Dice que en esa época era una salvaje. Que volvía al campo de Uruguay con su familia todos los veranos y nada le gustaba más que ensillar a su tobiana y salir al galope por el monte. Los padres de Lucrecia habían cambiado la rutina de las vacaciones en Punta del Este por la paz de una estancia en San José donde se instalaban de diciembre a marzo, eran otros tiempos.
“Para mí era la libertad, levantarme a las 6 de la mañana y no bajarme del caballo en todo el día; me pasaban todo tipo de aventuras y todo el tiempo íbamos en banda con mis hermanos, mis primos y un montón de amigos que nos habíamos hecho en el pueblo. San José era mi lugar en el mundo”, dice ahora y asegura que todo lo que le cuenta a Infobae, salvo las circunstancias y uno o dos nombres propios es absolutamente cierto. Dice que su historia con Fernando es borgeana, circular.
El verano de sus quince años Lucrecia reemplazó los madrugones para montar en el campo por las trasnochadas en el boliche del pueblo. “Era la porteña de las fiestas y además era muy linda, así que tenía a varios alrededor. Una noche el chico más ganador y canchero, el que andaba en karting y les gustaba a todas, me persiguió hasta que le di bolilla. Nos quedamos hablando hasta cualquier hora”, recuerda. También que no se separaron hasta que terminó el verano.
“En el campo no había más que un teléfono con operadora, así que yo me escapaba para besar a Fernando en cada esquina, y mis padres tenían que buscarme en el auto por todo el pueblo, es que éramos pura hormona y nos habíamos enamorado los dos por primera vez y muy en serio”, se ríe ahora.
Cuando en marzo su familia hizo las valijas para volver a Buenos Aires, llegó el desgarro. “La separación fue tremenda, nos dolió a los dos un horror. En ese momento no había mails, ni redes y la mayoría no tenía teléfono, así que nos mandábamos cartas largas, con fotos y regalos, que tardaban semanas en llegar”, dice Lucrecia. Sólo los reconfortaba saber que tenían fecha fija para volver a verse: las dos semanas de las vacaciones de invierno, cuando ella volviera con su familia a San José. “Nos queríamos tanto que durante los cuatro años que siguieron estuvimos de novios sin engañarnos nunca; nuestro único trabajo era esperarnos”, dice.
Para el cuarto verano, Lucrecia ya había cumplido 18 y su vida en Buenos Aires se había vuelto mucho más activa y social: “Yo salía mucho más y empezaron a aparecer otros hombres, y otras posibilidades. Todavía lo quería mucho, pero había terminado el colegio y estaba segura de que no quería irme a vivir a San José y casarme; quería estudiar, conocer a otras personas, descubrir el mundo”. Fernando no tenía decidido qué estudiar ni como seguir, pero en esos tres meses de charlas sobre el futuro se convencieron los dos de que no era el momento para ellos. El último abrazo, aquel marzo fue con lágrimas en los ojos. “La distancia y nuestra juventud le habían ganado a las emociones, pero teníamos el amor bastante intacto”, cuenta y vuelve a emocionarse.
Después, cada uno hizo su vida. Lucrecia se recibió de abogada, entró en un estudio y conoció al que sería su marido. Se casaron con todas las convenciones de su círculo: “el vestido blanco, la iglesia, la fiesta y una luna de miel larga y europea”. A veces iban al campo a San José, pero nunca se cruzaba con Fernando. Evitaba ir al pueblo, sentía como una traición caminar por esas callecitas del brazo de otro.
Ya había nacido su primer hijo el día que él la llamó al teléfono de línea. Se había instalado en Buenos Aires y había encontrado su nombre en la guía. Estaba soltero, trabajaba en una empresa y estudiaba marketing. La quería ver. Ella aceptó encontrarlo en un café del centro.
“En cuanto nos vimos lo que pasó ahí fue un tsunami. Por una semana me escapé de mi casa con las excusas más ridículas para ir a la suya. Era el amor de la adolescencia y la posibilidad de concretarlo. Ahora vivíamos en la misma ciudad y teníamos una carrera. Él me pedía por favor que me separara y me mudara con mi hijo a su casa –dice–. Yo ni quería pensar, para mí verlo era también un escape de los pañales y las responsabilidades del matrimonio. Pero en el fondo tenía claro que no iba a dejar a mi marido”.
No lo hizo. Cuando se lo dijo a Fernando, el abrazo fue parecido al del último verano en el campo: entender que aunque quisieran, no podían. “Otra vez no es el momento”, le dijo él resignado, pero convencido de que no era el final.
Lucrecia supo que estaba embarazada un mes después y se llenó de dudas. ¿Estaría esperando un hijo de él? “No podía saberlo, porque con la culpa y la convicción del reencuentro con mi marido, también había estado con él. Tampoco podía cargarle esa duda a ellos, ni a Fer ni al hombre que había elegido como padre de mis chicos, que era un padre amoroso que nos adoraba a mí y a ellos –cuenta–. No se lo dije a nadie. Ni a ellos, ni después a mi hijo. Ni siquiera a una amiga. Me olvidé del tema cuando vi el enganche que había entre Fran y su papá. Yo no era quién para romper eso con algo que ni siquiera sabía si era real”.
Sólo a veces le parecía descubrir a Fernando en un gesto o una mirada de su hijo menor, pero enseguida volvía a olvidarse. “Era raro, porque ese secreto me torturaba, pero a la vez me daba felicidad saber que tal vez había algo que nos ataba para siempre”, dice. También cuenta que los dos hicieron un esfuerzo enorme por no verse ni hablar más, y que por eso las comunicaciones entre ellos estaban cortadas más allá del amor que, otra vez, estaba intacto. “Ya habíamos tomado una decisión y eso era muy difícil, porque a veces uno sabe que las decisiones que toma van completamente en contra de las emociones que tiene, pero que son las decisiones más sabias. Uno sabe lo que va a resignar con una relación y lo que va a resignar con otra, y elige qué resigna y qué tipo de problemas quiere tener. Eso no hace menos dolorosa la separación. Elegir no te quita el dolor de extrañar al otro siempre, ni las comparaciones; el ruidito permanente de lo que podría haber sido, que, claro, como es una fantasía, es siempre perfecto”, dice Lucrecia.
Pasaron años de silencio y ella se enteró por Facebook de que él se había casado con una chica que tenía su mismo nombre. Tenían tres hijos varones y parecían felices. El matrimonio de Lucrecia duró “lo que tenía que durar”, y cuando finalmente se divorció, lo primero que hizo fue mandarle un mensaje. Para Fernando también fue imposible decir no.
Volvieron a encontrarse para descubrir que ni ellos ni lo que sentían había cambiado: “Era como si volviéramos a tener 18 años, aunque yo ya tenía 30 y él 32. Otra vez a encerrarnos en hoteles y morirnos de ganas de estar juntos”. Otra vez la pregunta recurrente. El amor estaba, ¿qué hacían con eso? “Ahora era a la inversa, yo estaba sola y él casado, pero el debate era el mismo y el dolor también. A él le costó mucho resignar, pero en un punto logró tomar la misma decisión que había tomado yo años antes. Y de nuevo nos separamos con amor y respeto, yo no podía devolverle otra cosa si él también me había entendido a mí en su momento”, dice Lucrecia.
Pasaron los años y las parejas para Lucrecia, mientras Fernando siguió siempre con su mujer y su familia. Fueron otra vez años de silencio y de recordarse con cariño a la distancia (“De sentirnos”, dice ella). Con el tiempo Lucrecia resolvió la duda sobre su hijo por razones médicas: no era de Fernando. Sintió que había hecho bien en haber callado. En 2021, después de la pandemia, recibió un mensaje por Instagram. “Cambió el mundo, pero nunca lo que yo siento por vos”, le escribió él sin vueltas.
Se encontraron en el departamento de ella para darse otra vez el mismo abrazo resignado. “Lloramos mucho porque sabíamos que ya no había esperanzas para nosotros en esta vida, quizás en otra. Nuestro amor había logrado traspasar muchas barreras y llegar puro y con la misma intensidad de la adolescencia a nuestros 50 años. Elegir ahora estar juntos sólo sería arruinarlo, arruinar la fantasía que teníamos del otro. Ese refugio que nos creamos en la cabeza para seguir adelante todo ese tiempo”.
Como cuando eran dos chicos sin miedo de quererse, él agarró su guitarra para regalarle una canción: “Compraría un palco en tu ventana/ Para verte abrir los ojos con el sol cada mañana/ Pero tu estrella es tan lejana/ Que juro que me lo guardo con dolor, aunque me sangra”. El tema es de Nahuel Pennisi y se llama Universo Paralelo. Lucrecia dice que ningún manual le explicó como esa canción su historia con Fernando. “Es que los dos somos el universo paralelo del otro y sabemos que lo vamos a ser toda la vida. Los dos sabemos que si algún día se da la circunstancia, si estamos libres y coincidimos en esa libertad, capaz que las paralelas se juntan. Y si no será la próxima, porque yo estoy segura de que nos vamos a encontrar en el infinito”.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas