera tuvo tiempo de arreglarse mucho, porque estaba en un mostrador del sector de retiro de equipaje preguntando en qué cinta estaba su valija cuando escuchó la voz de Pedro desde atrás. “Se busca en la cinta número 7″, dijo con naturalidad, como si fuera parte del diálogo continuo de los últimos meses. No hubo besos, sino un abrazo largo y apretado.
En su casa, él había preparado un cuarto especialmente para Gloria. No quería que se sintiera presionada. La primera noche fueron a comer afuera y a la vuelta, cansadísima, ella durmió sola en su cuarto. Fue la única vez. A la mañana siguiente, mientras compartían el desayuno, fue como si siempre hubieran estado juntos.
El resto fue disfrutar de la playa, del amor y de las largas caminatas. Pero, en pleno rebrote de pandemia, los aeropuertos volvieron a cerrarse, y el viaje que tenía que durar dos semanas, terminó siendo de cinco. Fue una prueba de fuego: Gloria estaba nerviosa porque necesitaba volver al colegio y él se ocupó de todo, desde buscarle un vuelo cuando fue posible, hasta asegurarse de que se vacunara en Estados Unidos. Quería cuidarla y ella se dejaba, acostumbrada como estaba a cuidar de otros.
Algo parecido pasó cuando él viajó a la Argentina para el casamiento de la hija de Gloria y se lesionó el tendón de Aquiles. En vez de quedarse y ponerla en la situación de tener que estar atenta a su salud en ese momento tan crucial para ella, Pedro se tomó el primer avión de vuelta a Nueva Jersey y siguió la ceremonia por zoom gracias a una amiga que filmó todo. Mientras veía entrar a su hija a la Iglesia del brazo del mayor, que hizo de padrino, Gloria tomó conciencia de su felicidad como no lo hacía hacía mucho tiempo. Pudo haber sido una fiesta teñida por la ausencia de Jorge, pero, aunque por supuesto pensó en él, su alegría por lo que había logrado era absoluta.
Unos meses antes, en otro viaje, Pedro le había pedido casamiento a ella. En realidad, lo dejó en sus manos junto con el anillo que había sido de su madre: “Mirá Gloria, yo me quiero casar con vos, pero entiendo tus tiempos. Sólo quiero que sepas que cuando vos estés lista, yo voy a estar también”, le dijo.
El final (o el principio) fue hace sólo tres días, cuando Pedro llegó de Nueva Jersey con todas sus valijas, para instalarse definitivamente en la casa de Gloria. Cuarenta y cinco años después, ahora caminan juntos por las calles de Florida. Con el enamoramiento de la adolescencia intacto, la valentía de hoy, y la fuerza de las segundas oportunidades.
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