“La alegría no es sólo brasilera”, dijo el gran poeta Charly García. Y así fue para este argentino que vivía su rato de “descontrol” en la capital del libertinaje, conocida por ofrecer la farra mais grande do mundo: Río de Janeiro. La vida da sorpresas, y eso es lo que le pasó a Aníbal, “Ya estaba pensando medio en volver a Buenos Aires, masticando la idea de que se había cumplido un ciclo después de 7 años de vivir en Brasil, pero me enganché con Ale y bueno…”, se ríe, como dando por sobreentendido el resultado de su historia.
De Caballito a Ipanema sin escalas
Aníbal Schapira nació el 26 de noviembre de 1973, en el centro de la Ciudad de Buenos Aires, “en el Cid Campeador, en Caballito”, dice sin poder disimular su fanatismo por el barrio que lo vió nacer. Se crió junto a su mamá Ruth, a su papá Marcelo y a su hermano mayor Brian. Tal como su zona de procedencia lo indica, es fanático de Ferro Carril Oeste y, para que no quepan dudas, lo grita la remera que eligió para nuestro encuentro.
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Tuvo su clásica primera novia de los 21 a los 25, “después anduve soltero pirujeando por ahí”, muy milonguero, siempre se caracterizó por ser un pibe distinto: mientras en sus veintes los de su entorno enfilaban a los boliches de moda, Aníbal se inclinó por aprender el ritmo argentino por excelencia. “Empecé a bailar tango y en la milonga conocí a otra mujer con quien estuve dos años de novio”, pero nunca perduró realmente en sus planes la idea de familia tradicional, “mismo con mis novias me costaba convivir muchos días. Sí hacía algún viaje de vacaciones pero en el día a día me era difícil y nunca jamás había tenido una convivencia”.
Así, con esta dinámica de “novias cama afuera”, su vida continuó en un loop calcado por décadas: novia de dos años, soltería de meses, romance, celibato, y así sucesivamente. En el 2005 se fue a vivir a México por trabajo, “tuve una pareja en el DF que tenía dos hijas”, cuenta, siempre con cariño hablando de todas sus relaciones pero dando a entender que por esta misma razón de la dificultad de avanzar a más, se volvía a repetir la historia una y otra vez, “me sentía ahogado y necesitaba mi espacio y -sin tomar conciencia de la cantidad de veces que repite la palabra más temida, vuelve a decirla- no me sentía cómodo conviviendo con nadie”. Mientras, seguía feliz con su vida de soltero sin apuro.
Cuando el joven tanguero cumplió los 37, propio de la edad, surgió en él ese cuestionamiento típico que se hace la media poco antes de llegar a lo que creen será la mitad de su vida. “Me había enamorado de la idea de vivir en Río de Janeiro”, se sincera, explicando que tiene familia en la ciudad brasilera. “En 2010, gracias a un nuevo trabajo que no requería que esté en Buenos Aires físicamente -siempre se dedicó a la parte comercial en el área de sistemas-, vi una ventana”, así se concreta su sueño de irse a gozar de la bohemia carioca. “Hago un cambio de calidad de vida; la idea era disfrutar un poco más en el día a día todo lo que es la cultura musical brasileña, pensando en hacer una experiencia de un par de meses solamente”.
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Aunque constantemente convivía en él una encrucijada: su deseo de vivir en Río no era más grande que su fuerte espíritu porteño, “No hay más argento que yo”. Aníbal “le sacaba el jugo” a cada noche en Buenos Aires, haciendo recorrido por cada antro donde el baile rioplatense surgía, tanto, que ya era conocido en el ambiente del “dos por cuatro”. “Era muy milonguero, iba a bailar tango dos, tres veces por semana”, aclara con un dejo de nostalgia por lo dejado en su ciudad natal. Pero como todo en la vida se trata de elegir, Aníbal partió tras su ilusión.
En enero de 2010 el hincha de Ferro armó sus valijas y se mudó a Brasil, “para hacer una experiencia de tres, seis meses, de ver qué pintaba”. Se fue quedando, “porque me encantó la vida acá -actualmente vive en Río de Janeiro, por eso se refiere a “acá”-, la bohemia carioca, la música, estar en Ipanema, cerca de la playa”, y así los seis meses se convirtieron en un año; el año en un par de temporadas; se fue pasando el tiempo hasta que cumplió siete veranos como vecino del Cristo Redentor. “En ese transcurso tuve amores temporarios, nada serio, y seguía con mi sentimiento de que -vuelve al recurso más temido- me costaba mucho convivir -y eleva la apuesta-, no iba a poder convivir con nadie; no me fumaba más de dos, tres días con alguien adentro de mi casa o bajo el mismo techo, a lo sumo, me bancaba algún viaje”, y por si quedan dudas de su sensación de ahogo ante las relaciones, Aníbal remata al respecto, “necesitaba máscara de oxígeno”.
En el interín el argentino seguía de “gafieiras” -como le llaman a la milonga en Brasil-, iba mucho a los sambas, “mi vida era eso: trabajar, ir a la playa e ir a ver shows de música con amigos”. La realidad es que el concepto de la pareja no era algo que lo inquietara demasiado, “nunca me sacó el sueño eso; nunca estuve activamente buscando pareja”, pero sí soñaba en algún momento tener un hijo, “como ícono, quería el hijo para llevarlo a la cancha de Ferro pero no sabía cómo eso iba a pasar porque realmente -de nuevo- me costaba mucho la convivencia”. Aclara que no era un tema de angustia para él; como buen brasilero por adopción se había adueñado del popular lema “deixa a vida me levar”, cantado por Maria Bethânia y Zeca Pagodinho, que parafrasea su estado en aquél momento.
Lo curioso de la historia es que, más allá de su fobia a compartir sus rutinas con una mujer, tenía claro que le sería fácil convivir con su ansiado hijo, “sabía que la convivencia con mi hijo sí ya la podía tener”, dice sorprendiéndose a sí mismo de su temprano hallazgo.
Aníbal conoce a Alessandra
Así fue con todos sus amores, de hecho, con Alessandra -”una garota siete años menor”- también comenzó así. Era el 2014, plena época del Mundial en Brasil, y Aníbal había organizado un asado en su casa para ver un partido de la “verdeamarela”, y su invitada Bianca cayó con una amiga: Alessandra. Ahí no hubo flechazo ni nada, para variar, él “estaba en otra”. A los dos años de esa juntada, una noche de febrero, se volvieron a encontrar los tres mismos personajes -Aníbal, Bianca y Alessandra- en un bloco de carnaval, lo que sería en Argentina una comparsa, “y empezamos a salir…”, traga saliva y con una media sonrisa termina la frase, “los tres”. Se refiere a salidas de amigos, buena onda, “y a la segunda, tercer salida, fuimos a Bukowski en Botafogo -un bar de moda en la zona que para Buenos Aires sería Palermo- y Bianca misma -que ya se lo había apretado a Aníbal- hizo el gancho”, cuenta él divertido, acotando que la que más lo conocía ya le había advertido a la otra: “Aníbal besa bien”.
Alessandra Moreira da Silva, motivada por el consejo de su amiga, quiso comprobarlo ella misma y, “ahí apretamos, nos besamos por primera vez, y empezamos a ficar”, explica él con su español retocado por el portugués, de tener más de una década viviendo en el otro país. “Éramos amigos con derecho a roces y, ojo -remarca orgulloso de quien hoy es la madre de su soñado hijo-, tardamos tres meses en intimar”. El vínculo fluía y el “novio fugitivo” empezaba a sentirse cómodo, “teníamos una relación libre pero sólo estábamos ella y yo”, dice queriendo remarcar que eran exclusivos. La no-relación siguió así con Alessandra hasta fin de ese año, el mismo que Alemania levantó la copa del mundo frente a Argentina en el Maracaná.
“Éramos amigos con derechos pero era como que ya se caía de maduro”, se confiesa Aníbal. Llegó el verano 2015 y él viajó a Argentina, como habitualmente, a visitar a la familia, “y ahí medio que cortamos”. El tanguero estaba volviendo a sus viejas costumbres en el Festival Nacional de Jineteada y Folclore en Diamante, Entre Ríos, cuando, de repente, recibió un mensaje de la brasilera, “Ya sos un hombre libre”. Probablemente, la última palabra de la frase fue la llave para que él se diera cuenta que la extrañaba porque, como a todo hombre difícil de cazar, la palabrita que dilucida alas lo volvió loco, en el sentido más amoroso del término.
“Vuelvo a Brasil y seguimos con la payasada un mes más de salir sin ser oficiales”, cuenta burlándose de sí mismo; la realidad es que en su último distanciamiento se había producido en Aníbal un clic diferente con respecto a la relación. “Y fue ahí: en la fiesta de la que hoy es la madrina de mi hijo, Ana Delia, la veo a ella (Ale) entrar y sambar… -hace el gesto del bailecito acompañando con la cabeza y las manos, y luego de una pausa por fin reconoce- y la veo radiante”. Y lanzado, quiere apurarse a decir algo que si no lo hace ahora tal vez no lo haga más, confiesa, “Hubo dos momentos que yo me enamoré de Ale, es la pura verdad, uno fue este, dije, ‘pará, yo quiero pasar el resto de mi vida con esta mujer’”, recuerda, empalagándose de halagos para su compañera, “ya nos llevábamos bien; es una mujer que tiene una personalidad bárbara, es difícil pelear, es un amor”, enumera con admiración, y relata el segundo episodio de su embelesamiento, “otra vez, en las noches que venía a casa entró por un pasillo sambando, y venía así”, vuelve a hacer el movimiento del ritmo, ahora con un brillo especial en los ojos, “y riéndose, con una sonrisa radiante”, rememora y, sin saberlo, él mismo está reluciendo sus dientes.
Estas dos escenas que el hombre tiene grabadas, y que hasta hoy perduran en su memoria porque por primera vez tuvo la sensación de no querer separarse más de una chica, “me invadió eso”, hicieron que sea valiente: “Ahí decidí llevarla a Buenos Aires”, anuncia con la alegría de haberlo hecho, y aclara, “importantísimo, ¡a presentárselas a mi mamá y a mi papá!”
Entonces en 2017, cuando el porteño empezaba a pensar que la experiencia de vivir en la tierra del rey Pelé “ya era un ciclo cumplido”, en ese abril que andaba programando su regreso definitivo, dio un volantazo de 360 grados, la sumó a Alessandra y, así, la pareja sin título voló a Buenos Aires. “Fue un viaje lindo, la llevé a bailar tango, fue todo hermoso”, dice él pero sobre todo remarca algo fundamental, “ahí me empiezo a dar cuenta que puedo convivir con alguien -acierta señalando con sus dos dedos índices como quien quiere añadir asertividad al hecho- porque estaba en mi casa de Buenos Aires con ella, y dije, ‘pará, con esta mujer por ahí me animo’”, haciendo referencia a que por primera vez lograba dormir varias noches seguidas junto a una señorita y sentirse feliz. Fueron siete veladas las que alcanzaron para llegar al veredicto: Alessandra era la mujer.
En octubre de ese año Aníbal viajó nuevamente a visitar a sus padres, esta vez solo, y, como de costumbre, fue con su familia a La tacita de Boedo. Una vez en el bar, Ruth -”muy idishe mame”- le preguntó a su hijo, “¿Están buscando?”, rápido papá Marcelo se metió y enojado dijo, “no se le preguntan esas cosas, Ruth”. Pero sorpresivamente se escuchó un, “sí, después de este carnaval, vamos a empezar a buscar”.
Pronto, volvió a Río. “El 26 de noviembre, que es mi cumpleaños, empezamos a buscar un bebé, y el 29 de noviembre fallece mi viejo”, recuerda Aníbal con exactitud y, al mismo tiempo, con la perfecta aflicción de quien tenía una entrañable relación con su papá. “Me voy para Buenos Aires para el entierro. Me quedo tres semanas, y dos días antes de volver Ale me da la noticia de que está embarazada”, habla del acontecimiento con frases cortas y concisas, como cuando alguien está narrando un verdadero milagro. “Yo todavía nunca había convivido pero no tenía dudas de que era ella y que todo iba a estar bien”, declara quien, por fin, con su novia de cinco meses de embarazo decidió que era un buen momento para dar el gran paso de la convivencia.
Finalmente, el 21 de agosto de 2018 nació Diego Schapira -”Voy a tener un hijo y le voy a poner Diego como Maradona”, le había jurado Aníbal a sus cuñados brasileros, para molestarlos- y, tal como había profetizado la abuela Ruth cuando le dieron la noticia, Dieguito tiene los ojos celestes de su abuelo Marcelo.
Afortunadamente para el escurridizo Aníbal todo fue tan maravilloso como lo imaginó desde un principio con Alessandra, aunque según él tiene una fórmula infalible, “Te voy a dar el secreto de la convivencia: el dúplex. Tengo un dúplex donde yo tengo mi espacio para trabajar, ver mis partidos de Ferro, mis cosas, y ella tiene su Netflix en su habitación. Entonces el dúplex es importante para no agotar la paciencia de la pareja”, sentencia con aires de filósofo, como quien dicta una ley de supervivencia.
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