Se conocieron un verano en la playa y él la amó en secreto por 50 años: “¿Y si le hubiera dado ese beso?”

Fue en Viña del Mar y en 1970. Jorge había terminado el servicio militar y lo que seguía era el futuro, la vida de adulto. Era un chico tímido y retraído, pero con Mariana se sintió seguro y desenvuelto por primera vez

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Jorge solo una vez se había sentido completo y había sido ese mes con Mariana en Viña. La historia de un amor que lo marcó para siempre
Jorge solo una vez se había sentido completo y había sido ese mes con Mariana en Viña. La historia de un amor que lo marcó para siempre

Ahora Jorge vive en otra playa. Una de arenas blancas y agua cristalina, de esas que se usan de fondo de pantalla y son el paraíso de los turistas. Pero algunas veces, al mirar las olas, extraña los atardeceres de Viña del Mar. Su paraíso personal está en otra parte.

Fue el verano de 1970. La familia de Jorge estaba radicada en Chile, pero él había vuelto ese año a Buenos Aires para cumplir con el servicio militar obligatorio. No había sido un tiempo fácil, no lo era: Jorge era un chico retraído, tímido, no tenía suerte con las chicas y llevaba en el cuerpo todas las inquietudes de la adolescencia.

Igual que en la canción de Sui Generis, tenía veinte años y el pelo muy corto cuando regresó a Santiago, a fines de diciembre. Iban a pasar las fiestas y todo enero en Viña como parte de la despedida familiar del país trasandino: ese año terminaba el destino del padre allá y volverían a Buenos Aires.

En cuanto llegó, conoció a una amiga de su hermana y se pusieron a “pololear”, como dicen los chilenos. Para Jorge, que venía de pasarla siempre mal en los asuntos del corazón, la suerte parecía haber cambiado. Además, al padre acababan de entregarle un Mustang Match y se lo dejaba manejar por los cerros de la cordillera de la Costa. Se sentía en una película.

El día que le dijeron que había que ir a comer a la casa de una familia argentina y que él tenía que ir porque la hija de 16 años estaba sola y querían que la sacara a pasear, le pareció un castigo. Era la primera vez que una chica le daba bolilla, tenía un grupo de amigos, manejaba un Mustang y quería estar con su polola. Pero fue –obligado– y, en cuanto vio a Mariana, supo que era la misma morocha de pelo lacio que le había llamado la atención tantas veces en el club, en Buenos Aires; siempre de lejos y a la distancia de su vergüenza.

De cerca, Mariana tenía la piel muy blanca y una constelación de pecas en la cara. Le hablaba como si lo conociera y lo miraba con ojos amables y curiosos. A él le pareció enseguida que encerraba algún misterio, que era más madura que las chicas de su edad, más abierta y más dada: con ella no le costaba sostener la conversación ni la mirada. Como nunca antes, se sintió en casa.

Al día siguiente ya lo había decidido. Se encontró con la novia chilena y le dijo que se había dado cuenta de que prefería estar solo. Después fue a buscar a Mariana para ir a la playa. En Viña, el agua del mar es fría y el mejor plan para el los era sentarse a charlar con vista a la orilla.

Ahora está en una playa de arenas blancas y aguas cristalinas, pero su paraíso personal quedó en Viña del mar
Ahora está en una playa de arenas blancas y aguas cristalinas, pero su paraíso personal quedó en Viña del mar

Mariana le contó su historia. Estaba de novia hacía poco, le faltaba un año para terminar el colegio y ya estaba segura de que quería ser psicóloga. Jorge se había anotado en Ingeniería. Los dos eran de géminis y les gustaba la coincidencia: sentían que tenían mucho en común. Hablaban de lo que soñaban, de sus proyectos, de cómo se imaginaban de más grandes y de los dolores que no le habían confiado a nadie: todo era fácil. Para los dos era el último verano antes de entregarse a la vida de adultos. El último de sueños sin obligaciones.

La rutina comenzó a repetirse. Cada tarde, después de almorzar con su familia, Jorge pasaba a buscar a Mariana en el Mustang para ir a la playa. En el auto sonaba George Harrison. Cantaban a los gritos My sweet Lord. Cada vez que decían “I really want to see you, I really want to feel you”, parecía que hablaban de ellos.

Una noche, Jorge la invitó a bailar y eso también se hizo parte de la rutina del verano. Volver a la casa para sacarse la arena y comer con la familia, después encontrarse de nuevo para ir a la disco. El boliche de moda se llamaba Topsy y estaba en la cima de un cerro. Una rueda gigante conectaba los cuatro pisos con música diferente. La vista del Pacífico era perfecta. Bailaban lento y a la luz de la luna. Mariana usaba “esos vestidos bien cortos de los años 70″ y le apretaba el pelo lacio contra la mejilla. Nunca hablaban de amor, nunca pasaba más que eso.

“No había más necesidad que la de estar juntos, no era nada sexual”, dice Jorge ahora, y un poco se emociona. Era un chico tímido que disfrutaba de la compañía de una chica hermosa. Con ella estaba en paz, se sentía seguro y más desenvuelto que con las demás, “como si estuviera completo”, dice.

Hasta que una noche, mientras bailaban, Jorge se apartó y la miró fijo. “¿Qué pasaría si te diera un beso?”, se animó a preguntarle. “No sé”, dijo ella. Jamás lo supieron. La pregunta sigue rondándolo hasta ahora, cincuenta años más tarde: ¿Qué hubiera pasado?

Quizá porque le dio miedo de romper el hechizo, no se atrevió a dar el paso. Siguieron bailando apretados esa y las siguientes noches. Una vez, mientras él le peinaba con un cepillo el pelo largo, ella se quedó dormida, casi en sus brazos. No volvieron a mencionar el tema. Pasó, igual que el verano. Veintiocho días y veintiocho noches de verse todos los días, de bailar abrazados todas las noches.

Jorge se dio cuenta la mañana en que ella volvió a Buenos Aires: se iba a ir con su novio, la había perdido. Y lo que le pasaba era distinto a todo: se había enamorado en serio por primera vez en su vida. El viaje en tren a Santiago lo hizo llorando; feliz por haberla conocido, triste porque no sabía si la iba a volver a ver, ni cuándo. Pensaba que nunca más iba a sentir lo mismo y, en parte, estaba en lo cierto.

De regreso en Buenos Aires, la familia de Jorge se instaló en un departamento que quedaba a pocas cuadras de la casa de Mariana. Sin embargo, nunca se cruzaron y a Jorge le dio vergüenza volver a llamarla. En cambio, ese junio, para su cumpleaños, le mandó un ramo de orquídeas. No se atrevió a firmar con su nombre la tarjeta. Una vez ella fue con la madre a conocer el departamento de la familia de Jorge; apenas si se saludaron. Otra vez, lo llamó por teléfono y hablaron largo, como en el verano, pero él no le dijo nada sobre las flores.

Con Mariana se sentía en paz, seguro y más desenvuelto que con las demás, “como si estuviera completo”,
Con Mariana se sentía en paz, seguro y más desenvuelto que con las demás, “como si estuviera completo”,

Con el tiempo, se decidió a escribirle cartas y poemas de amor, siempre como un admirador anónimo. “Sabía que seguía de novia y no quería transgredir su intimidad”, cuenta ahora. No la olvidó mientras estudiaba ni aunque saliera con otras chicas. Con sus amigos, sólo hablaba de ella. Seguía escribiéndole regularmente y mándandole orquídeas cada junio, en secreto.

Habían pasado cinco años desde aquel enero en Viña del Mar, cuando juntó fuerzas y la llamó por teléfono: “Mariana, necesito hablar con vos”, le dijo. Ella lo invitó a su casa. “Con todo el coraje que pude, toque el timbre del departamento. El corazón se me salía por la boca. Y cuando abrió la puerta y me invitó a pasar, vi que estaba igual que siempre, linda como siempre; a mí el corazón se me salía por la boca. Tenía la sensación de que toda la familia estaba escuchando en otro cuarto, como en las películas cómicas”, cuenta.

Sentado en el living de la casa de Mariana, Jorge tomó aire para decirle lo que le pasaba. Le confesó que él era su admirador secreto, el de las flores y los poemas, y que estaba enamorado de ella. Ella lo miró con ternura y le dijo que ya lo sabía. Lo escuchó hasta que terminó de hablar, como si tuviera claro que necesitaba desahogarse y después, “con esa madurez que tenía para su edad”, le dijo que ella también la había pasado muy bien con él en Viña, pero no sentía lo mismo que él. Estaba enamorada de su novio y se iban a casar.

Jorge dice que se fue de ahí con una sensación parecida a la de cuando se despidieron en Chile: “Contento por haberme animado a decírselo, y destrozado por confirmar la realidad que ya imaginaba”. Le costó reponerse, pero entendió que podía quedarse con todo lo que había sentido. Le costó también que le gustaran otras chicas, pero intentó seguir adelante.

Mariana le mandó la participación de su casamiento, pero Jorge no lo supo hasta mucho después. La madre la había roto al recibirla para evitarle más sufrimiento. Cuando finalmente se lo dijo, él no le habló por semanas: “¡Lo único que quería yo a esa altura era verla entrar vestida de novia, aunque no fuera yo el que la esperara en el altar!”, dice ahora.

Pero ese fue el momento bisagra: sólo entonces dio por perdida “la batalla”. Unos años más tarde, conoció a la que sería su mujer. Al tiempo se casaron y tuvieron dos hijos. Fue un matrimonio feliz y, pese a eso, Jorge siempre sintió que le faltaba algo. No entendía por qué, y ahora repite que no estaba obsesionado, pero muchas veces, al cerrar los ojos, volvía a buscar la sensación de aquellos días con Mariana en que el amor era puro, casi inocente, sin pasado ni futuro: mar, montañas y arena en el cuerpo. Era la imagen en la que se refugiaba cuando necesitaba paz. La paz de Mariana, su chica de Viña.

“Desde chico cargaba con un vacío muy grande, y ni los romances ni el matrimonio fueron suficientes para llenarlo. La madre de mis hijos me tuvo mucha paciencia y nos llevábamos bien, pero yo sabía que sólo una vez me había sentido completo y que había sido ese mes con Mariana en Viña”, recuerda. Por esos años, una analista le aconsejó que la llamara “para matar la fantasía”, así que otra vez reunió fuerzas y otra vez se enfrentó con la verdad: Mariana era feliz, esperaba a su tercer hijo, y no tenía ninguna intención de verlo.

Jorge se había separado de su primera mujer y estaba en pareja por segunda vez cuando tuvo que volver a Chile por trabajo, en 2004. Habían pasado treinta años y Santiago era una ciudad desconocida y moderna, él sólo esperaba el fin de semana para volver a Viña del Mar en busca de su recuerdo.

Hizo el viaje en auto con un colega chileno. Por el camino, le contó su historia. Mientras se acercaban a la costa recuperó el sentimiento de la adolescencia: otra vez la paz, otra vez Mariana. Dicen que no se debe volver jamás a donde se fue feliz alguna vez, pero Jorge fue directo a la playa donde había sido feliz con Mariana. Y entonces, frente al mar, lloró de melancolía por el tiempo pasado, por el perdido y por el que hubiera sido, y su compañero de viaje también lloró con él: “Éramos dos cincuentones tontos lagrimeando solos en una playa desierta, en pleno invierno”.

Jorge consiguió el contacto de Mariana, buscando por Internet y guías telefónicas. Había dado con su consultorio en Suiza
Jorge consiguió el contacto de Mariana, buscando por Internet y guías telefónicas. Había dado con su consultorio en Suiza

Hicieron toda la ruta de su aventura de amor trunca: de la disco Topsy sólo quedaban la rueda y la puerta de entrada. Pero era la puerta al mejor momento de su vida, y Jorge se emocionó de nuevo. Por un instante, sintió que el vacío se cerraba. Volvió a Buenos Aires otra vez convencido de que tenía que encontrarla.

Ya no quedaba nadie que tuviera el contacto, así que comenzó la búsqueda en Internet y en la guía telefónica. “Tenía pocos datos, el apellido del marido, lo que había estudiado, aunque no sabía si se había recibido, y que en algún momento me había comentado sobre la posibilidad de irse a vivir a Suiza –cuenta a Infobae–. Cuando agoté las posibilidades en Argentina, empecé a buscar en páginas suizas. Finalmente llegué a la guía telefónica, fui directo a la parte en donde publicaban profesionales, y ahí estaba: abajo de su nombre, decía ‘psychologue’. Había dado con su consultorio”.

Entonces, Jorge le escribió una carta larga con el cuento que había reconstruido tantas veces en su memoria: su versión de aquellos veintiocho días, y su recuerdo en el tiempo. Terminaba diciéndole que no se preocupara, que no estaba loco ni era un stalker, sólo quería saber cómo estaba ella después de tantos años. Y le dejaba su mail, su dirección de Facebook y su teléfono de la oficina por si quería comunicarse. De otro modo, no iba a volver a molestarla. Mandó la carta por correo a la dirección que figuraba en la guía.

Unas semanas más tarde, al llegar a la oficina, se encontró con el botón de los mensajes del teléfono titilando en rojo. Se le cortó la respiración cuando escuchó la voz clara de Mariana: “Hola, Jorge. Quería decirte que recibí tu carta y que me encantó. Voy a volver a llamarte”. No pudo evitar llorar de alegría: lo había logrado.

Fueron días de ansiedad hasta el siguiente llamado, y Jorge casi se muda a la oficina para esperarlo. Cuando al final hablaron, era la misma confianza de siempre. Mariana lo puso al tanto de su vida en Suiza y le dio el teléfono de su consultorio. Comenzaron a hablarse con frecuencia y retomaron la amistad de la juventud.

Cuando ella viajó a Buenos Aires, lo llamó para que se vieran, y Jorge la invitó a almorzar. La abrazó como si no hubiera pasado el tiempo en cuanto la descubrió bajando de un taxi. Ella no reaccionó mucho. Los dos estaban cambiados –los años no habían pasado en vano–, pero Jorge reconoció la mirada que lo había enamorado treinta años antes.

Mariana respondió todos sus mensajes e incluso volvió a verla, sin embargo, lo abrazó fríamente
Mariana respondió todos sus mensajes e incluso volvió a verla, sin embargo, lo abrazó fríamente

Mientras comían, le volvió a confesar lo importante que había sido ella para él y cómo la había recordado a través de las décadas cada vez que necesitó estar en paz. Mariana lo miró con la misma ternura de cuando era chica y repitió las palabras de entonces: para ella había sido un lindo verano y la había pasado muy bien con él. Había sido la primera vez que salía con un chico más grande y se había divertido mucho, pero estaba enamorada de su novio y ahora estaba enamorada de su marido. Nunca había sentido por él más que cariño.

Él le regaló una pulsera que le había comprado, ella lo miró con cara de extrañada. Nunca sabemos lo que somos para los otros, y Mariana terminó de entenderlo en ese momento; sintió tal vez una mezcla de compasión y pena, y le dijo que seguirían en contacto. Después se despidió con un abrazo frío. ¿Habrá tenido miedo? ¿Cómo podía ser que ese hombre grande la quisiera con ese amor adolescente?

De aquello pasaron veinte años y no dejaron nunca de saludarse para sus cumpleaños. A veces, cuando camina por esa otra playa que eligió para pasar su retiro, Jorge se repite la pregunta de siempre: ¿Qué hubiera pasado si se hubiera atrevido a dar el paso aquella noche en la discoteca? Piensa que ese beso podría haberlo cambiado todo y vuelve a elegir el mismo camino: si algo hubiera sido distinto, ni sus dos hijos ni sus cinco nietos estarían en el mundo; si algo hubiera sido distinto, no tendría el recuerdo perfecto de ese amor sereno y sin exigencias. “Si sigo sintiendo esa paz cuando pienso en ella, es por cómo fueron las cosas”, dice convencido.

Y sin embargo, no lo duda, si tuviera que llevarse una sola imagen de esta vida cuando todo termine, serían los ojos de Mariana, las pecas de Mariana, el pelo largo y salado de Mariana y todo el futuro por delante en aquella playa de Viña.

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