“Busco amigos”, decía el perfil de Tiago en Tinder, pero Agustín dijo “vamos probar a igual”. Enseguida hicieron match. Al principio no les llamó para nada la atención lo que después notarían todos sus cercanos: nacidos a miles de kilómetros y con un océano de distancia, más que amigos parecían gemelos separados al nacer; los dos de ojos claros –los de Tiago son celestes, los de Agustín, verdes–, los rasgos marcados, el mismo porte atlético. Pero no, ellos ni siquiera se ven parecidos y les sigue causando gracia que se los mencionen. A veces, el chiste lo hacen ellos. Y, sin embargo, en ese primer almuerzo, en junio de 2021, se encontraron con que las coincidencias entre los dos iban mucho más allá de lo físico. ¿Está mal hablar de almas gemelas cuando la conexión es tan instantánea y profunda? Hablaron de todo, sin parar, sin pudor, y sin problemas.
Tiago le contó que era portugués y arqueólogo. Iba a estar en Buenos Aires por una pasantía hasta fin de año, casi no conocía a nadie y, encima, había llegado en pleno aislamiento obligatorio. Tenía 31 años, en Lisboa tenía una pareja abierta con quien había convivido hasta su viaje a la Argentina y esperaba que pronto pudiera venir con él, pero la pandemia complicaba todo. Por eso había abierto una cuenta de Tinder y no en Grindr –la app de citas gay, bi, trans y queer–, donde los contactos suelen ser más directos y explícitos: de verdad quería hacer amigos.
Con 24 años, Agustín, que es docente de inglés, había tenido una sola relación importante en su vida, y no le interesaba enamorarse, pero lo de la amistad tampoco. Ese mediodía se despidió de Tiago con unos besos, y pensó que si insistía, tal vez le daba otra chance. No mucho más. ¿Para qué perder el tiempo si no iba a pasar nada? Pero a la semana siguiente aceptó la invitación de él a caminar. Los encuentros se repitieron, pero con la misma dinámica: eran en lugares al aire libre, siempre en movimiento o para almorzar con take away con las restricciones del contexto, y con los minutos contados para que Tiago volviera al trabajo. No había lugar para otra cosa, y además él siempre era muy insistente y claro: “¿Podemos ser amigos, no?” “Me empecé a dar cuenta de que cada vez que me lo decía, yo le contestaba ‘sí, sí’, y por dentro pensaba ‘la puta madre’”, le dice Agustín ahora a Infobae. También que no sabía bien para qué, ni qué quería, pero se decidió a seguir intentando: “Lo típico de cuando te gusta alguien y no te da bola”, dice. Y eso fue tal vez lo que cambió su historia: lo de ellos podría haber sido una cita fugaz y del montón, pero ahora estaban obligados a caminar durante horas, compartir ensaladas y recuerdos de la infancia y sus familias; a conocerse.
Tiago dice –en castellano perfecto que asegura que aprendió en su niñez madrileña, aunque deje adivinar el curso intensivo que sólo enseñan los besos– que no es que no le diera bola a Agustín, sino que no podía permitírselo: “Yo todavía tenía pareja en Lisboa, y mi contrato y mi visa se terminaban en diciembre: no venía a invertir en amor”. Sólo que, para cuando se quiso dar cuenta, las cosas habían avanzado hasta un punto en el que ya no podía pensarlo tan fríamente.
Entonces, Tiago cortó su relación anterior; pero eso tampoco resolvía el problema. “De repente era raro. ¿Cómo teníamos que tratarnos sabiendo que él se iba en pocos meses? ¿Hasta dónde estaba bien seguirnos enganchando?”, dice Agustín. Estaba claro que lo de ellos tenía fecha de vencimiento.
En septiembre, decidieron “fingir demencia” y vivir lo que sentían sin limitaciones, el tiempo diría. Pero lo que les pasaba era demasiado fuerte. En buen criollo: ya no podían hacerse los boludos. En octubre, tuvieron una charla seria y Tiago puso las cartas sobre la mesa: “Me propuso que fuéramos novios –cuenta Agustín–. Dijo: ‘Te acordás que en la escuela aprendimos que del 1 al 2, que son dos números finitos, hay una cantidad infinita de números, pero que del 1 al 3 ese infinito es todavía más grande? Bueno, hay infinitos más grandes que otros, pero este es el nuestro, ¿cómo no vamos a aprovecharlo?’ Yo pensaba: ‘¡Qué locura estoy viviendo! ¿Me voy a tener que ir a vivir a Portugal o qué?’”
Los meses que siguieron, dicen, fueron una novela. No había en principio posibilidades de que Tiago se quedara ni de que Agustín se fuera, y cada día juntos, también era un día menos. Y es que ninguno quería mudarse al país del otro si eso truncaba sus carreras: “Sabíamos que la dependencia total, eso de viajar al otro lado del mundo para estar encerrados esperando que uno de los dos volviera del laburo, era la fórmula perfecta para terminar con lo que teníamos”.
Hasta que, justo cuando se acercaba el momento en el que Tiago se tenía que ir, en su trabajo surgió la posibilidad de un puesto que le permitiría estar en Buenos Aires por tiempo indefinido. Tenía que pasar varias pruebas; entre otras, un examen de español dificilísimo. Ese es el verdadero secreto de cómo perfeccionó su castellano. Sí, había sido por amor, después de todo: “Yo me aprendí de memoria a Cervantes”, confiesa a Infobae. Todos esos exámenes los pasó bajo presión. Nadie en su oficina sabía que en esas pruebas a él también se le jugaba otra más definitiva, la del corazón.
Fue Tiago también el que propuso a Agustín que se mudaran juntos. Vivían a diez cuadras y se habían pasado los últimos meses yendo de una casa a la otra. Y aunque lo habían hablado muchas veces, otra cosa era pasarlo en limpio. Pudieron hacerlo una vez que tuvieron la certeza de que había un futuro posible. “Fue un mundo nuevo, adultecer la pareja, aprender a compartir el tiempo juntos”, dice Agustín, todavía entre las cajas del nuevo departamento.
Parte de ese crecimiento fueron las presentaciones familiares y, claro, las sorpresas por el parecido: en la casa de Agustín a Tiago lo recibieron con los brazos abiertos, casi como otro hijo que nació más lejos y tiene otra lengua. El hermano de Agustín hace el chiste de que ahora la madre tiene un nuevo preferido. “Bueno, la verdad es que ya me llevo mejor con su papá que con él”, se ríe Tiago.
El día de la presentación oficial fue en diciembre, y todos los amigos de Agustín los acompañaron para que el peso del encuentro no cayera sólo en Tiago. Aún así los ojos de toda la familia se concentraron en él. Hasta que la abuela rompió el hielo con un “Te quiero”. La Navidad también la pasaron en casa de la familia de Agustín. Esa noche era mucho lo que tenían para festejar: en el plan original, el viaje de Tiago hubiera terminado tres días después, y su relación también.
Y en enero pasado, Agustín viajó a Lisboa donde, además de recorrer la ciudad con “el mejor guía turístico del mundo”, conoció a los padres y a la abuela de Tiago y fue recibido con el mismo amor y la misma emoción que Tiago vivió con su familia en la Argentina. “Hicieron una gran comida, con un brindis, ricos postres, todo como una presentación oficial –cuenta Agustín–, y la mamá me dió un regalo típico que es un asador de chorizos para que le trajera a mis padres en agradecimiento porque Tiago pasó las fiestas con nosotros, entonces ya hay toda una conexión entre las familias también”.
Encontrar el departamento para irse a vivir juntos les tomó tres meses de búsqueda. “Pensábamos que iba a ser fácil, pero costó. Y ahí, cuando uno se cansaba o estaba para tirar la toalla, el otro ayudaba a levantar. Y después al revés. Así somos, esa manera de complementarnos es la que nos une”, dice Agustín. Aunque claro que el humor también.
Esta semana cumplen seis meses de novios, y la anterior, en plena mudanza, se hizo viral un tuit que los muestra en un antes y después imaginario –”Cómo empezó/Cómo vamos”–, como si realmente fueran gemelos separados al nacer: primero, compartiendo en un saco embrionario, después abrazados, en una foto actual. Las respuestas son desopilantes. Muy pocos sabían que detrás del chiste había una historia de novela y un amor real que recién empieza.
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