Fue en el verano de 1980. Los dos tenían quince años. Francisco y Clara se habían visto cada diciembre en la misma playa de la costa atlántica, cuando las vacaciones duraban hasta marzo, y compartían desde siempre el mismo grupo de amigos, pero ese año se miraron distinto. Aunque él era de Buenos Aires y ella de Rosario, sus padres tenían casa en el mismo balneario y, en la arena caliente de esos meses, todas las distancias parecían acortarse.
En plena adolescencia y desbordados de hormonas, pronto el truco, el TEG, el bowling y las salidas al cine y a bailar dieron paso a otra cosa. Tal vez porque hasta entonces había sido la tímida del grupo, nadie podía imaginar que Clara dibujaba corazoncitos con el nombre de Fran desde que tenía ocho años y la nariz y las pecas cubiertas de bloqueador solar blanco. Francisco, en cambio, la descubrió recién ese verano: con el pelo larguísimo y la piel tostada, por primera vez en su vida le costaba pensar en nada que no fuera en ella.
Ese enero, para todos era obvio que lo que hasta entonces había sido una amistad estaba a punto de convertirse en algo más: las cargadas eran moneda corriente y le imponían al asunto un ritmo de vértigo. Y una noche de febrero en la que “no faltó ninguna estrella ni el ruido de las olas”, Francisco se puso de acuerdo con su mejor amigo, que era primo de Clara, para ir a caminar por la orilla con ella y la chica que le gustaba a él y declarárseles en tándem.
Clara y Fran hablaron durante horas con la complicidad y las ganas de lo nuevo y el reflejo de la luna en la espuma como marco perfecto, y se sacaron las zapatillas para mojarse los pies. Y volvieron corriendo hacia la Costanera “con el corazón latiendo a mil pulsaciones por minuto”, y entre agotados y pasados de vueltas, pararon para tomar aire entre los esqueletos de las carpas sin toldos del parador.
“Fran, ¿me ayudás a colgarme del travesaño?”, preguntó ella entonces. Él la agarró de la cintura y ella tomó impulso para llegar con las manos. “Ahora te ayudo a que bajes”, dijo él, y la volvió a sostener por la cintura, aunque esa vez ya no la soltó. “Cuando apoyó los pies de nuevo en la arena, quedamos nariz con nariz y nos besamos de la manera más dulce en que dos adolescentes podían hacerlo”, cuenta ahora él a Infobae.
Para cuando terminó el verano, Francisco y Clara eran novios en serio y se prometieron que los kilómetros que los separarían físicamente no iban a romper lo que sentían para siempre. Ninguno hizo caso cuando les advirtieron: “Amores de verano, lágrimas de invierno”.
Ya de vuelta en sus casas, la relación siguió, primero, con cartas larguísimas y, después, con cassettes en los que se contaban cómo habían sido sus días y cuánto se extrañaban. O se mandaban canciones de Queen, esperando la hora de volver a bailar lento. En uno de los tantos envíos que cruzaban por semana, Fran transcribió tembloroso los versos de un poema de Fernández Moreno, Hermoso, pálido y tétrico:
“El día que tú me digas:
-Se acabó, ya no te quiero-,
tengo pensado vestir
lúgubremente de negro.
En muelles rizos caerá
mi melena de bohemio
en torno a mi largo rostro
melancólico y enfermo.”
Se moría de sólo pensar en la idea de perderla, y planificó un reencuentro: las vacaciones de julio quería pasarlas con ella. Pero Clara se anticipó y viajó a Capital en Semana Santa con el permiso de sus padres. Fueron tres días de amor pleno. Ese invierno él hizo las valijas y fue a visitarla a Rosario. Se alojó en la casa del primo de Clara, que vivía a la vuelta de la de ella, y no se despegaron en toda la semana. Ella le mostró sus lugares preferidos y le presentó a sus amigas: todo parecía perfecto. Lo mismo cuando volvió en agosto, desesperado por verla.
Hasta que un día de octubre, cuando volvió del colegio, Fran se encontró con un sobre de Clara que le pareció demasiado liviano, demasiado chatito para contener un cassette como los que se había acostumbrado a recibir casi día por medio. Corrió abrirlo, como siempre, pero presintió el dolor: era una sola carilla, una carta cortísima donde le decía que la distancia hacía todo muy difícil y que había conocido a otro chico. Se había terminado. Era aquel “Ya no te quiero”, de Hermoso, pálido y tétrico, y se sintió como en el poema: melancólico y enfermo.
Clara era su primer amor y también su primer desengaño. Cuando volvieron a encontrarse ese verano, hizo todo lo posible para reconquistarla, pero no hubo caso. Sufría cada vez que los amigos del grupo le preguntaban si estaban juntos de nuevo o si era cierto que ya no pasaba nada entre ellos. Porque sí, era cierto, Clara estaba en otra.
Los siguientes veranos se volvieron a ver, pero ya ni la cercanía de la playa lograba acortar la distancia que se había impuesto entre los dos. Eran pasado. Francisco salió sorteado para ir al Servicio Militar, y aunque volvió al balneario, ya no volvió a cruzarse con Clara.
Cuando volvieron a verse habían pasado quince años. Francisco se había casado con Ana; tenían seis hijos que ya jugaban y se enamoraban en la arena como él y Clara cuando eran chicos. Pero tuvo que contener la emoción cuando uno de sus amigos de la playa le preguntó al pasar: “¿A que no sabés quién está?”.
Ana, que sabía la historia, se dio cuenta enseguida, pero disimuló los celos. Sabía también que no podía hacer mucho contra ese fantasma de amor idealizado y romántico. Se aferró –se aferraron–, como a una tabla en el mar, a la rutina que los dos habían construído con el tiempo y el cariño. Fran fantaseó con buscar a su novia de la adolescencia y hasta con dejar todo por ella, pero se prometió respetar a su mujer y a su familia. Tampoco es que fuera posible, seguro Clara también tendría su vida.
Al final, cuando la tuvo frente a frente, casi no se animó a hablarle. Apenas un saludo y un abrazo de viejos amigos. Apenas eso y otra vez cada uno a su historia como si no se hubieran visto. Si hubiera preguntado, tal vez se habría enterado que Clara, en cambio, nunca se casó. Tuvo varias parejas y estaba dedicada de lleno a su trabajo. Y, a diferencia de él, había guardado todas sus cartas.
Tuvieron que pasar quince años más para que Francisco se animara a buscarla de verdad. Exactamente treinta desde aquel amor de verano. Buscaba en realidad revivir aquella época, la adolescencia, las ganas, un futuro de proyectos para aliviar el presente en que los hijos más grandes se iban yendo de la casa y con ellos también las razones para sostener la rutina familiar.
En el estudio del altillo, se abrió una cuenta de Facebook y empezó a pasar horas frente a la computadora. Su intención era clara: quería reencontrar a sus amigos del balneario. Su intención era Clara. Fue agregándolos uno por uno hasta que dio con su hermano, que todavía vivía en Rosario. “Cuando nos contactamos, le pasé todos mi datos, me faltó sólo el grupo sanguíneo. Lo único que deseaba era que se lo dijera”, cuenta.
Dos días después recibió un mail. Era ella. Se pusieron de acuerdo para encontrarse por chat, y no pasó mucho hasta que decidieron verse por Skype. Lo repitieron cada viernes durante semanas. Otra vez, horas hablando como en el verano de sus quince. Hasta que una mañana los sorprendió el sol. Cuando Ana preguntó qué había estado haciendo toda la noche, Francisco dijo que se le había hecho tarde charlando con sus amigos de Rosario. Una verdad a medias.
Fue Clara la que hizo la propuesta: “Me parece que vos y yo nos debemos unas materias”. Francisco no dudó: “Y bueno, si querés voy”. Quedaron en verse a mitad de camino. Él le dijo a Ana que iba a aprovechar un viaje de trabajo para ver a los chicos de Rosario y alquiló una cabaña en San Pedro por el fin de semana. Ana le hizo la valija y le compró un necessaire nuevo. Pero el jueves antes de que se fuera, le preguntó si se tenía que preocupar por algo. “Por nada, mi amor”, contestó él.
Era el mediodía de un viernes de abril cuando la vio bajar del ómnibus. La misma cara y el mismo pelo de cuando era joven, y los mismos nervios que él. Se sorprendió de la naturalidad con la que ni bien entraron en la casa se sentaron a tomar mate mientras se ponían al día. Después caminaron por la costanera como aquel verano de su adolescencia y, durante la cena, bailaron en el restaurante como si estuvieran solos.
Cuando volvieron a la casa ella le mostró un atado de cartas, las suyas, que guardaba hacía treinta años. Él no guardaba ninguna, pero en cambio había llevado un CD con los lentos de Queen. Bailaron de nuevo en la intimidad y no volvieron a salir en todo el fin de semana.
El regreso fue duro. Francisco se sentía igual de enamorado que la primera vez y ella también. Los chats y videollamadas se hicieron interminables. Planearon un nuevo encuentro en Buenos Aires. El riesgo de ser descubierto con su amor clandestino aumentaba, pero él no estaba en condiciones de evaluar las consecuencias. Otra vez, como a los quince, sólo podía pensar en ella.
Durante un año siguieron viéndose a escondidas, con escapadas cuando Francisco podía. Estaba por viajar para estar con ella un fin de semana largo, cuando Clara le dijo que ya no podía seguir así: “No es justo para ninguno de los dos, y para tu mujer tampoco”.
“Tendría que haber pateado el tablero para irme a Rosario con ella –dice ahora Francisco–. Pero no tuve el coraje de terminar con mi matrimonio y tampoco quería retenerla hasta poder hacerlo. Fui un tarado”. Por un tiempo siguieron chateando, hasta que ella le contó que había conocido a alguien. La historia se repetía, aunque ahora Francisco se sentía responsable. Dejaron de hablar y de escribirse y perdieron el contacto. Dos líneas paralelas que apenas habían vuelto a rozarse. Otra vez eran pasado.
Ana nunca dijo nada, pero siempre sospechó el engaño. Y algunos años más tarde fue ella la que le pidió separarse. Quería ser feliz, le explicó, y Francisco tuvo que entenderlo. Al poco tiempo se puso de novia con otro hombre. Fran sintió que se le venía el mundo abajo: se había quedado sin ninguna de las dos, ni su mujer real ni la idealizada, algo que no imaginó ni en sus peores cálculos.
Llevaba años divorciado cuando se atrevió a buscar a Clara de nuevo. La llamó al trabajo una tarde de noviembre. En vez de decirle quién era, se presentó como su admirador eterno. “Ya sé quién sos, Fran”, le dijo ella. Y lo trató con cariño, pero sin rastros del amor de otro tiempo. Le contó que seguía en pareja y era muy feliz. Y Fran le dijo que se alegraba por ella, aunque sintió la daga del “Ya no te quiero”.
Y entonces, después de desearle todo lo mejor, Francisco hizo un último intento: “Yo te voy a seguir esperando”, le juró. Ella se despidió con un beso. El dice que todavía la espera.
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