Ahora tienen una nieta de un mes, una beba hermosa y rubia con los mismos rasgos de su mamá y de su abuela. Cuando la sostiene en brazos, así de frágil y chiquita, Esteban recuerda el aire inocente de Marina a los 22, cuando la vio por primera vez: el pelo largo y dorado sobre los hombros, la piel blanquísima, una belleza pequeña y de proporciones perfectas, llamativa y luminosa en su metro cincuenta.
“Tenía puesto el delantal de maestra jardinera y era tímida y muy dulce, todo lo que uno puede imaginar de una chica que se dedica a trabajar con nenes de dos o tres años. Era bonita de una forma que me atravesaba el alma y cuando hablaba sentía la paz que sólo se siente cuando se está en casa”, le dice él a Infobae. Esteban y Marina compartían la vocación y el turno en una escuela de Trujui, ahí “donde lo rural se confundía con lo urbano”. No lo sabían pero habían pasado una vida andando sobre líneas paralelas, apenas a cuatro cuadras uno de la otra, en Hurlingham.
En la sala de maestros se enteraron de que eran vecinos desde siempre: a los 15 de Marina, cuando tuvo que cambiar la ilusión de la fiesta por el dolor de perder a su madre; a los 18 de él, cuando anunció que iba a estudiar magisterio contra la opinión de toda su familia que le repetía que se iba a morir de hambre; unos años después, cuando ella se puso de novia con un chico del barrio; a los 20 de Esteban, cuando aceleró en la barrera, ansioso, y el tren casi lo mata.
Entonces fueron meses de convalecencia que superó con la ayuda de sus padres y el cariño de una novia que lo cuidó sin descanso. Una vez recuperado y lleno de gratitud, le había propuesto a esa chica casamiento. Tenían los ahorros, la casa, los anillos, y muchas cosas compradas para equiparla, pero la fecha se iba a estirando. Hacía cuatro años que estaban juntos cuando Esteban conoció a Marina.
Y el mismo tren que casi le arranca la vida iba a ser la escenografía impensada del comienzo de un amor que se la cambió por completo. Dios da, Dios quita. “A la par de Dios” se sentía Esteban con su guardapolvo blanco de maestro de grado en ese viaje compartido de ida y vuelta en el San Martín al que había que agregarle un largo trayecto en el 740. Se encontraba en la parada con Marina y otra compañera de turno y la distancia se acortaba hablando de sus historias, sus rutinas, sus noviazgos y sus sueños.
Desde el principio era obvio que entre ellos había algo más, ¿cómo iba a hacer Esteban para que no se le notara la ternura que lo petrificaba con sólo mirarla? Y así y todo, ninguno dio un paso en falso. Los dos respetaban a sus parejas y aunque a veces se confesaban sus dudas, jamás se atrevieron a decir una palabra de lo que les pasaba cuando estaban juntos.
Era el final de los 80 cuando a Esteban le ofrecieron un puesto como maestro de frontera, lo que había deseado desde que era un estudiante. Así fue como pidió licencia en la escuelita de Trujui para mudarse a San Juan, “con una mezcla de nostalgia y aventura”. Lejos de su casa, pudo pensar en el casamiento que ya resultaba inevitable. Sabía que algo lo frenaba pese a que su novia era una persona encantadora.
Dos años después, con el sueldo depreciado a causa de la hiperinflación, Esteban hizo las valijas y volvió a Hurlingham y a la escuela de Trujui. También a los viajes compartidos con Marina y a la certeza de que lo que tenían era distinto a todo. Con su novia, en cambio, el clima se había puesto más difícil; la situación era de ultimátum, ya no le quedaba otra que casarse, y a él no le alcanzaban las excusas. Marina, a su vez, había cortado con su novio y ahora Esteban estaba seguro de que lo que sentía por ella era recíproco. Nunca se decían nada del tema, pero él se daba cuenta en sus ojos; los ojos transparentes del Piamonte que lo habían enamorado desde esa primera vez en la parada del colectivo.
Una tarde, finalmente, Esteban se animó a invitarla a tomar un café en un bar de Devoto. Marina le hizo jurar que su noviazgo estaba terminado y quedaron en verse el sábado siguiente, con la mentira consumada. “Ella salió engañada, y yo, con un nudo en el estómago”, cuenta él ahora.
La mentira no se sostuvo demasiado, porque Esteban tampoco pudo sostener su otra relación después de salir con Marina: “Ella era todo lo que había soñado, no daba más de la felicidad de haber encontrado esa mujer maravillosa que creía no merecer, tan inteligente y, a la vez, tan buena, con esa inocencia que me conmovía como nunca nadie ni nada antes”.
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Entre ellos todo pasaba rápido y con la naturalidad de esas dos vidas paralelas que se habían cruzado, tan vertiginoso como inexorable. “Entonces empecé a entender por qué Dios me había salvado de aquel accidente tan grave –cuenta él–. Un día la invité a comer a un viejo restaurante de El Palomar y le propuse casamiento. Lloramos juntos cuando dijo que sí”. Llevaban sólo once meses de novios y sus conocidos y familiares no se ahorraron las críticas: “¡Seis años con otra y ahora ni uno para casarte, ¡vos estás loco!”, le decían.
Pero Esteban y Marina convencieron a todos de que su amor era real y puro, y que no necesitaban esperar más tiempo para vivir bajo el mismo techo. Bastaba sólo con verlos. El padre de ella les regaló la casa y la fiesta fue sencilla, pero con la alegría de los que cumplen con lo que manda el corazón.
Él dice que nunca más se emocionó tanto como cuando la vio entrar a la Iglesia del brazo de su suegro, con el vestido blanco que la modista aseguraba que era el más chico que había cosido jamás y los zapatitos número 35 hechos y forrados a medida, imposible conseguir un modelo de novia tan pequeño en una zapatería. El cuerpo menudo de una quinceañera y la fuerza y la inteligencia de la mujer que era. Lloraron de la mano, de puro contentos, cuando el padre José les dijo: “El amor todo lo puede”, y les dio la bendición.
Era 1991 y la luna de miel fue en Bariloche. Una cabaña sobre el lago, fuego y chocolate, la primera vez de la intimidad que habían postergado hasta el matrimonio, los dos muy religiosos y creyentes. Una mañana partieron rumbo a San Martín de los Andes, pero tuvieron que suspender la excursión. Marina no se sentía bien y, aunque no le dieron mayor importancia, al volver a Buenos Aires decidió hacerse un chequeo médico.
Cuando los análisis confirmaron que estaba embarazada, la felicidad fue absoluta. “También el miedo, porque era todo rápido e inesperado. Pero no teníamos dudas de que queríamos formar nuestra familia”, dice Esteban. Nueve meses exactos después del casamiento llegó su hija mayor: una beba rubia, chiquita y tan hermosa como su mamá.
Aunque habían escuchado infinidad de veces que su vocación los iba a condenar a la pobreza, pudieron mejorar sus trabajos –ella en un jardín de infantes cercano y él en un colegio alemán–, arreglar su casa y progresar. Tres años después llegó otra niña y otros tres más tarde, el varón. Es cierto, a veces había peleas y discusiones, como el día en que ella, embarazadísima de su segunda hija, se enteró de que él le había mentido cuando la invitó a salir por primera vez.
Hubo llanto y gritos; estaba furiosa casi de una manera ridícula a esa altura del partido. Es que Marina era la persona más recta del mundo y eso le parecía una traición innecesaria. Pero la verdad era que se querían por sobre todas las cosas –incluso sobre esa mentira original– y estaban orgullosos de lo que habían logrado y de su amor. Eran amigos y compinches, dos amigos que se habían querido desde el primer día y se gustaban todavía más que entonces.
Fue una tarde, cuando él estaba entrando el auto. Se acuerda de la hora exacta, las cinco en punto. Ella aprovechó que los chicos estaban adentro y se lo dijo bajito y sin vueltas: “Gordo, fui al doctor porque hace un tiempo me palpé un bultito en un pecho. Tengo cáncer”. Esteban le vio las lágrimas y el gesto le salió de las tripas: una piña precisa sobre el techo del auto que dejó un bollo en la chapa y su mano ardida, el dolor expuesto para poder ver que era cierto. Marina lloraba despacio y Esteban la abrazó temblando. Recién cuando ella entró a la casa se puso a llorar él también “pasado de angustia y de ‘por qué a nosotros’”.
Era la misma enfermedad que se había llevado a la madre de Marina y ella sufría más pensando en sus hijos creciendo solos –el más chiquito con apenas tres años–, que por la crueldad del tratamiento. Perder el pelo largo y rubio fue un golpe durísimo: justo ella que era tan linda y elegante, de golpe ya no se reconocía en el espejo; la cara hinchada por la medicación y los rayos, el cuerpo mutilado por la cirugía.
Pero todo tuvo sentido el día que les dieron la mejor noticia: Marina estaba curada. El cáncer se había ido y sólo quedaban por delante los controles de seguimiento, podía seguir con su vida normal, volver a la escuela, hacer planes. Había dejado de dar clases por la licencia y cuando regresó al trabajo le dieron un puesto en la secretaría. Parecía hecha para eso: organizó la dirección y las cuentas, se ocupó de la cooperadora y del día a día con las familias de los alumnos. Todo iba mejor de lo esperado.
Ese verano lo pasaron, como tantos otros, en la casita familiar de Santa Clara y Esteban no podía creer toda esa felicidad recobrada: verla en la orilla tomando sol con los chicos, de reojo mientras leía el diario, otra vez el pelo largo y rubio, otra vez la tranquilidad de tenerla. Podían proyectar de nuevo, todo había sido un mal trago y lo habían superado juntos.
Habían pasado seis años de eso la mañana en que, llorando en silencio, Marina le agarró la mano a Esteban y se la llevó al pecho. El “¿qué pasa?” de él fue retórico: “No entendía nada, pero entendí todo”, dice. Entonces ella presionó la palma de él para que sintiera el bulto. Esteban soltó un grito de dolor, pero Marina lo calló. No quería que los chicos se despertaran.
El cáncer había vuelto y ahora era más difícil que la primera vez: “Internaciones, operaciones, la lucha contra la maldita obra social que nos negaba casi todo, los cortes de luz que nos hacían salir corriendo de casa en casa con las drogas para que no perdieran la cadena de frío, la mirada de nuestros hijos que nos partía el alma al medio y, al mismo tiempo, nos obligaba a no darnos por vencidos”.
Pero ellos ya habían pasado por eso y habían ganado, así que, pese a todo, estaban confiados. “Nos unimos más, yo no la dejaba sola ni un minuto y no dejaba que la cuidara nadie que no fuera yo. Y ella era muy fuerte, nunca se quejaba. Eso me daba la pauta de que iba a salir adelante y trataba de besar cada día sus heridas con el total convencimiento de que el amor todo lo puede, todo lo cura. Eso que nos había dicho el padre José el día de nuestro casamiento”, cuenta Esteban.
Recibían a diario muestras de cariño de sus alumnos y compañeros: los visitaban, les llevaban la comida, sacaban a los chicos de paseo para distraerlos. Parecía que todo el amor y la entrega de veinte años de carrera era capaz de salvarlos, de salvarla a ella. Y ella ponía todo de sí para que el milagro fuera creíble. Aún cuando no podía levantarse de la cama, Marina seguía ordenando todo en la familia. “Se ocupaba de los deberes de los chicos, ¡y hasta me maternaba a mí!”, dice Esteban, que ahora sabe que hasta el último minuto estuvo en negación.
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Aquel fue el invierno más triste. Dos días antes de ese 15 de julio, Marina ayudó a su hijito menor con la tarea del colegio. Esteban pensaba ir a trabajar como de costumbre, era el último día de clases antes de las vacaciones y su madre lo estaba ayudando con el desayuno de los chicos. Entró al cuarto a saludar a Marina y ella lo retó con cariño: “Primero andá a bañarte”, le dijo. Cuando salió de la ducha y volvió a su lado, Marina lo miró “con la mirada más tierna” que él recuerda, toda su historia condensada en ese segundo sin palabras. Consciente y amorosa hasta el final, así murió la mujer de su vida.
Al destino a veces le gusta repetirse: su hijo menor tenía entonces nueve años; la del medio, doce; la mayor, quince, la misma edad que Marina cuando perdió a su madre. Entre los cuatro y con ayuda de la familia, los amigos y la terapia, se rearmaron como pudieron, siempre con la voz dulce de Marina en el pensamiento, como si les hablara al oído a cada uno.
Cuando sentía que no iba a poder con todo –”porque creía que los repasadores venían con los cajones y las sábanas se ponían solas”, dice Esteban–, cuando pensó que no iba a recuperarse nunca de su depresión, cuando sus hijos se desarrollaron y cuando tuvieron sus primeros desengaños, él le preguntaba a Marina: “¿Vos qué harías?”. Siempre encontró las respuestas, todavía la siente cerca.
Le pregunto a Esteban cuándo dejó de negar que iba a perderla. “El día que la enterré”, responde. Dice que la veló en la misma cama que compartieron, la cama en la que se fue, la cama en la que sigue durmiendo hasta hoy, casi trece años después. Su casa también está como la dejó ella, casi como un santuario de lo que fueron: cada uno de los muebles que adoraba elegir en remates y casas de antigüedades para restaurar con su gusto exquisito, todo decorado con la misma elegancia que Marina tenía para vestirse, “la simpleza impecable de la buena percha”, dice él, y se ríe, todavía orgulloso de esa imagen de Marina joven, de su amor que no envejece.
No lo consuela pensar en lo felices que fueron por casi dos décadas, dice que la sigue amando y extrañando igual que entonces. Esteban nunca volvió a enamorarse –igual que nunca volvió a pisar la playa donde pensó que iban a pasar juntos el resto de los veranos de su vida–, y dice que no es porque compare, sino porque, cuando uno quiso tanto, los recuerdos son más fuertes y el resto de las cosas parecen banales. “Algo de ella vive en mí, y algo de mí murió con ella”, dice sin tristeza ni esperanza. Si pudo seguir de pie fue por sus hijos, por su vocación y por la fe que, aunque en algún momento creyó perder con Marina, permanece tan firme como sus recuerdos.
Cada vez que pasa algo importante, las graduaciones de sus hijos, el día que le dieron al menor su título de ingeniero, el casamiento de la más grande que tanto le hubiera gustado organizar, la imagina feliz y a su lado, siempre hermosa, siempre elegante. Hace un mes, cuando nació su nieta, sintió como nunca la presencia de Marina. “Pensé en lo contenta que hubiera estado de ser abuela, de ver a nuestros chicos grandes y formados. Quise compartir nuestra historia de amor como un homenaje, porque no sé si alguna vez le dije gracias por todo lo que me dio, por todo lo que sanó en mí, por lo hombre que me hizo sentir, por esta beba que también es parte nuestra”, dice ahora.
Muchas veces volvió a preguntarse por qué a ella, por qué a ellos. Muchas veces le pareció verla en la calle, en un shopping, doblando en una esquina con su pelo largo, menuda y escurridiza como la memoria. “Con los años –dice Esteban–, comprendí por qué todo había sido tan rápido, el noviazgo, el casamiento, la llegada de nuestra hija mayor… ¡es que no teníamos tiempo! Nosotros no teníamos tiempo, por eso nos enamoramos con tanta urgencia.”
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