Carmen Díez de Rivera y de Icaza nació para vivir una vida principesca. Bellísima, de inquisidores ojos azules, heredera de una fortuna y de títulos nobiliarios, inteligente, refinada y curiosa… todo parecía garantizarle lo que deseara. Sin embargo, su destino no fue el esperado. Carmen se convirtió en la protagonista involuntaria de una historia novelesca de la aristocracia española, llena de pasiones desbocadas, prejuicios, conveniencias y mentiras.
El porvenir no le tenía preparada ninguna alfombra roja, sino una sorpresa horrible, un destierro voluntario y una muerte que llegó anticipadamente. Veamos la historia de un amor que no pudo continuar su rumbo por una causa brutal, insoslayable y ajena a las voluntades de los enamorados.
La hija del marqués
El 29 de agosto de 1942 Carmen llega al mundo en Madrid. Su padre es Francisco de Paula Díez de Rivera y Casares, V marqués de Llanzol. Su madre se llama María Sonsoles de Icaza y de León. La marquesa es una de las mujeres más elegantes (musa del famoso diseñador Cristóbal Balenciaga) y conocidas de la península ibérica por estos años. Carmen, es la cuarta hija de la pareja. Sus hermanos mayores son Sonsoles, Francisco y Antonio.
Su infancia transcurre de lo más entretenida entre casonas señoriales y largas vacaciones en San Sebastián y Biarritz. En la familia tienen doce personas de servicio. Los chicos están a cargo de dos institutrices: una inglesa y otra alemana. La madre de Carmen es una mujer sofisticada, con mucho carácter, que maneja su propio Chrysler. Todo lo que ella usa lleva la firma de Balenciaga. Hasta las batas y sus camisones.
La pequeña Carmen está siempre rodeada de hermanos y de amigos. Uno de sus más íntimos se llama Ramón Serrano Suñer Polo y es un par de años menor que ella. Es el tercer hijo de una familia amiga -muy encumbrada en el poder y cercanísima al dictador Francisco Franco- que veranea siempre cerca. Juegan juntos desde antes de aprender a leer y a escribir. La vida corre con ellos y se vuelven entrañables. Se tiran en el pasto por las noches a contar estrellas, se bañan en el mar, se divierten y conversan de todo.
Cuando a Carmen le toca hacer la comunión su vestido blanco es signé Balenciaga. ¡Qué menos! En esos tiempos, Carmen todavía creía que las mujeres se embarazaban por el pecho. Con Ramón se ríen como locos.
Llegada la adolescencia a esta dupla de amigos se les despierta la sensualidad. Se descubren con otros ojos. Arrecian los primeros besos y una pasión irrefrenable. Pasa el tiempo y empiezan a hablar de casamiento. Se aman y proyectan una vida juntos. Son chicos, pero están enamoradísimos.
Cuando Carmen cumple 17 años se lo dicen a sus familias: han decidido avanzar con la idea del matrimonio y quieren comprometerse. Los padres, inquietos, responden que son muy jóvenes. Piensan que ya se les pasará…
Pero Carmen está muy decidida. Anuncia que irá a la iglesia para buscar su partida de bautismo y así iniciar los trámites.
La mala nueva
Fue un cura dominico, junto con su tía la novelista y periodista Carmen de Icaza, quienes le dieron la noticia el 28 de diciembre de 1959. Lo que le anunciaron en el Día de los Santos Inocentes no resultó ninguna broma.
Lo que el religioso tenía para contarle quebraría su vida para siempre. Le comunicó que el compromiso y el casamiento eran imposibles porque Carmen y su novio adorado Ramón eran hermanos de sangre por parte de padre. Su futuro suegro, don Ramón Serrano Suñer, (abogado, ministro de Asuntos Exteriores y cuñado del dictador Franco) no solo era el padre de su novio, ¡también era su propio padre!
Este hombre poderoso había tenido un larguísimo romance con su madre, la bellísima marquesa Sonsoles y “un accidente” había fabricado la vida de Carmen.
Ella era “un descuido”, la media hermana de su novio y todos lo sabían. Era la verdad irrebatible que le habían ocultado durante toda su vida.
Destrozada, con el futuro anulado, Carmen salió de la iglesia. Su boda jamás sería aprobada, infringía el precepto de la no consanguinidad. Había vivido un amor prohibido.
Con el corazón en la mano se dio cuenta de que la ruptura era ineludible.
“En un instante pasé de sentirme plena, habitada por la persona a quien amaba, con la que había descubierto el primer beso, la piel y las estrellas, a la nada. El dolor interno fue inmenso, infinito. Noté que algo se me había roto dentro. Algo tremendo hizo crack. Noté ese ruido. Yo noté que algo se me había roto para toda la vida. Fue un dolor muy profundo. Se me partió el alma. Se apagó la luz. Me rompí por dentro. De repente, me quedé sin una sola raíz”, diría años después de ese día y de los otros tristísimos que siguieron.
Lo cierto es que “eso” que ella no sabía, era murmurado en voz baja en todos lados. Aquel amor clandestino de su madre con don Ramón Serrano Suñer era conocido por muchos, incluso por su propia familia.
Sonsoles, la bella madre que había quedado embarazada de su amante, y los demás protagonistas de la trama (el ministro franquista, el marqués y la madre de Sonsoles) mantuvieron en ese entonces una reunión secreta. En ella decidieron que lo mejor sería que el marqués asumiera la paternidad del bebé en camino buscando el mal menor y evitando el escarnio público. Así se hizo.
Carmen nació y creció a la sombra de una mentira que adquiriría ribetes cinematográficos.
La hija ilegítima de don Ramón Serrano Suñer (quien estaba casado con Zita Polo, hermana de la esposa de Franco) y la espléndida Sonsoles fue entonces, en los papeles, la hija menor del marqués de Llanzol quien siguió adelante casado con su espléndida mujer. Aquí no ha pasado nada.
Su padre no era su padre, ella era fruto de una infidelidad, su identidad era resultado de un pacto y su novio amado era su medio hermano.
A veces la verdad resulta indigerible.
Décadas más tarde, Carmen le recriminó a los adultos: “Yo no juzgué nada. El amor no se juzga. Lo que sí pensé es: ¿ustedes cómo han sido tan insensatos y no me lo hicieron saber?”.
Cambiar de rumbo
A Carmen la noticia le revolucionó la vida y le quitó el sueño. Era víctima de emociones turbulentas. Tanta farsa y mentira la ahogaban. Empezó a tomar decisiones drásticas.
Dejó de lado la ropa sofisticada y los artilugios femeninos. Escapó de los modistos en casa y de las grandes marcas. Se abandonó y comenzó a vestirse con un toque hippie. Estaba profundamente deprimida. Quería huir de todo y de todos. Aunque siguió viendo cada tanto a Ramón, se le habían ido las ganas de vivir.
Comenzó a estudiar Filosofía y Letras y Ciencias Políticas. Excelente alumna, brillante según sus profesores, se especializó en Relaciones Internacionales. Hablaba fluidamente cinco idiomas. Completó sus estudios en Oxford, en el Reino Unido, y, luego en la prestigiosa universidad de La Sorbona, en Francia. Como no podía ser de otra manera hizo amigos de prestigio. Entre ellos el escritor y filósofo Jean-Paul Sartre. Entre 1961 y 1964 vivió entre Francia y Suiza. Cada tanto, seguía hablando y viéndose con Ramón.
Casi no dormía y su estado emocional no mejoraba. Decidió internarse para una cura de insomnio. Un tiempo después, optó por ingresar a un convento de clausura para ver si ser monja podía ser lo suyo. Dedicarle su vida a Dios era una de sus opciones. Estuvo un tiempo en las carmelitas de Arenas de San Pedro, en Ávila. No funcionó y volvió a París. Se dio cuenta de que tenía que dar un paso más largo, alejarse de todo. No bastaba la distancia mental, quería mayor distancia física. Partió hacia el continente africano y se instaló en Costa de Marfil.
“Me fui a África porque, si no, no habría salido nunca de esa historia. No fui con ningún afán misionero. Fue un acto de desesperación. Como no podía suicidarme, a pesar de que lo pensé mucho, decidí irme a África porque estaba segura de que allí cogería alguna enfermedad que acabaría con mi vida. Fui a África en busca de la muerte”, se sinceró. Para conseguirlo se negó a ponerse las vacunas indicadas y se metió en cuanto charco pestilente encontró. Le habían arruinado la vida y solo pensaba en morir.
Se quedó en África tres años, pero no murió.
El regreso
En África comenzaron a cicatrizar sus heridas. Volvió a Madrid a finales de 1967. Con Ramón, su gran amor, ya no hablaban. Él se había casado un año y medio antes. Los conflictos con su madre continuaron. Le costaba perdonarla. Un día, luego de un gran enfrentamiento entre ambas, Sonsoles la echó de su casa. Carmen tuvo que salir a ganarse la vida y comenzó a trabajar en Revista de Occidente, una publicación cultural y científica española que editaba la Fundación Ortega y Gasset.
Carmen, con las marcas de sus angustias a cuestas, era ahora una joven aristócrata rebelde e indómita que pedía por la legalización del Partido Comunista. Se hizo amiga del futuro rey Juan Carlos. Iba al Palacio de la Zarzuela y le contaba lo que sucedía fuera de allí. Hablaban por teléfono todas las noches. Juan Carlos le presentó a su amigo Adolfo Suárez quien, al poco tiempo, fue nombrado director general de Radiotelevisión Española. Carmen comenzó a trabajar con él. Fue ella quien le hizo descolgar el cuadro del dictador que había en su despacho. Corría el año 1969 y Franco todavía estaba en el poder.
Cuando en noviembre de 1975 murió Franco, se produjo el ascenso de Juan Carlos a la jefatura del Estado. Fue él quien designó a Adolfo Suárez en el cargo de presidente de Gobierno. A casi ocho años de haber regresado a su país, Carmen Díez de Rivera fue nombrada jefa de gabinete de Adolfo Suárez. Tenía 33 años y se convirtió en la impulsora de muchos avances democráticos, defendió la legalización de las centrales sindicales y de los partidos políticos, en especial del Partido Comunista.
Simpática, de espíritu crítico, muy culta y refinada, con sus ideas progresistas, feminista, europeísta y ecologista Carmen era admirada por muchos. La llamaron La musa de la transición.
No duró mucho en el cargo. Un año después renunció en medio de una ola de críticas de los partidos de derecha. Ella afirmaba: “Yo siempre digo que soy ecosocialista”. Al mismo tiempo intentaba, por todos los medios, perdonar a su madre y que todos olvidaran su origen y dejaran atrás el chismorreo.
Una década más tarde volvió a colaborar con Adolfo Suárez y terminó siendo elegida eurodiputada. Inconformista y cuestionadora renunció en 1988. En 1989 se afilió al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) donde renovó su puesto de eurodiputada. Su trabajo en el Parlamento Europeo era en la Comisión de Medio Ambiente, Salud Pública y Protección del Consumidor. También colaboraba en Transportes y Turismo. Fue una de las primeras personas en España en hablar de desarrollo sostenible y combustibles limpios.
La muerte llegó antes
Carmen sabía que su fisonomía -esos ojos azules atrapados entre una desmechada melena rubia- y su pertenencia social al selecto club de los elegidos, le jugaban en contra. Debió batallar contra los rumores que sostenían que era amante del rey Juan Carlos y de Adolfo Suárez y tuvo que combatir el recelo de que era solo una “niña bien”, una “progre” acomodada en el poder. Ella se defendía esgrimiendo su inteligencia, que aclaremos fue valorada por muchos. No en vano fue la primera mujer directora de gabinete de un gobierno.
En enero de 1996 murió su madre Sonsoles. En agosto de 1996, a Carmen, que tenía 54 años, le detectaron cáncer de mama. Se lo extirparon, pero las células cancerígenas ya se habían desparramado por su cuerpo. A principios de 1999 tuvo que dejar su cargo. Esta vez no fue por rebeldía sino porque estaba acorralada por la enfermedad.
Tenía 57 años y llevaba ya su pelo completamente blanco cuando, el 29 de noviembre de 1999, dejó de respirar. Estaba en la Unidad de Cuidados Paliativos del hospital San Rafael de Madrid. Su cuerpo fue incinerado y sus restos, como lo había pedido ella misma, fueron depositados en el cementerio de las carmelitas, aquel convento donde había estado masticando las mentiras que le arruinaron la vida.
Nunca se casó. Nunca tuvo hijos. Y, si bien vivió algunos “amores” nunca, lo dijo ella misma, volvió a sentir esa atracción física e intelectual que había tenido por Ramón. Uno de esos amores insuficientes fue con Emilio Alonso Manglano, un hombre que como ella se debatía entre profesar el sacerdocio y la pareja.
Su padre biológico, don Ramón Serrano Suñer, jamás la reconoció públicamente como su hija. De esas cosas no se habla. Ni siquiera ante la muerte. Eso fue así ante la gente porque, en privado, don Ramón habló bastante.
La otra cara de la mentira
El mismo don Ramón relató a los 95 años, la parte no contada de esta historia. Fue en septiembre de 1996, al periodista y escritor español Julio Merino quien años después lo escribiría en Zoco, el suplemento dominical del diario Córdoba, en España.
El artículo salió recién en enero de 2017, ya muerta Carmen en 1999 y fallecido don Ramón en 2003 antes de cumplir los 102 años. Y, cuando Merino lo escribió, hacía dos meses que el libro de Nieves Herrero, titulado Lo que escondían sus ojos, había llegado a la pantalla de Telecinco, en una miniserie de cuatro capítulos que consiguió tener a tres millones y medio de españoles pegados al televisor.
Ese día de 1996 don Ramón quería hablar y contar lo que todavía recordaba. En su encuentro le mostró a Merino pilones de cartas y las fue abriendo para que las leyera.
El anciano le explicó al periodista: “Sí, son cartas, las cartas que me ha escrito a lo largo de estos años mi hija Carmen Díez de Rivera (...) ¡Ay, Merino!, usted creyó lo que seguramente cree todo el mundo, quizás porque este es el gran secreto de mi vida. Nadie, absolutamente nadie, sabe de la existencia de estas cartas y de las que yo le escribía en contestación… Ahora las conocerá usted y le aseguro que si lo hago es porque ya le conozco y sé que usted es un hombre leal y nunca traicionaría mi confianza. Pero, lea, lea la primera carta al menos y mire la fecha”.
Merino tomó la carta y la leyó. La primera estaba fechada el 16 de febrero de 1972. El texto que Marino publicó incluye la reconstrucción de cartas y frases de don Ramón Serrano Suñer que ponen claro sobre oscuro en esta triste historia.
Dijo don Ramón: “El 16 de febrero de 1972… Ese fue el día que me escribió por primera vez mi hija Carmen, y desde entonces nunca dejamos de escribirnos, no con mucha frecuencia, eso es verdad, porque Carmen solo escribía cuando algo le preocupaba o su cabeza se llenaba de dudas (...) Merino, ya sé que a usted le gustaría conservar copia de esa carta, pero no puede ser, al menos mientras yo viva… Y si le enseño estas cartas es porque ya no están las tres personas que más «padecieron» aquellas relaciones de los años 40: el Marqués de Llanzol murió ese año de 1972, doña Zita murió hace ya tres años, en 1993, y la marquesa acaba de morir este año. Así que ya solo quedamos mi hija y yo”.
Merino leyó detenidamente. Y, luego, al irse esa madrugada de la casa de don Ramón, reconstruyó de memoria lo leído. Merino aclaró en su artículo en el diario español que las cartas no son textuales, pero es todo lo que él anotó con su ojo periodístico.
La carta de Carmen
“Querido D. Ramón. Y no te extrañes de que te llame así, pues bastante he dudado yo. Naturalmente, y sabiendo como sé que eres mi padre biológico, te tendría que llamar «padre», pero lo siento, el marqués de Llanzol será siempre mi «padre», aunque solo sea por lo bien que se portó conmigo siempre, aun sabiendo que no era su hija. Tampoco te puedo llamar simplemente Ramón, porque citar ese nombre remueve dentro de mí lo que no quiero que se remueva, así que para mi serás siempre D. Ramón.
Verás, como sabes, mi «padre» ante el mundo murió el sábado 12 y lo hemos enterrado el lunes. (...) Pues, anoche, mi madre me cogió aparte y me contó, con toda la sinceridad del mundo y hasta con lágrimas, la verdad de vuestro «romance»… Y por ella supe la verdad de su matrimonio y de vuestro amor. Fue ella la que me contó cómo y por qué se había casado con el marqués. Al parecer cuando su padre, el escritor y embajador de México en España, mi abuelo, Francisco de Asís Icaza y Beña murió, la familia quedó en una situación económica muy desfavorable y para mantener el «estatus social» en el que habían vivido los hijos no tuvieron más remedio que buscar enlaces matrimoniales que fueran ventajosos. Entonces, mi madre se casó, o la casaron (en ese momento solo tenía 22 años), con el que sería mi padre, Francisco de Paula Díez de Rivera y Casares, marqués de Llanzol, que le doblaba en edad (tenía 24 años más que ella), que no solo era noble y héroe de la Guerra Civil, sino de una familia económicamente fuerte (...) Pero mi madre jamás estuvo enamorada de su marido, ni sabía a su edad lo que era el amor… Y así fueron naciendo sus hijos, mis hermanos Sonsoles, Francisco y Antonio. Pero, entonces apareciste tú, joven, guapo, poderoso y triunfante, y mi madre solo al verte se enamoró de ti (y esto y todo lo que me dijo lo decía mientras lloraba como una niña… «Carmen, no lo pude evitar, fue algo superior a mis fuerzas») y por lo que ella me contó también a ti debió pasarte algo parecido. O sea, que el amor llegó y que los dioses o Cupido o quien fuese hizo lo demás. Sí, anoche cayó la venda de mis ojos y comprendí que lo vuestro fue un amor sincero, noble, hermoso y hasta romántico… Y te juro, y no por Dios en el que ya no creo, que también yo me eché a llorar porque comprendí en el acto que había sido injusta contigo… y que yo no había sido fruto de una pasión de amantes furtivos. ¡¡Y por eso te pido perdón!! «Carmen, él no tuvo la culpa de nada, aunque bien caro lo pagó», dijo mi madre. Anoche comprendí también lo que tú debiste sufrir. Y por hoy dejo, ahora me siento mejor. Pero me gustaría saber qué opinas tú y si merece la pena y si estás dispuesto, tú también, a perdonarme el daño que te haya podido causar.
Un beso, ¡don Ramón!”.
En tren de escribir confesiones
Relata Merino que apenas recibió la carta don Ramón, aquel ex futuro suegro y padre biológico de Carmen, tomó una lapicera y le escribió a su hija una larga respuesta. Le explicó otra vez lo sucedido y le aclaró que, si bien Sonsoles se había casado sin estar enamorada, él si se había casado muy enamorado de su mujer Zita Polo. Le confirmó que cuando él y Sonsoles se enteraron de que estaba embarazada hubo aquella reunión importante para decidir qué hacer. Don Ramón aseguró haber planteado su disposición a aceptar la paternidad, pero el marqués habría sido quien se negó por el bien de la marquesa. En esa época, un hijo producto de un adulterio era un escarnio. Como también en la familia de Serrano Suñer el nacimiento provocaría un cisma, decidieron que el marqués aceptaría al bebé que venía en camino como un hijo propio. Listo. Todo quedó resuelto entre cuatro adultos razonables. Eso pensaron.
Nació una niña a la que llamaron Carmen y se la presentó como la cuarta hija de los marqueses de Llanzol. Los rumores del romance existieron siempre, ellos lo sabían. Pero rumores son rumores. La vida siguió.
En tren de confesiones, don Ramón le siguió diciendo a su periodista de confianza: “... todo fue normal, bien, hasta que sucedió lo que sucedió. ¿Y quién podía pensar en aquellos momentos, que la niña, andando el tiempo, se iba a enamorar de un hijo mío? Ahí surgió el drama. Cuando plantearon su deseo de casarse ya no tuvimos más remedio que intervenir para evitar lo peor. Naturalmente, los más perjudicados fueron los jóvenes, ya que Carmen, ese nombre le había puesto el marqués, se rompió y casi se vuelve loca…”.
De aquel romance suyo con Sonsoles que quedó terminado luego de la reunión, dijo: " (...) las familias pasábamos las vacaciones juntos en San Sebastián y aquella niña y mis hijos vivían aquellos días como verdaderos hermanos. Le juro, y no me gusta jurar, que vernos, sin poder vernos a solas, era una tortura. ¡Estaba siempre tan guapa! Muchas veces, muchos días, yo me inventaba algo para no bajar a la playa y no verla si era posible. Naturalmente, Zita también sufrió lo suyo. Pero, cumplimos… Y nuestro amor se fue enfriando y yo me enfrasqué de lleno en mi profesión. Pero, nunca podré olvidar lo que llegué a sentir por ella”.
Después de la primera carta de Carmen, la relación epistolar fluyó entre padre e hija. No dejaron de escribirse.
Merino relató en su artículo que en una carta fechada el 7 de julio de 1976 Carmen le pedía consejo sobre la oferta que le había hecho Adolfo Suárez para nombrarla directora del Gabinete de la Presidencia del Gobierno.
A Merino don Ramón le aclaró: “Ya lo ve, Carmen dudaba y me pedía consejo… Y, como dice, la duda le venía porque sus ideas políticas no coincidían mucho con las de Suárez, a quien llamaba siempre «el falangista», y además le daba cierto miedo aceptar un cargo político. Yo la previne, como mejor supe, de los problemas que iba a encontrar, sobre todo por ser mujer y ser más inteligente que la media. A pesar de ello, aceptó y en Moncloa permaneció algún tiempo, algo más de un año, nada más, aunque como es público su presencia fue decisiva para que el Partido Comunista de Santiago Carrillo fuera reconocido y legalizado. En fin, querido Merino, y así pasaron los años”.
Si bien hubo muchas cartas entre ellos, se encontraron en persona solo dos veces: " (...) Nos vimos una vez en París y otra vez en Ginebra. Y en las dos Carmen estuvo super cariñosa conmigo y yo pude comprobar lo inteligente que era. Creo que ciertamente era el hijo que más se parecía a mí, y no sólo en lo físico. La segunda vez, en Ginebra, fue tras la muerte de su madre en marzo de 1996. Estaba muy dolida y triste, quizás porque el cáncer ya estaba dando la cara. A pesar de ello me dio una lección sobre el porvenir de Europa. Ella pensaba que no habría Europa de verdad hasta que no hubiese Unidad Política (...)”.
Tres pares de ojos azules
El periodista Merino y don Ramón no volvieron a hablar ni a verse hasta el 29 de noviembre de 1999, cuando murió Carmen. El anciano lo llamó y Merino fue. Lo encontró llorando en su biblioteca. “¿Sabe la noticia, Merino?... ¡Mi hija Carmen acaba de morir!... (...) ¡El cáncer, el maldito cáncer! (...) ¡Sólo tenía 57 años, pobre chica!... y ya ves, y yo con 98″.
Ramón Serrano Suñer Polo, aquel novio que terminó siendo un hermano, nunca abrió su boca a los medios. Después de la ruptura se recibió de abogado, hizo carrera en el Banco Santander y se casó, el 26 de octubre de 1966, con Genoveva de Hoyos y Martínez de Irujo. Celebraron con un pituco cóctel en el Hotel Ritz. Tuvieron cinco hijos y hoy ya cuenta varios nietos. Vive en un edificio en el barrio Chamberí, en Madrid, donde también viven sus hermanos. Al morir don Ramón, los hijos se enfrentaron en los tribunales por la herencia.
Rolo, así le dicen a Ramón hijo, se molestó cuando en 2002 se publicaron las memorias de su hermana/novia Carmen. El libro, Historia de Carmen, fue escrito por la periodista Ana Romero. En esas páginas aparecía una Carmen desgarrada: “Desde los 17 años no he sabido vivir. Lo del hermano fue peor que el cáncer… Creí que me iba a casar, estaba convencida. Estuve enamorada de verdad. (...) Me decían en casa: ¿Cómo estás con ése, si no tiene título? Nobiliario claro, ¡no universitario! A mí eso me daba igual”.
Quienes lo conocen lo describen como un tipo bonachón, que tiene los mismos ojos azules penetrantes de su padre y de su hermana Carmen.
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