“¿Usted cree en algo?”, me pregunta ahora Pablo. Lo miro sin saber bien qué contestarle, le digo que no soy religiosa. “Pero sabe que hay algo más, ¿no?”
Es alto, prolijo, usa el pelo corto. Trabaja como pintor y se pasó la tarde dándole con la brocha a una pared de ladrillos de cuatro metros de alto, subido a un andamio. Dice que es una tortura meter el pincel entre las uniones, y un poco un aprendizaje. Como Karate Kid, le digo. Me dice que sí: “Pulir y encerar”, cita, y sonríe con toda la cara.
Pablo dice que a él lo salvó Dios, pero antes el amor. Un amor. El amor de Beatriz. El amor de su vida. Dice también que no es una historia con final feliz, pero que valió la pena. “Ella me decía sólo la verdad y yo sólo mentiras. Sobre cualquier cosa, porque yo era así: un vago y mentiroso total. Si Bety no se hubiera cruzado en mi vida, seguramente yo no estaría acá ahora”, dice, y después pregunta: “¿Seguro que tiene tiempo de escuchar?”
La primera vez que la vio fue en 2006. Al Pablo de hoy le da vergüenza contar que en esa época pasaba los días sin más propósito que ir al cyber del barrio: horas en Hotmail, chateando con desconocidas; de noche con los pibes en la esquina, demasiado grande a los 30 años para seguir haciendo esa vida de adolescente. Le gustaba el peligro, caminar siempre al filo de la cornisa, andar por todos los lugares prohibidos.
Estaba sentado frente a la computadora, en el box de siempre, cuando la vio entrar. “Tenía puesta una campera de cuero bien cortita y unas botas altas de vaquero”, dice. Pensó que era mucho para él. Pero en esa época nada lo amedrentaba, ni siquiera la diferencia la edad. Después sabría que eran veinte años. Tampoco son nada, ya lo dice el tango.
Tuvo suerte: esa mujer que para él iba a ser pronto diferente a todas las demás se le sentó justo al lado. El dejó pasar un rato porque total el tiempo le sobraba. Después se tiró para atrás con disimulo y se fijó en su dirección de correo. Ella estaba ocupada respondiendo mails de trabajo, así que ni siquiera lo advirtió. Entonces le escribió el primer mensaje, como si fuera un amigo, “con puras mentiras desde el principio”.
Era una noche muy fría. “Hola Beatriz, ¿cómo estás?”, tipeó con descaro. Sonrió al ver su nombre en negrita en la casilla de entrada. Había picado. Esa noche el ida y vuelta de mails siguió hasta que cerraron el cyber. Y al día siguiente, y al otro. Todos los días coincidían a la misma hora, sentados al lado, sin que ella supiera que su admirador secreto estaba apenas separado por un tabique de plástico. Pablo sabe que suena mal contarlo hoy, porque a él hoy le suena mal hasta quién era entonces, pero también que sin ese comienzo que se cuestiona hasta él, no habría redención posible.
“Ya le dije que yo no era trigo limpio, y que ella siempre fue buena y desinteresada”, aclara antes de seguir el relato. Al final habían hablado tanto que fue ella la que le dijo que quería conocerlo. Había pasado una semana cuando se animó a decirle que estaba ahí, en el mismo cyber que ella. Entonces la vio mirando para todos lados sin imaginarse que era él. En el momento en que se miraron por primera vez, el encargado avisó que cerraba en veinte minutos. Pablo tipeó rápido: “Vamos a tomar un café, ¿te parece?”. Beatriz aceptó.
En esa charla, él se arrepintió. Le seguía pareciendo una mujer “despampanante, físicamente hermosa, como de 25 aunque tuviera 50″, pero se dio cuenta enseguida de que eran muy distintos. ¿Cuánto podía mentir para estar a su altura? “La vi toda producida. Me pareció que era de esas que esperan que el marido trabaje para mantenerlas hasta de noche para salir solas. No me gustó nada como era”, dice. Él todavía vivía de planes sociales, no quería saber nada con trabajar ni con enamorarse.
Como el zorro que mira las uvas desde abajo y, como no las alcanza, piensa “total son amargas”, cuando se despidieron, cambiaron teléfonos sólo por cortesía. No pensaba llamarla nunca más, tampoco volver a verla. Sobre el problema de coincidir en el cyber, estaba todo calculado. Beatriz iba a viajar a Mendoza a visitar a su familia, así que eso le daba unas semanas. Para cuando regresara las cosas ya se habrían enfriado y no haría falta aclarar nada.
Pero los cálculos se le vinieron abajo cuando la que escribió fue ella, incluso estando afuera. Le contaba sus cosas, le preguntaba por él, y además, le decía de manera muy directa que quería que se encontraran cuando volviera. “Estoy con mucho trabajo”, mintió él con naturalidad. Y sostuvo la mentira también cuando ella le avisó que estaba en Buenos Aires. “Yo me despertaba a las dos de la tarde, pero le decía que madrugaba y no me liberaba hasta la noche”, se ríe.
Al final aceptó verla otra vez. Tomaron un café, charlaron mucho. Ella le contó que trabajaba como administrativa en una empresa, que estaba separada hacía varios años, y que tenía hijos y nietos a los que adoraba. Esa noche se quedó en su casa y hablaron hasta la madrugada. La miró mejor y empezó a entenderla. Supo que estaba atravesada por el dolor insoportable de la muerte de un hijo de 25 años, y que aunque parecía resuelta y decidida, ella también estaba muy triste y muy sola. A veces Bety tampoco le encontraba sentido a nada. Se iba al bingo con las amigas o a bailar hasta cualquier hora para llenar el vacío y cuando volvía a su cama sólo tenía ganas de llorar. Pablo pensó que no eran tan distintos. Durmieron abrazados.
Pero a la mañana siguiente, Pablo se despertó y fue el mismo de siempre. Las mismas mentiras y los mismos cuentos. “Tengo que trabajar hasta tarde”, le escribió por SMS cuando unos días después ella quiso saber si tenía ganas de que se vieran de nuevo. De a poco, empezó a ceder. “Yo quería estar con ella, pero no lo demostraba –dice–. El tema era que, en el fondo, me daba cuenta de que para eso tenía que cambiar. Y, cada vez, me iba dando cuenta también de que había dejado de ser el de antes. Me costó, pero terminé entendiendo que quería estar con ella y nada más”.
El cambio fue Beatriz. Ella creía en él. Aunque le mintiera, aunque él mismo dudara. “Le decía a sus amigas que aunque yo fuera más chico, me comportaba con más madurez que muchos tipos de cincuenta. Y eso me obligaba a ser mejor, más hombre. Para mí ella era ‘Mi bella dama’, y entonces yo tenía que ser un caballero también, o por lo menos parecer”.
Claro que Bety no era ninguna tonta. Al revés, era muy viva. Le daba bronca que él perdiera así su tiempo con mentiras cuando de verdad tenía potencial, y se lo decía: “Empezó a sospechar que yo no hacía nada y me presionaba para que trabajara. Ella era adicta al trabajo, salía con sus tacos y sus carpetas todas las mañanas. Y eso a la larga me hizo cambiar a mí también. Empecé a ser más sociable, a entrenar, a hacer deporte; salía a correr y me propuse a buscar cosas para hacer. Cuando me quise acordar, todo mi estilo de vida había cambiado.”
Beatriz también parecía haber encontrado un refugio contra tanta angustia en Pablo. Dejó de desesperarse por llenar ese vacío tremendo con salidas al baile y al bingo. Un sábado de invierno se fue a las diez a bailar, pero volvió a las doce para estar con él (“Y eso que tocaban Los Palmeras, su banda preferida”). Ya no podían estar separados demasiado tiempo, aunque siempre mantuvieron cada uno su casa. Ella decía que era mejor para la pareja que cada uno tuviera su espacio y él todavía le da la razón: “Todo me lo enseñó ella, los dos nos enseñamos”.
Tenían la sensación de que ya se conocían: “Un día, tomando mate, la miro, y le digo: ‘Tengo un flash de realidad, Bety. Si yo no te conozco de antes, ¿cómo es que me adapto tan rápido a tus costumbres y a tu lenguaje?’”. Así fue como se convirtieron en una pareja. Con amor, con proyectos, y con el visto bueno de las familias de los dos: “Le presenté a mi mamá, me presentó a sus hermanos, a su hija, a sus nietos. Éramos compañeros, en las buenas y en las malas”.
Pero las malas fueron horribles. Llegaron una tarde, en una plaza, cinco años después de aquella noche en el cyber. Bety había tenido cáncer de útero cuando era más joven y ahora le contaba que se había encontrado un bulto en un pecho: “No te asustes, gordo, pero no viene bien esto”. Siempre había sido una mujer de fe, pero tenía razones de sobra para estar enojada con Dios, dice Pablo; las mismas que tuvo él después. Y no quiso operarse, pese a que Pablo insistió mucho: “Mi amor, yo te voy a seguir queriendo –le aseguró, le rogó él–. Es a vos a la que necesito, no me podés dejar ahora”.
El sexto y último año que pasaron juntos fue el más duro. Una vez que tuvo el diagnóstico, Beatriz perdió el trabajo y Pablo se entregó a cuidarla y a aceptar como podía. “No entendía –dice ahora–. Íbamos al (Hospital) Marie Curie los dos solos, con lluvia, con frío. Haciendo colas de horas para conseguir los medicamentos. Ahora veo a una señora del barrio que tuvo cáncer de mama y se curó, y pienso, ¿por qué ella sí y mi compañera no? ¿Por qué no están vivas las dos?”.
La acompañó en cada tratamiento, dormía en el piso para estar cerca cuando la internaron, y estuvo ahí, abrazándola, cuando llegó el final. Bety se durmió en sus brazos, altiva y fuerte hasta el último momento. Así la recuerda.
“Pablo es de fierro”, decían los amigos. Pero él estaba quebrado, no imaginaba el futuro sin ella. La había visto degradarse mientras trataba de ser alguien mejor para que ella estuviera orgullosa y todavía le da bronca que no haya llegado a ver que hoy se gana la vida “como corresponde”. Que estudió carpintería. Que pinta. “Que agarro la pala como ella quería y que todo lo que hago es por ella aunque no esté para verlo”, dice.
No está tan seguro de eso último, de todos modos. “Me dicen muchas veces que los que ya no están, no están, pero yo no creo, porque la siento y la sueño –se ilumina–. Yo también estuve mucho tiempo en guerra con Dios, hasta que entendí que ella está acá conmigo. Hace unos años tuve una intoxicación y casi me muero. Estaba hinchado, me ponían inyecciones para bajar la inflamación. Tenía puesta una remera que me regaló ella y estaba tirado en mi cama. Me sentía mal hasta en sueños. De golpe, la veo venir, hermosa, con el pelo mojado y tirado para atrás. Nítida y con las uñas pintadas de rojo. Me acarició el pecho, seguí durmiendo y amanecí sano”, asegura.
A veces Pablo va al cementerio y corta los yuyos que crecen alrededor de la tumba de Beatriz. Le duele sentir que los demás la olvidaron. Le duele cuando le dicen que la olvide porque ya pasó demasiado tiempo. O cuando le dicen que rehaga su vida, porque, para él, su vida sigue siendo ella. Le duele también cuando le dicen que en esa tumba sólo está su cuerpo, porque él va ahí para encontrarla, igual que cuando relee cada mensaje de texto. Cuando Bety murió, todavía no había Whatsapp, así que también le duele no tener audios con su voz. Pero tiene sus fotos por toda la casa y tiene “todo acá”, dice, y se señala la cabeza y el corazón.
¿El amor es para siempre? ¿El amor es un ratito? Para Pablo fueron esos seis años con ella y estos diez de recordarla. Y le sigue pareciendo que es eterno. Tampoco le importa cuánto falta: está convencido de que hay algo más y de que algún día se van a volver a encontrar. Es cierto, la suya es una historia triste, pero algunos no se enamoran nunca y él sabe que tiene otro privilegio: “El pasar del tiempo desgasta, pero a nosotros no. Nosotros nunca nos cansamos de estar juntos”.
SEGUIR LEYENDO: