Hay amores que duran toda una vida. Otros, que solo se prolongan por unas horas, pero no por eso son menos reales ni menos intensos. El que les voy a relatar duró menos de un día, pero su flecha atravesó el tiempo y llega hasta hoy, cuando han pasado más de veinte años.
Teresa era la hija menor de una familia de costumbres tradicionales. Su madre era especialmente religiosa y severa. En el colegio Teresa no era buena alumna, pero tampoco mala. Era una del montón, con una vida tranquila y sin complicaciones.
Fue durante el secundario que se enamoró perdidamente por primera vez. El objeto de su pasión era un chico un año mayor que ella y no tenía idea de lo que le despertaba. Se llamaba Sebastián y era amigo del hermano mayor de una de sus compañeras de clase. Se encontraban en reuniones, a la salida del colegio, en el club.
La verdad era que el adolescente no la registraba. Tenía decenas de chicas espectaculares que le revoloteaban. Era un bombón, de sonrisa perfecta, jugaba al rugby y al tenis y, encima, tocaba la guitarra y cantaba. Una tarde en el jardín de sus amigos Teresa lo escuchó cantar A Dios le pido… con una voz parecida a la de Juanes, el cantante colombiano de moda. Ella lo miraba arrobada. La letra le estrujaba el estómago y el pelo que se sacudía en la frente de Sebastián y acompañaba con su vuelo los rasguidos, terminó por hacerla sentir perdidamente enamorada. Se sentía identificada con la letra. Moría por ese chico. La angustia por sus pocas chances de conquista y el amor que la desbordaba la anularon.
“Sentía que mi vida iba a ser muy difícil, nunca sería feliz. ¿Cómo me iba a enamorar de un chico por el que estaban muertas todas? Era una ridícula, me decía. Él tenía una cola de jóvenes sexys y divinas que lo perseguían. A mí no me iba ni a mirar… Me hablaba y me sonreía como a cualquiera. Esa tarde me dijo en un momento: ‘Tere ¿vos que querés que toque?’. Fue lo máximo que me llegó a decir. Yo me derretí. Seguro que se me notó. Pero en la adolescencia todos solemos estar presos de sentimientos exacerbados y quizá no reparamos en los otros. Sebastián me quitaba el sueño. No pasaba un segundo sin pensar en él”.
Una noche en el paraíso
Teresa sigue relatando: “Un fin de semana, en una fiesta en la quinta de mi amiga nos emborrachamos. Yo estaba cursando cuarto año y él estaba en quinto, pero en otro colegio. Alcoholizada empecé a desinhibirme y a sentirme muy sexy. No sé en qué momento nos encontramos, supongo que yo estaba buscando estar a solas con él, y nos pusimos a bromear y a bailar… Medio que me le tiré encima, estaba desatada. Bailaba provocativamente buscando el contacto físico. Lo abrazaba y me animé y hasta le dí un beso en el cuello… Quería conquistarlo. Me encantó provocarlo sexualmente y él entró en mi juego. No sé bien cómo se dio, pero una cosa llevó a la otra. Una mano siguió a la otra también y, en la oscuridad del jardín, nos escabullimos hasta detrás de la parte de servicio de la casa, cerca del garaje. Terminamos tirados sobre el pasto, entre los arbustos protectores a los besos. Bajo el cielo y las ramas de los jazmines, no olvido el rico aroma que había, las manos siguieron su rumbo. Él me levantó el vestido, yo le bajé el cierre del pantalón y tuvimos relaciones. No sé cómo nos animamos. No puedo entenderlo hoy. Para mí era la primera vez de mi vida”
Hace una pausa y rememora: “Sentí que tocaba el cielo con las manos. Estaba abrazada al amor de mi vida, con el que soñaba todas las noches. Él me besaba y me acariciaba por debajo del vestido. De pronto me sentí linda, amada, deseada… no quería que ese momento terminara. No podía creer lo que me estaba pasando. El alcohol se fue disipando en esas dos horas y pico que estuvimos diciéndonos cosas lindas al oído. La música sonaba fuerte, nadie nos había visto, los arbustos del jardín nos protegían. Ese rincón fue mi paraíso. Los demás estaban divirtiéndose en la fiesta y para el resto solo estuvimos ausentes por un rato. Hay gente que dice que un momento de pasión no es amor, pero yo sentí en ese breve tiempo algo tan intenso que no volví a experimentar en toda mi vida. Para mí fue un amor real”, cuenta al día de hoy convencida.
“En esa época sabíamos poco y nada sobre cómo cuidarnos. En los colegios nadie te enseñaba cómo prevenir un embarazo y en casa no se hablaba del tema. Eran cosas que solamente hablabas con tus amigas que eran tan ignorantes como una… Cuando nos levantamos del pasto esa madrugada creo que los dos tuvimos vergüenza porque cuando la luz de la galería nos pegó en la cara, evitamos mirarnos. Era como que el sortilegio había acabado y la carroza se había esfumado. Nos tuvimos que hacer los distraídos con el resto y no sé con quién nos fuimos, pero fue en dos autos distintos”.
Terminada la noche, el amor se diluyó. Cada uno volvió a su vida. Si bien se cruzaron una vez por la calle en los días siguientes e intercambiaron sonrisas, nunca más volvieron a hablarse. No eran épocas de celulares inteligentes ni de redes, así que enterarse de la vida del otro era una tarea más difícil.
El arte del disimulo
Un mes después la vida de Teresa dio una vuelta de carnero. El día que tenía que venirle la menstruación, no le vino. Si bien ella ignoraba muchas cosas, esa sí que la sabía.
“Que no te venga era una señal inequívoca de que podías estar embarazada. ¡Imaginate el pánico que me agarró! Empecé a saltar todo el tiempo para que me bajara la menstruación… quizá era un atraso por los nervios”, recuerda.
Sin saber qué hacer, porque no le había contado a nadie su desliz de enamorada de aquella noche, y a sus dos mejores amigas solo les había hablado de besos y caricias, dejó pasar las semanas.
Empezaron el clásico cansancio, se dormía en todos lados, y algunas náuseas matinales. Al tiempo, comenzó a tener un hambre voraz. Al amor de sus amores no lo había vuelto a ver, pero en estas circunstancias prefería no tener que enfrentarlo. “¿Qué iba a decirle? ¿Que esperábamos un hijo? ¿Que era tan estúpida que me había quedado embarazada? Encima me tiraba la culpa por todo. Estaba paralizada”, dice.
A Teresa se le retorcía el estómago de los nervios y por la vida que le crecía dentro. El colegio era una tortura y su cabeza divagaba por cualquier lugar. El uniforme del colegio comenzó a quedarle apretado.
“Tengo que dejar de comer”, pensó. Sus amigas la notaban distante, como apática y vaga, pero creían que andaba deprimida porque Sebastián no la había vuelto a llamar. Ya era obvio que él evitaba cualquier posible encuentro y que no iba a la casa de los amigos donde ella podía estar.
Un tiempo después vino un mazazo: Teresa se enteró de que él se había puesto de novio con la prima de otra chica del colegio. Zás, su mundo terminó de quebrarse. Los pedazos del castillo que había construido en el aire caían y la aplastaban mortalmente. Empezó con pérdidas de sangre y vino la negación: “¡Pensé que podía ser que me hubiesen venido varios meses juntos! Si era así no estaba embarazada y solo había sido un susto”, se ríe al recordar su ingenuidad. Lloraba de noche, disimulaba de día. Y no le preguntó a nadie qué podía hacer.
La decisión fatal
Ya llevaba como cinco o seis meses de embarazo cuando un día se despatarró en el colegio. Cayó desmayada. Estuvo, por unos segundos, inconsciente. Un bajón de presión, dijo un médico que fue al colegio y la mandó a la casa con la indicación de que se hiciera algunos estudios.
Su madre insistió en llevarla al médico. Teresa no quería. No la haremos larga: el profesional al que la llevó no demoró más de una cita para darse cuenta el motivo. Un estudio de sangre confirmó la sospecha.
Ardió Troya y la casa de Teresa.
Sobre esto ella no quiere contar mucho. Todavía hoy duele demasiado. Su madre no fue contenedora sino resolutiva. Su madre no le dio opción, decidió ella. No hubo cariño ni consuelo, hubo silencio y cómplices oscuros.
Teresa dejó el colegio y pasó de su cuarto y su cama con colcha de estampado liberty a vivir en un convento frío y desangelado, cerca de Buenos Aires. Era el lugar donde su madre solía ir para sus retiros espirituales. Felipe, era el nombre que pensó ponerle, nació entre esos muros infranqueables y pesó 2,6 kilos.
Casi que no pudo verlo. Dolorida, pispeó su cara colorada y su pelusa rubia. Besó su carita arrugada y con rapidez su madre se lo llevó envuelto en una manta blanca. Solo le dijo: “Así es mejor. No tenemos que encariñarnos, querida”.
A Felipe, que no se llamaría Felipe, se lo entregaron a otra familia. Estaba todo acordado.
“Eran otras épocas, nadie hablaba como hoy del derecho a la identidad y todas estas cosas. Me obligaron a darlo y yo no pude ni patalear, ni rezongar. Porque yo era la puta que había tenido relaciones, la que había sacado los pies del plato. No lo decían, pero era así. Tenía que bancarme esta solución que era la mejor para mí, para mi futuro... Y también tenía que mentir en el colegio y en todos lados diciendo que había sufrido una enfermedad mental. Era así y punto. Claro, eso era lo mejor para ellos, para su imagen de familia perfecta y de misa dominical. No demostré mi enojo, pero empecé a juntar resentimiento. Mejor dicho, furia”, reconoce hoy mientras endurece su mirada.
Como si nada hubiese ocurrido
Teresa terminó las materias que le habían quedado de cuarto, pasó el verano y retomó el colegio y terminó quinto año. A sus amigas les habían hablado de “depresión”. Después de todo no tenía que disimular mucho, realmente estaba muy deprimida. La estaba pasando pésimo.
“Si me preguntás no sé bien qué pensaba en ese momento. No pensaba en el bebé. No me animaba. Negaba lo ocurrido. Pero mi cuerpo decía otra cosa, había cambiado por la maternidad. Eso lo entendí con los años”, aclara.
Se anotó en arquitectura y comenzó su carrera. El episodio del convento y ese hijo arrebatado empezaron a desdibujarse en el horizonte de su pasado. Aturdida con el hacer, evitaba el reflexionar o cuestionar. Se convirtió en la arquitecta de su nueva vida. Aprendió a edificar con ladrillos y sin ellos. Su vocación venía a intentar poner cimientos donde había quedado ese gigantesco agujero de cuando implosionó su adolescencia.
Se recibió, consiguió trabajo en un estudio y se puso de novia con un ingeniero llamado Juan Pablo. Un par de años después se casó. El ingeniero desconocía ese momento bisagra de la existencia de su mujer.
Pero tres años más tarde, al nacer su primera hija, Teresa recayó en la depresión. Los recuerdos se le agolparon en la puerta. Su madre, por esa misma época, enfermó de cáncer. Murió en seis meses. Nunca la había perdonado. “¿Y si hablaba con papá ahora que mamá no estaba? Empecé a fantasear con averiguar algo. No me animaba, tenía mucha vergüenza. Como si fuese culpable de un delito. Sentía que mi nueva hija estaba disfrutando de mis cuidados, de mi amor, algo que Felipe no había tenido. Me partía el alma, el corazón, todo. Eran emociones turbulentas que no podía manejar. Pero no hice nada. Un par de años después volví a quedar embarazada y la depresión se agravó”.
Juan Pablo insistió que fuera a terapia y lo hizo. Pero Teresa no le contó a la terapeuta nada de nada. La derivaron con un psiquiatra que terminó medicándola para la depresión. Teresa seguía sin hablar. Los remedios la reflotaron un poco. Teresa consiguió volver a disimular que todo marchaba más o menos bien.
Unos años después, al leer un artículo de un diario que contaba la historia de una mujer humilde que se había reencontrado con el hijo que le habían quitado después de batallar durante años, se desmoronó. “Empecé a cuestionarme, ¿qué había hecho yo para hallar a Felipe? Nada. Y esa mujer había hecho de todo”.
“Mi marido me vio tan mal que me sentó a hablar. Y yo vomité todo lo que había callado durante mi vida. Todo, todo. Con pelos y señales. Juan Pablo no podía creerlo. Me abrazó un buen rato y después me recriminó que no hubiese tenido confianza en él para contárselo antes. Lloramos los dos abrazados. Por fin, sentí que alguien me podía entender y que no estaba de acuerdo con lo que me habían hecho. Estaba tan conmovido que me juró que me iba a ayudar a encontrar a Felipe. Fue él quien enfrentó a papá, pero no ocurrió enseguida”.
Papá me miente, papá no me ama
Juan Pablo se tomó un tiempo antes de encarar el tema. Primero charlaron mucho ellos e intentaron averiguar algo por su cuenta. Teresa sentía que nunca había sido amada por sus padres. Con su madre fuera de escena solo quedaba Pedro, su papá, el que nunca se metía en nada de los “temas de mujeres”, los problemas con los hijos, los embarazos y el sexo… Pasó quizá un año hasta que Juan Pablo fue un día y se sentó a hablar con Pedro.
“Era un muro conmigo, pero con mi marido tuvo que aflojar, decir algo. Además, ya no estaba mamá picándole la cabeza con sus temas de religión y de moral. Papá mandó a Juan Pablo a hablar con aquellas monjas. Le dijo que había que encontrar alguna de esa época que seguramente supiera a quién habían entregado a aquel bebé. Felipe era para él “aquel bebé”. La frase me enojó. ¡Después de todo era su nieto! Pero supongo que él también se había armado su propia caparazón para evitar el sufrimiento. Y ya estaba muy grande. Con mi padre no estaba tan enojada y pude llegar a entenderlo y perdonarlo”.
Siguieron dando vueltas con el tema un poco más hasta que Juan Pablo decidió ir a ver a las monjas. Se preparó un discurso para tocarles la moral e incluso pergeñó soltar alguna amenaza con hablar públicamente si no lo ayudaban. No hizo falta. La primera vez, logró que le dieran un nombre de una de ellas y le pidieron que volviera otro día para verla.
“La segunda vez que concurrió, volvió con un papelito en el que tenía anotado el apellido de la familia con la que se estaba criando mi Felipe y la dirección de aquella época en la que se lo dieron”.
A sus hijas que eran chicas optaron por no decirles nada todavía. Esperarían a tener alguna noticia concreta. Empezaron terapia juntos para estar preparados y acometer esta tarea de encontrar a Felipe con la serenidad necesaria.
¿Es justa la verdad?
Fue necesario que una de las monjas les averiguara un poco más… Supieron que Felipe, que a esta altura ya tenía 20 años, vivía en el norte argentino y se llamaba Cristián. Su familia había vivido varios años en Chile, pero habían vuelto a su casa familiar. Tenían recursos económicos y Felipe tenía una buena vida. Era todo lo que había podido averiguar por conocidos la religiosa.
¿Qué tenía que hacer Teresa? ¿Aparecerse y presentarse? ¿Sabría Felipe que era adoptado? ¿Y si la rechazaba? Ese era su mayor temor.
Tenía la dirección anotada en ese papel arrugado dentro de su portadocumentos. Era su amuleto. Por primera vez tenía el poder de decisión sobre su vida y la de Felipe (por lealtad a Teresa lo seguiremos llamando así).
Pasaron unos meses, no podía decidirse. Su marido acompañaba la decisión que tomara y le aclaró: “Esta vez decidís vos qué hacer y cuándo. Es tu derecho”.
Pero claro, las cosas podían salir mal.
“Me cuestionaba todo. ¿Tenía yo el derecho de arruinarle la vida a Felipe cuando no había tenido las agallas de pelear por él? La angustiada era yo, no él…¿hasta dónde llegaba el derecho a la verdad? De eso hablábamos con mi terapeuta. Lo había buscado y encontrado en las redes con una cuenta falsa. Lo miraba. No podía pensar en otra cosa. Del tema solo hablaba con mi marido y la psiquiatra. Un día sentí que la vida seguía pasando y yo con los brazos caídos. Me levanté de la cama con energía y me encerré en el escritorio. Escribí un mensaje por privado desde mi cuenta trucha: ‘No sabés quién soy, pero me gustaría poder contártelo. Es una larga y dolorosa historia’”.
Lo envió y se quedó con la mirada fija en el celular.
Ese día no pasó nada. Ni el siguiente, ni el siguiente. No hubo respuesta alguna.
Teresa se volvió a deprimir. Felipe no quería hablar. Era evidente. Empezó a dar vueltas con la frase que le había escrito: ¿Y si él no había entendido el mensaje? ¿Sabría que era un chico adoptado? Si jamás le habían dicho nada podría pensar que ese mensaje era de una desquiciada de las redes.
Un paso arriesgado
Con el correr del tiempo, Juan Pablo sintió que tenía que empujar a Teresa a hacer algo. Viajarían a verlo. Se presentarían en su casa. Tenían que terminar con las mentiras y poner luz aunque doliera.
“Yo sentía que era violento hacerlo así, pero no veía otra alternativa. Tampoco quería volver a hablarle por las redes y arriesgarme a que me bloqueara… quería seguir viéndolo. Estaba aferrada a la idea de que si no me había bloqueado ya, era por algo”.
Un fin de semana con pronóstico de sol dejaron a sus hijas con sus suegros y viajaron en avión a San Miguel de Tucumán. Se alojaron en un hotel céntrico. Alquilaron un auto y tomaron coraje.
El 23 de octubre, ese fue el día, hicieron los pocos kilómetros que los separaban de la dirección arrugada que llevaba en su billetera. Viajó mirando ese paisaje que había rodeado a su hijo tantos años. Tenía un nudo en la garganta, no podía hablar. El camino subía. Llegaron a una casa rodeada de árboles. Era como estar en una película. Cuando desandara ese camino ya estaría jugado su destino con Felipe.
Su marido bajó nervioso, él iba a dar el primer paso por ella. Lo quería mucho, la protegía tanto. Le miró la espalda enfundada en su suéter azul acercándose a la puerta. Solo podía pensar en lo bueno que había sido siempre Juan Pablo con ella. Alguien abrió, hablaron un minuto y lo hicieron pasar. Desde el auto no podía saber qué pasaba dentro. Esperó hecha un bollo y con los ojos entrecerrados.
Unos cuarenta minutos después Juan Pablo salió solo. Su cara era seria. Se apoyó en la ventanilla abierta de su lado y le dijo: “Sabe. Sabe que es adoptado. Me atendió la madre. En la casa no hay nadie más en este momento. Ella está en shock, pero no se va a oponer a que te conozca. Solo dijo que primero le va a preguntar a él y a comunicarle a su marido. Si su hijo quiere verte te abrirán la puerta. Depende solo de él. Dijo que nos va a llamar al hotel cuando tenga la respuesta”.
Teresa se ilusionó. Si la madre adoptiva aceptaba el encuentro, lo más difícil había pasado. Era un gran paso. Ahora su vida estaba en manos de Felipe. O Cristián. ¿Cómo lo llamaría? Cristián, Cristián, Cristián… repitió para grabarse el nombre. No podía decirle de otra manera porque sería un gran error.
Esa noche no durmió. Sentía roncar a su marido y le daba tranquilidad saber que estaba ahí. La vida continuaba un poco mejor.
En las manos del hijo
La llamada se hizo esperar. Ocurrió recién a las cinco de la tarde del día siguiente. Atendió Teresa al primer ring. La mujer pidió por su marido y ella, petrificada, le pasó el tubo de teléfono sin chistar.
Teresa escuchó lo que decía porque tenía su cabeza pegada a la de Juan Pablo: “Mi marido estuvo de acuerdo en colaborar y se lo dijimos a Cristián. Pero él no quiere saber nada. Está enojado, muy enojado, porque aparecieron sin avisar. Nos dijo que una vez ella le había mandado un mensaje por Instagram y que no le contestó a propósito. Dice que ya tiene una vida, que no quiere hacernos sufrir, que los padres somos nosotros, que lo criamos con amor, que no quiere saber nada de quiénes lo dieron y que ya no importa si la obligaron o no a hacerlo porque pasó mucho tiempo. Cristián nos dijo que teníamos que respetar su derecho a que no lo molesten, que esa es su decisión. Si bien siempre supo que era adoptado, nunca habíamos hablado de esta posibilidad de reencuentro… Perdón, sé que es doloroso, pero fue terminante. Yo como su madre tengo que protegerlo y creo que esto le está haciendo mal. Te lo digo a vos porque imagino que a ella, lo que dijo Cristián, la va a hacer sufrir. Solo quisiera que le diga que yo le agradezco la oportunidad de tenerlo conmigo, siempre lo pensé. Gracias a que no abortó, tengo a mi hijo… pero, entendeme, no puedo hacer nada más. No quiero que sufra”.
No hubo espacio para insistir. Se despidieron luego de un gracias. Teresa quedó huérfana de hijo. Volvió a su casa en Buenos Aires sintiéndose más sola que nunca.
“Al llegar le contamos la verdadera historia a mis hijas. Les hablamos de ese bebé que se iba a llamar Felipe pero se llamó Cristián. No preguntaron mucho, pero miraron con ojos grandes. Mi tristeza era corpórea, tangible. Yo sabía que era injusto sentirme así de sola porque las tenía a ellas y a Juan Pablo. Pero me faltaba Felipe… Tuve que empezar a aceptar que estaba amputada, que jamás tendría la felicidad completa. Odié a mi mamá una vez más. La odié más que nunca. Si hay algo que tengo claro hoy es que hacer que una mujer entregue un hijo contra su voluntad es una tragedia que te condena a la tristeza eterna. Yo no me resistí, pero jamás me preguntaron qué quería. Era tan chica que me entregué. ¡Cómo me hubiese gustado que mi madre hubiese sido de esas mujeres que, en similares circunstancias, reciben a su nieto y se hacen cargo”.
Teresa perdonó a su papá. No con palabras, en los hechos. Pero el perdón para su mamá fallecida lo sigue trabajando en terapia. Sabe que tiene que conseguir liberarse de la rabia para disfrutar de lo que tiene.
Teresa sigue esperando que algún día Felipe la busque. Piensa que eso puede ocurrir cuando él sea padre. No pierde la esperanza. Pero trata de evitar el tema de las esperanzas con sus hijas y su marido: “Este peso no quiero delegarlo en ellos. Quizá por eso te cuento mi historia, por si puede ayudar a alguien a sentirse menos sola con su carga. Sé que hay muchas mujeres con experiencias parecidas”.
Sebastián, aquel amor breve y real, jamás supo que había engendrado un hijo. Ni tampoco Teresa supo mucho más de él. Cree, porque alguien le contó, que se casó, tuvo muchos hijos y vive en Zona Norte. También se pregunta si debería contarle: “Pero también me digo ¿para qué? Si Felipe, perdón Cristián, no me quiso ver tampoco lo querrá ver a él. Además, no sé cómo podría caer en su familia. No querría yo andar rompiendo más corazones. Muy distinto sería si nuestro hijo quisiera conocernos”.
El amor maternal inconcluso la acorrala. La vida pisa el acelerador y Teresa teme no llegar a tiempo a la cita que sueña algún día con su hijo. Ironías de la vida, aquella canción de Juanes, que tanto la enamoró en boca de Sebastián con su guitarra, tiene una letra con frases que no puedo dejar pasar por alto y por eso reproduzco para terminar la historia:
“... a Dios le pido que mi madre no se muera y que mi padre me recuerde, a Dios le pido, que te quedes a mi lado y que mas nunca te me vayas mi vida… (...) Por los hijos de mis hijos y los hijos de tus hijos, a Dios le pido (… ) a Dios le pido, un segundo más de vida para darte y mi corazón entero entregarte, (...) a Dios le pido “.
Quizá, algún día, Dios la escuche.
* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas. Escribinos y contarnos tu historia. amoresreales@infobae.com
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