Ella tuvo Alzheimer y él la cuidó hasta el último día: bombones de fruta, helado y un abrazo desesperado

Ella de Nápoles, él de Galicia, se casaron, tuvieron tres hijos y una larga vida juntos. Un día María comenzó a olvidarse de algunas cosas al punto de dejar de reconocer a la persona menos pensada. Una historia de encuentro y desencuentro, en la cual siempre primaron la lucha y el amor

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María tenía 17 y Benito
María tenía 17 y Benito 19 años cuando se conocieron en los históricos bailes del Centro Lucense -hoy Centro Galicia de Buenos Aires, ubicado en la zona de Olivos- allá por el año 1954

“Cuando mi mamá empezó a olvidarse cosas, nos costaba creer, nos enojábamos con ella, hasta que entendimos de qué se trataba”, reflexiona Silvia, la única hija de María y Benito que vive en Buenos Aires, y quien, de aquí en más, narrará esta historia. “Tuve que contener mucho a mi papá. No podíamos entender que fuera a la primera persona que empezó a desconocer, no lo dejaba entrar en su casa, y mi viejito, en su desesperación andaba con la libreta de matrimonio encima, para mostrarle que era su marido, pero la foto difería casi 60 años, algo que ella no entendía, y se disgustaba con el ‘muchacho’”, como llamaba María a su propio marido.

De Italia a Buenos Aires

María Luisa Valentino nació el 16 de enero de 1937 en Torre del Greco, un pequeño municipio costero de Nápoles -colonizado originalmente por los antiguos griegos para, luego, ser un importante refugio de familias imperiales-, por ese entonces, con menos de 50 mil habitantes. “Pasó una infancia bastante jorobada porque vivió toda la Segunda Guerra Mundial en una zona muy bombardeada”, explica su hija Silvia, la del medio, “la verdad es que fue muy triste todo lo que vivió, siempre lo contaba”, se refiere sobre todo al hambre que pasaban las familias de aquél entonces, debido a la posguerra, época en que el padre de María había quedado varado en Argentina.

Una vez que el mundo parecía haberse calmado, en 1947 María pudo viajar junto a su madre y su hermanito Gino, al reencuentro de su papá que los esperaba en Buenos Aires. La chica de apenas 10 años no hablaba ni una palabra de español. “Cuando llegaron la pasaron muy mal”, cuenta Silvia sobre la familia de su madre, quienes se alojaron en un conventillo de Palermo y sufrían bullying en el colegio por el idioma. Pero ahí María se hizo íntima de Mabel, su compañera de banco, que la ayudó desde el día uno para ser “hermanas de la vida”.

Con mucho esfuerzo los Valentino salieron adelante y lograron que sus dos hijos completaran la escuela primaria. María, que trabajaba para ayudar con los gastos desde temprana edad, tenía un hobby que la apasionaba, “A mi mamá le gustaba bailar, bailaba muy bien el pasodoble”, recuerda su hija con gracia y cariño por deberse a un ritmo típico español, contradictorio el origen italiano de su madre, “y así conoció a mi papá en el Centro Lucense”.

María y Benito muy jóvenes
María y Benito muy jóvenes durante su luna de miel

Un galleguito adorable

Benito Perez nació en Orense, Galicia -ciudad conocida por sus aguas termales-, el 22 de febrero de 1935. En 1948, cuando surgió la oportunidad de que un tío lo lleve a la Argentina -uno de los países más prometedores para proyectar un futuro por aquellos tiempos- su familia no lo dudó. Así, Benito de tan sólo 13 años viajó 600 días en barco solo, dejando a sus padres y cinco hermanos, para probar suerte en “el país de las oportunidades”. “Es un personaje Benito, es lo más adorable que hay en el mundo”, adelanta Silvia.

Un día de primavera, el tío Manuel recibió a su sobrino en el Puerto de Buenos Aires para llevarlo a lo que sería tanto su trabajo como su hogar: la panadería de una gente conocida. Así fue que Benito dormía en la cuadra -en las panaderías, lugar donde se encuentra el horno- de Santa Fe y Edison, en Martinez. Ahí pasó navidades y otras fiestas en soledad y, poco a poco, aprendió el oficio de panadero. “En sus inicios era mi papá con un carro y un caballo llevando pan a todo lo que era Olivos, Munro, que era todo campo”, remarca Silvia. “Lugar por donde paso, mi papá trabajó”, cuenta orgullosa, mencionando conocidas panaderías de Zona Norte.

El chico que llegó con 13 años a Buenos Aires, se fue criando entre empleados de la panadería que lo “adoptaron” y llevaron por el buen camino. “Mi papá era híper trabajador; sabía que de la única manera que podía salir adelante era trabajando. Y no sé cómo, porque mi papá es un ‘patadura total’, un día… también fue a un baile del Galicia”.

María de niña junto a
María de niña junto a su hermano Gino y su mamá

Un baile y un amor

María tenía 17 y Benito 19 años cuando se conocieron en los históricos bailes del Centro Lucense -hoy Centro Galicia de Buenos Aires, ubicado en la zona de Olivos- allá por el año 1954. En aquellas fiestas los hombres iban sin acompañante pero en grupos chicos y “era muy canchero fumar un pucho”. Generalmente, las chicas iban con una hermana mayor (y el novio) o una o dos madres (casi nunca un padre), que aguardaban sentadas en sillas o alrededor de una mesa al borde de la pista, mientras ocurrían mágicos encuentros. Aquella noche, María había logrado convencer a su mamá que la llevara a tan ansiado evento.

Si eras del equipo de los que no habían arreglado con alguna “piba” para encontrarse -como Benito que, como buen gallego, en el Lucense se movía como pez en el agua- se usaba el “cabezazo” para sacar a bailar los cambios de ritmo: rock, twist y bailables tipo Ray Conniff. Los tangos casi no sonaban; eran exclusivos para aquellos clubes que contrataban orquestas, como Pugliese o Darienzo. Pero la realidad es que todos, chicas y chicos, tenían un objetivo común: ¡que lleguen los lentos!

El momento esperado llegó y Benito, que ya había fichado a María desde la tanda de Chubby Checker, cabezazo mediante, la invitó a bailar. La joven aceptó y “el galleguito”, que entendió que era su oportunidad única, se mandó la picardía del mes: como la pista era grande, mientras Paul Anka cual predicción entonaba “You Are My Destiny”, disimuladamente el joven español iba corriendo a su compañera de baile lo más lejos posible de la suegra, que atenta custodiaba.

Benito en una imagen a
Benito en una imagen a sus 15 años cuando ya trabajaba en la panadería

El amor fue a primera vista así que a partir de ahí, madre de María mediante, tenían sus salidas de novios: cine, caminatas, bailes, comidas y todo tipo de encuentros, siempre con algún familiar vigilando a la pareja de cerca. Luego de dos años de romance, el 8 de diciembre de 1956, Benito y María se casaron en la iglesia Castrense de Cabildo al 400. “Eran dos personas muy solas, con mucha necesidad de afecto. Mi papá más todavía porque no tenía a nadie acá”, marca Silvia, contando que el tío Manuel fue quien tuvo que firmar por Benito, a modo de emancipación, para que pueda casarse porque el chico tenía 21 años, y en esa época recién se era mayor de edad a partir de los 22.

Luego de la ceremonia partieron de luna de miel a Córdoba. A los nueve meses de pasear por Los Cocos y La Falda se agrandó la familia y nació Mónica, su primera hija. Más tarde llegó Silvia -quien relata esta historia- y por último Marcelo.

“Yo nací el día del primer paro médico que hubo en el país”, aclara Silvia para narrar la anécdota que sucedió ese 1 de julio de 1962 en su familia. “Mi mamá se atendía en el Hospital Rivadavia, entonces, como estaban de huelga, mis papás se la pasaron todo el día yendo y viniendo sin suerte”, se refiere a la lejanía del sanatorio con su casa en Florida. “Hasta que mi papá agarró un taxi y la llevó (a su mamá) a la Clínica Olivos que, por ese entonces, tenía sólo dos cuartos, era chiquita, exclusiva… y era caro nacer ahí, mi familia no podía. Mi papá firmó un pagaré, ¡no sabía ni cómo lo iba a poder pagar!”, dice enfática, “pero lo que él siempre cuenta es que en ese taxi se encontró unos guantes de cuero. Así que en cada cumpleaños todos me cargan con la frase, ‘hoy hace tantos años tu viejo encontró los guantes’”, la historia de Silvia habla de la apretada situación económica que vivían los Perez, por eso agradecida concluye, “el dueño de la Vicente López -conocidísima panadería de la zona hasta el día de hoy, en la cual Benito trabajaba- fue el que lo ayudó a pagarlo”.

María siempre se las rebuscó para ayudar a su marido. Cuando a Benito se le ocurrió comprar un torno para ganar un dinero extra, su mujer también lo acompañó. “Mi mamá se levantaba muy temprano a la mañana para hacer no sé cuántas tuercas por día… y a mí me daba mucha vergüenza”, dice Silvia con un reconocible tono de arrepentimiento por haber sentido eso, “me daba vergüenza porque las mamás no hacían esas cosas -apunta a modo de justificación-, yo no contaba que mi mamá hacía eso… y ahora se me parte el corazón de orgullo”, asienta la hija emocionada.

Benito y María en una
Benito y María en una de sus últimas fotos juntos

La realidad es que María fue una mujer muy activa y una verdadera ecónoma, “mi papá cobraba, le daba el sueldo a mi mamá, y mi vieja lo estiraba”, dice ella misma extendiendo las sílabas de la última palabra, y remata, “no sé cómo hacía pero era una genia”. Recuerda que en la casa de Florida no había grandes lujos, “la Coca-Cola era una fiesta”, pero los tres hijos iban al colegio y no les faltaba nada.

Y así, a mediados de los ‘70, con muchísimo trabajo y esfuerzo, los Perez llegaron a juntar el primer ahorro para el préstamo que estaba dando el Banco Provincia y pudieron comprar la casa de la calle Francia, en Florida. “Me acuerdo que cuando entré al Instituto Cervantes -de Vicente Lopez- en el gabinete de psicopedagogía nos preguntaron qué hacía cada padre y los horarios. Yo puse que mi papá entraba a las 6.30 a la fábrica, salía a las 16.30, dormía una o dos horas, y se iba a trabajar a una panadería hasta las 00.30. Y me llamó la psicopedagoga y me dijo ‘mirá, acá hay un error, no puede ser, ¿tu papá está tres/cuatro horas durmiendo en tu casa nada más?’. Y sí, era verdad, laburaba de lo que sea”, expone con el pecho inflado, y recalca, “y mi vieja al lado, mi vieja de fierro, de fierro”.

Luego describe una típica escena de la vida conyugal, “mi mamá era la que andaba detrás, ‘ay no gastes, no hagas esto, no hagas lo otro’, siempre fue muy miedosa en eso. Mi papá el arriesgado, el ansioso que iba y compraba. Formaron una buena dupla porque ella lo frenaba en algunas cosas pero después él hacía otras que la levantaban a mi vieja”. María era muy buena cocinera y, por sus años de posguerra, adquirió habilidades que luego sus hijas heredaron, “te hacía un manjar con las sobras”. Y de repente en un tren de confesiones, Silvia anuncia mirando al cielo, “mi mamá era muy cariñosa, muy cariñosa con nosotros. También tenía una nostalgia terrible por su pueblo que no la dejaba disfrutar de lo que venía logrando”.

En 1972 los Perez lograron tener sus primeras vacaciones. “Tenía 10 años y nos fuimos tres días a Mar del Plata”. Las décadas que siguieron, con altos y bajos, la familia fue evolucionando. A finales de los ‘80, Benito compra un fondo de comercio de un kiosco en San Isidro. “Para mi viejo que toda la vida había sido metalúrgico y había tenido lo suyo, eso lo hizo bolsa, no lo vi nunca deprimido pero qué pasó: se infartó”, dice Silvia de un modo literal, yendo hacia un momento bisagra de su vida. Benito tenía 57 años y, aunque quedó muy débil, los médicos lo salvaron. “Ahí mi viejo cambió porque todo lo dulce que era mi mamá, mi papá lo tenía de tosco”, asegura Silvia, y confiesa, “por primera vez me dijo ‘te quiero’ y me abrazó; realmente se ablandó después del infarto. El infarto vino a su vida a hacerlo mejor persona, a hacerlo más humano; antes de eso su forma de demostrarnos amor era que nunca nos faltara nada y romperse el alma trabajando 200 horas por día”.

La pareja con su hijo
La pareja con su hijo Marcelo

Mientras su marido se recuperaba, la coqueta María -”mamá siempre andaba con los labios pintados y bien vestida”- se hizo cargo de Los Pumas -el kiosco de Martín y Omar al 100 que, “ahora se llama Leo Messi”- y de su clientela que sentía un gran cariño por el matrimonio Perez.

En el nuevo siglo pudieron juntar los ahorros necesarios para volver a Europa, y visitar sus tierras originales. “Mi mamá se reencontró con sus primas en Nápoles, y luego fueron a Galicia y a Bilbao, donde mi papá pudo volver a ver a sus hermanos que no veía desde los 13 años”.

“¿Quién es ese muchacho?”

Benito y María tuvieron una hermosa vida juntos, con tres hijos que les dieron ocho nietos y, a su vez, estos los hicieron bisabuelos de cinco chicos más. En el año 2013, María tuvo una depresión de la cual salió adelante pero quedó con miedo de andar sola por la calle, “me mataba de amor; tal vez los veía pasar desde el colectivo y ellos caminando de la mano. Ahí empezó a ser un poco más dependiente de mi papá”.

Luego los pequeños olvidos se hicieron notar. “Un día me llama y me dice, ‘te llamo para que me digas cómo se hace la ensalada rusa’, mi vieja que era ecxelente cocinera, y yo pensé que me estaba jodiendo”, recuerda Silvia que renegó con su madre, que de la nada la llamaba para consultarle nimiedades en su horario de trabajo. “Mucho tiempo después me di cuenta de que lo estaba preguntando en serio, y yo no me lo tomé en serio, pensé que era la excusa para llamarme”, reconoce que todavía no notaba la gravedad del asunto. Pero fue una flor el disparador que le hizo ver a su hija, con mayor precisión, que algo andaba realmente mal. “En la puerta de su casa ella tenía una enredadera con una flor celeste muy común que hay en la calle. Un día vamos caminando por el barrio y para en una casa donde ve la misma planta y dice, ‘mirá esta flor, qué cosa tan linda, nunca vi nada igual’. Y ahí me cayó la ficha de que algo no andaba bien. Para mí, ese fue el detonante para que empezara a prestar atención”.

Enseguida, María comenzó a tener algunas regresiones con recuerdos de la infancia. Siguió con obsesiones, como sacar toda la ropa de los cajones, todos los días de su vida. Y finalmente le diagnosticaron lo que la familia ya sospechaba: María padecía Alzheimer.

Toda la familia de Benito
Toda la familia de Benito y María junta en una fiesta

Todo se fue agravando, “pero lo más terrible fue el día que dejó de conocer a mi papá”. La peor pesadilla comenzó aquella tarde que Benito volvió a su casa y María le cerró la puerta, “mi papá vino corriendo a mi casa y me dijo, ‘no me deja entrar, está enojada y me dice que no puedo pasar’”, cuenta Silvia con la misma angustia de aquellos años. “Entonces, me la trajo para casa, mi viejo estaba desorientadísimo. Y mamá conmigo todo bien, me reconoció siempre”, a diferencia de a su marido que desde aquél día, “hizo un clic, y partir de ahí era, ‘este muchacho’: ‘qué viene a hacer a mi casa’; ‘no sé qué quiere’; ‘no sé qué hace’; ‘se mete en mi cocina’”. Relata escenas que pueden parecer cómicas pero en el contexto de una enfermedad son puro dolor, “de repente estaba lo más bien con mi papá; él iba a la cocina y cuando volvía mamá le decía ‘y usted qué hace acá’. Todo pasa en un abrir y cerrar de ojos”, detalla Silvia lo que puede dar gracia pero, en cambio, desconsuela hasta las entrañas.

Cuando llegó el punto cúlmine de la enfermedad, Benito desesperado ya no sabía cómo hacer para seguir firme al lado de su mujer, “mi papá salía con su libreta de matrimonio para demostrarle que era él, que estaba casada con él”, cuenta Silvia. Sucedía que en la foto de aquél documento, ambos tenían 20 años, “viejo no te va a reconocer”, le decía afligida su hija, porque María miraba la libreta y hablaba de Benito… pero para ella ese “muchacho” no era su Benito.

El Alzheimer tiene esa impredecibilidad que, según los que tienen la desgracia de vivirlo de cerca, es lo que exaspera. “Un día salgo del trabajo, paso por la casa de mis padres a verlos y mi mamá empieza, ‘este que está acá dice que conoce Bariloche, y yo conozco Bariloche con Benito, este qué viene a hablar’”, el clima no daba para más así que decidió llevarla a dar una vuelta, “todo el camino puteando contra mi viejo, contra ‘ese señor que estaba ahí’”, y decidió invitarla a tomar un café. “Nos sentamos y me dice, ‘quiero la marquise que pediste vos la última vez porque la de frutos rojos que me diste a mí no me gustó’. Yo digo la pucha, no sabés quién es Benito y te acordás de la torta que comiste la última vez… son cosas que no podés entender”, revela Silvia con tremenda frustración.

“La cosa fue cada vez peor”, se quiebra su hija, “jodido, muy jodido, mi papá estaba mal. No hay nada peor que envejecer a destiempo en una pareja. Él no tenía de qué hablar con ella. Mi mamá miraba la tele y hablaba con Beto Casella, le decía, ‘Hola Beto, hoy vino mi hija a visitarme’ -le contaba contenta María a la pantalla y, en cambio, con otro tono le recriminaba-, ‘¡Y está este muchacho que no se va más! ¿A ver si se quiere quedar a comer?’”, decía perdida María en referencia al bueno de Benito que la miraba desconcertado y triste.

A fin de cuentas y
A fin de cuentas y muy en contra del deseo de su marido, hubo que tomar una decisión más drástica porque ya ni Canela, la cóquer, que era la única capaz de calmarla, “de bajarla a tierra”; ni los mandalas que le hacía colorear Silvia; ya nada lograba aquietar a María

A fin de cuentas y muy en contra del deseo de su marido, hubo que tomar una decisión más drástica porque ya ni Canela, la cóquer, que era la única capaz de calmarla, “de bajarla a tierra”; ni los mandalas que le hacía colorear Silvia; ya nada lograba aquietar a María. La situación se había tornado peligrosa, “Mi mamá ya andaba con un cuchillo porque ‘el muchacho’ venía, y ella se asustaba y ‘se lo iba a clavar’”, y ese fue el punto de inflexión para internar a María en un geriátrico, poco antes de que cumpliera 80 años.

Benito la visitaba todos los días, a la mañana y a la tarde. María ya no lo reconocía como su marido, el mismo de hacía 60 años, “pero cuando lo veía se le encendía la mirada; esa mirada perdida que deja el Alzheimer, desaparecía por un ratito”. Le llevaba helado de cereza y bombones de frutas que eran sus preferidos. Se ocupaba de “dar fortunas” a las enfermeras para que la trataran bien y la tuvieran como una reina.

Un día, en su desesperación porque María no quería comer, Benito se la llevó de nuevo a la casa y durmió abrazado a ella. “Pero el despertar de mamá no fue bueno y tuvimos que volver a llevarla al geriátrico”. Cada día dejo de comer un poco más. Inevitablemente el cuerpo de María se fue apagando, hasta que la noche del 17 de junio de 2017 su corazón ya no respondió más.

Desde aquel día, Benito, a punto de cumplir sus 88 años, cada 17 de cada mes se presenta en el cementerio de Olivos para llevarle una rosa y un clavel a su amada María.

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