El mes que viene se cumplirán diez años. Fue el 25 de noviembre de 2012. Ernesto dice que fue amor a primera vista. Que la vio bajar las escaleras de su casa y supo que era ella. En realidad era la segunda vez que la veía: una noche, volviendo de jugar al fútbol con su cuñado, él le señaló desde el auto a una morocha que caminaba por Álvarez Thomas. “Esa chica es compañera mía de la facultad, si querés te la puedo presentar. Creo que está soltera”, le dijo.
Con 29 años, Ernesto era bastante tímido. Nunca había tenido una relación importante, ni se sentía demasiado cómodo cuando salía con chicas. Había sido el gordito de la clase y hasta el año anterior había vivido con sus padres, un chico bueno y retraído para el que el tema del cuerpo siempre había sido limitante; se había convencido de que no iba a poder estar con nadie, ¿para qué poner a prueba su autoestima en citas que terminaban en desilusiones?
Pero hacía unos meses había bajado mucho de peso, se había mudado solo y tenía un trabajo de oficina que, aunque no le gustaba mucho, le permitía pagar las cuentas. Tenía ganas de conocer a alguien y le dijo que sí a su cuñado. Era 2012 y el celestino los conectó por Facebook. El ida y vuelta fue corto, enseguida le pidió a Betina su teléfono. “Cuando le escuché la voz, sentí en el momento algo especial, una conexión distinta”, cuenta ahora a Infobae. Después dirá también que fue algo mágico, y su historia lo justifica.
Tocó el timbre de la casa y dice que quedó maravillado: “Los ojos, la mirada, la sonrisa”, le parecía que con ella todo podía ser más fácil, la naturalidad de tener ganas de lo mismo. Esa noche fueron a tomar algo y terminaron en su departamento. A la mañana se despertó feliz de encontrarla en su cama. Ya no se separaron.
Fue todo tan intenso, que un mes después, para Año Nuevo, los dos se presentaron a sus familias. Fue un verano de enamorarse más con cada gesto: “Los dos éramos ansiosos y queríamos estar juntos todo el tiempo”, dice Ernesto. Hasta que, a fines de febrero, Betina lo llamó llorando. “Tengo cáncer”, la escuchó decir mientras paraba el auto para tratar de entender lo que estaba pasando.
El padre de Ernesto fue Camilo Raffo, un reconocido gastroenterólogo que por casi treinta años fue el médico clínico –y en muchos casos, el confidente y apoyo 24x7– del personal del diario La Nación. Ernesto cortó con Betina y lo llamó. “Papi, los estudios dieron esto”, dijo, y le repitió lo que le acababa de decir su novia esperando que no fuera cierto. “Sí, es cáncer de mama”, le respondió sin vueltas el padre.
Hacía sólo tres meses que estaban juntos, pero Ernesto no dudó un segundo: “Te venís a casa, quiero cuidarte”, le dijo a Betina esa misma tarde. El pronóstico era bueno; el nódulo estaba en un ducto y pudieron sacarlo completo cuando la operaron. Pero eso no hacía menos angustioso el hecho de que esa pareja tan fuerte como nueva tuviera que pasar en un segundo del juego de descubrirse en la atracción mutua al compañerismo en la convalecencia. Ernesto, que la ayudaba a bañarse y a vestirse mientras tenía los drenajes, un día la encontró desconsolada en la ducha, justo a ella que era puro optimismo. Más que las molestias postquirúrgicas, le dolía no verse linda frente al hombre con el que –estaba segura– quería compartir la vida y los proyectos.
Y sin embargo, en muy poco tiempo, la vida y los proyectos se impusieron de nuevo. Rayos, controles periódicos, pero la certeza, sobre todo en ella, de que le habían ganado al miedo. Ese año la madre de Ernesto también se enfermó y murió a los pocos meses, en noviembre de 2013. Fue Betina entonces la que estuvo para acompañarlo y también para apuntalar a su padre, que terminó muriendo también un año más tarde. “A veces creo que nos cruzamos para que ella me bancara en ese duelo que solo se me hubiera hecho imposible –dice el menor de tres hermanos de una familia que siempre fue muy unida–. Y, de alguna manera, también para enseñarme a duelar las personas que más amaba; porque, sin saberlo entonces, me hizo fuerte para poder enfrentar después la tristeza de perderla a ella”.
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Durante los años que siguieron, Ernesto y Betina se entregaron a disfrutar de la aventura de haberse encontrado. Viajaron por el mundo, fueron felices y soñaron con formar una familia. “Betina tenía un enorme deseo de ser madre, y una vocación maternal que volcaba en nuestros sobrinos, en los hijos de nuestros amigos y hasta conmigo”, dice él, y se emociona cuando cuenta que por ella descubrió incluso su oficio y se especializó, de a poco, en la venta de productos de coctelería, algo que siempre le había gustado.
El ginecólogo le repetía que tenía que esperar por lo menos cinco años para intentar quedar embarazada después de un cáncer hormonal, pero Betina insistía. Tenía 37 años y el amor y el reloj biológico latiendo a toda velocidad: transó con el médico en tres años y medio. Entonces interrumpió el tratamiento y eso también fue mágico, dice Ernesto: era octubre de 2016 y al mes, el test de embarazo dio positivo. Hacía exactamente cuatro años que estaban juntos cuando supieron que iban a ser padres.
El embarazo transcurrió sin problemas. Guille nació amada, perfecta y rosadita el 12 de julio de 2017. Betina podía darle la teta sólo con la mama que no había sido operada y se esforzó por hacerlo de todos modos. Había que complementar con fórmula, así que la beba dejó de prenderse, y el ginecólogo aprovechó para que retomara los estudios postergados durante el embarazo. Ella se había encontrado un bulto muy grande del lado con el que amamantaba y en un principio le dieron antibióticos pensando que podía ser mastitis –una típica inflamación asociada a la lactancia–. Pero la punción no dejó lugar a dudas: el cáncer había vuelto y esta vez era más agresivo.
Betina empezó la quimioterapia cuando Guille –o Willy, como también la llaman su papá y sus tíos– tenía siete meses. “Nunca se había sentido tan mal como cuando volvió de la primera sesión, esa noche fue terrible. Pero reaccionó bien, el tumor se redujo y pudieron operarla”, dice Ernesto. Para él fue un momento tanto o más angustiante que la primera vez que la oyó decirle “tengo cáncer”; ahora ya no eran sólo ellos dos contra el mundo: ¿Y si le pasaba algo? ¿Si se quedaba solo con Willy?
La energía de Betina no dejaba lugar para esas preguntas: “Era una mina que iba siempre para adelante, nunca se permitió pensar en la muerte. Decía ‘estoy bien’, y aunque teníamos ayuda, estaba pendiente de la beba y jamás dejó de hacer nada. Me repetía ‘No te preocupes, porque yo no me voy a morir, yo me voy a curar, me voy a salvar’, y vivió así”.
Cuando parecía que todo estaba bien de nuevo y el tumor estaba bajo control, Ernesto le propuso casamiento. “En realidad se lo había pedido mil veces, pero nunca encontrábamos el momento. Entonces pusimos fecha y nos casamos el 21 de diciembre de 2018. Betina todavía estaba haciendo rayos, pero había terminado la quimio y le había vuelto a crecer el pelo. De hecho, su mayor preocupación en ese momento era ésa: tener lindo el pelo para el civil. Y sí, estaba hermosa y fue todo espectacular”, cuenta.
Se fueron de luna de miel a Miami y a Punta Cana en un plan muy familiar: primero visitaron a la hermana de Betina que vive en Estados Unidos y viajaron con la madre de ella que había quedado viuda de manera repentina sólo diez días antes del casamiento. También llevaron a Willy, por supuesto. Y aprovecharon para pasar por Disney y que madre e hija disfrutaran de un plan que no habría tiempo de hacer más adelante, aunque estuvieran seguros de que lo peor había quedado atrás.
Fue al regresar del viaje cuando ella volvió a palpar los signos de que las cosas habían vuelto a complicarse. Otra vez, los médicos probaron primero con antibióticos. Pero pronto tuvieron el diagnóstico: era otro cáncer de mama, pero agudo y con metástasis. Pese a la convicción de Betina, para Ernesto ahí sí empezó la sensación de cuenta regresiva: “Mis pensamientos mágicos y su fuerza tremenda me hacían negarlo, pero no podía evitar la angustia. En un momento le dije a mi hermano ‘Tengo miedo’ y me ayudó mucho su respuesta. ‘Si pasa, vas a poder’, me dijo”. Él no quería ni siquiera imaginarlo: era el amor de su vida, su sostén, la mujer que lo había transformado, y también la madre de la hijita que ahora lo aterraba tener que criar solo.
Entre las sesiones de quimio, seguían viajando y tratando de hacer una vida lo más feliz posible, la de dos enamorados con la beba que habían deseado tanto. Pero cada vez se hacía más duro. En febrero de 2020 Betina empezó a tener mareos y dolores de cabeza fuertes. Ernesto tenía programada una operación de vesícula y ese mismo día Betina fue con su madre a una guardia. Cuando despertó de la anestesia, su hermano le dijo –también como con anestesia–, que Betina tenía metástasis en el cerebro y en el hígado. “Fue el peor día de mi vida –dice Ernesto ahora–. Boleado como estaba pedí que me dieran el alta. Lo único que quería era verla”.
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Ella salió de la clínica un 14 de febrero y Ernesto también ve la magia en eso. “Pudimos festejar los tres juntos el Día de los Enamorados”, se emociona. Con su pañuelo en la cabeza y como podía, Betina hizo la adaptación del jardín de Guille hasta que las clases se interrumpieron por la pandemia. “Estaba feliz en ese ámbito, era muy sociable y siempre había esperado ese momento, así que estaba en su salsa entre las mamás del colegio que todavía la recuerdan con cariño”, cuenta Ernesto.
No le dejó instrucciones sobre cómo educar a su hija, tal vez desde la confianza plena que había puesto en él desde el primer momento. Tal vez porque hasta el último segundo se aferró a la vida y pensó que no iba a ser necesario: “¿Por qué me están llevando?”, fue lo último que le preguntó a Ernesto antes de que la internaran y perdiera la conciencia.
Terminal y con morfina, seguía aferrada a la vida con uñas y dientes, dice Ernesto. “No se iba, y entonces mi hermana me dice: ‘Quiere despedirse de Guille’. Yo no podía llevarla, no quería que viera así a su mamá, no podía hacerle eso. Nosotros hacíamos relevos para acompañarla y yo justo estaba con Betina, dándole la mano, cuando mi hermana me pasó un video de Guille que le hice escuchar aunque ella estaba completamente desconectada. Y entonces sí, empezó a respirar distinto, cada vez menos hasta que se apagó. Se apagó al lado mío”, recuerda.
A su hija se lo explicó con palabras simples: “Mamá va a estar siempre en tu corazón y ahora es una estrellita en el cielo”. Con dos años, Guille lo naturalizó. Dijo apenas: “Bueno”, y siguió con sus juegos. “Es una nena feliz”, dice él ahora.
Betina sabía, como el hermano de Ernesto, que cuando llegara el momento él iba a poder. Y aunque al principio la tristeza hizo que se descuidara y engordara mucho, cuando todos los análisis le dieron mal, entendió que su hija no podía perderlo a él también. “Me había comido la angustia y toqué fondo. Hice un clic, bajé de peso, volví a hacer deportes, y me apoyé mucho en mi familia y en la de Betina que ahora también es la mía. ¡Todavía viajamos juntos con mi suegra!”, cuenta.
Hace un tiempo, casi como una terapia, Ernesto comenzó a subir videos con Guille a Instagram y TikTok (@ernestraffo) –donde tiene casi cien mil seguidores–. En uno, que se volvió viral, su hija que hoy tiene cinco años, le pide conocer la casa en la que vivió su mamá, algo que pudieron hacer con ayuda de la nueva dueña. Con toda su inocencia, llega y la recorre esperando encontrar un rastro de Betina entre los muebles y objetos, o cuando se abra la puerta. La misma puerta que al abrirse hace una década le cambió para siempre la vida a Ernesto.
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