Cuando su historia de amor comenzó, afuera llovía torrencialmente. El mundo se venía abajo, pero a Carolina y a Aldo no les importó nada. Ese primer beso entre paredes de agua marcó sus vidas.
Aldo sintió que la luz lo envolvía, aunque hacía ya muchos años que estaba inmerso en la oscuridad debido a su ceguera producida por una retinosis pigmentaria.
Ella vivió la magia del momento con las clásicas mariposas volando descontroladas por su estómago.
Ya hace más de 19 años de ese lluvioso día de noviembre de 2002 en el bar El Ruedo de la capital cordobesa. Sin embargo, Carolina Forchino, 45, y Aldo Ceballos, 54, siguen tan enamorados y unidos como al principio. Como cantaba un bolero, “es la historia de un amor como no hay otra igual”. Ahora, les toca a ellos contarla.
Superar las burlas
Carolina, periodista y locutora nacional, se presenta sin filtros: “Nací en Córdoba capital y soy la mayor de tres hermanos. Llegué al mundo con una enfermedad que se llama artrogriposis múltiple congénita que provoca rigidez en las articulaciones. No flexiono las rodillas ni los codos. Puedo caminar dentro de la casa y hago un poco de todo, limpio y cocino. Pero me limita mucho y solo puedo movilizarme en distancias muy cortas. Por ejemplo, para ir al almacén uso un andador. Tomar un colectivo es imposible para mí porque los escalones son altos. Las calles con veredas rotas también son un obstáculo. Las cosas como son”.
Cuenta que cuando nació su patología no se conocía demasiado y que hasta el día de hoy lucha porque no la confundan con una parálisis o un trastorno diferente.
Sus padres (José, contador público, y Graciela, ama de casa) al principio se asustaron mucho con lo que le pasaba a su hija. Carolina explica: “¡¿Quién no quiere un hijo sano?! Pero la verdad es que fueron y son extremadamente luchadores”.
Cuando comenzó la primaria, José y Graciela buscaron con paciencia la mejor escuela para ella. La anotaron en el colegio Santa Teresa de Jesús y las cosas arrancaron más o menos bien. Hacia el final de la primaria comenzaron los problemas y lo que hoy llamaríamos bullying. Por ello, en sexto grado, decidieron cambiarla de institución. Sin embargo, en la nueva escuela, su realidad empeoró: “Los dos años siguientes fueron fatales para mí. No solo eran burlas o el desprecio por parte de mis compañeros sino, también, por parte de los profesores. ¡Una docente me llegó a decir que por qué no me iba a un colegio de gente como yo!”, recuerda. “Tenía 14 años, una edad complicada, llena de emociones y fue muy difícil ese tránsito para mí. Mis padres me volvieron a cambiar de colegio. Pasé al San Pablo Apóstol, en el barrio Crisol. Esta vez funcionó mucho mejor”.
Los nuevos compañeros resultaron empáticos y comprensivos: “Cuando teníamos que hacer una actividad en el primer piso, los varones me alzaban y me subían. Me quedaron muchos amigos con los que tengo un grupo de WhatsApp. No vas a poder creer, pero con los viejos compañeros, aquellos que me hacían bullying, también tengo otro grupo de WhatsApp. Lo cierto es que pasó el tiempo y las cosas cambiaron mucho. La esposa de uno de ellos quedó paralítica por un tumor cerebral y, al final, fue como que entendieron lo que me había pasado. Terminaron pidiéndome disculpas. Soy una persona que si puedo ayudar en algo siempre lo voy a hacer, así que me volví a juntar con ellos. Además, comprendí que a esa edad adolescente, ahora lo vivo mucho con mi hija, es típico que los chicos estén demasiado pendientes de lo físico”.
El amor nunca es ciego
Al terminar el secundario Carolina estudió periodismo y locución. Cuando se recibió vino otro cachetazo de la vida: no era fácil encontrar trabajo. Solo conseguía empleo ad honorem. Tenía 25 años, estaba profundamente angustiada, quería formar una familia y poder mantenerse, pero no encontraba el camino.
Un día de esos, en los que se sentía sola y triste, luego de haber ido a rehabilitación a Alpi, volvió a su casa donde su madre la esperaba con unos mates. Graciela le comentó que había leído, en el diario La voz del Interior, que en un lugar pedían lectores para grabar audiolibros para personas ciegas. Podía intentarlo.
Carolina no dudó y se presentó. Era el año 2001.
“Fui y me hicieron una prueba de voz. ¡¡Les gustó!!”, cuenta con el mismo entusiasmo de entonces.
Quedó seleccionada y le ofrecieron hacer un curso para aprender el sistema braille que utiliza para leer la gente sin visión. En este sitio fue que Carolina se encontró con un hombre que le llevaba nueve años: Aldo Ceballos, entonces de 34 años. Aldo era un no vidente y uno de los profesores.
“Era muy serio y le llamaba la atención que yo me riera todo el tiempo. Aldo le pidió a un amigo en común que le contara cómo era yo físicamente. Nuestro amigo me describió. Le dijo que yo tenía una discapacidad motriz y que era muy bonita. A Aldo no le molestó mi discapacidad. Comenzamos a conversar mucho, primero como amigos. Era hermoso ver como sus ojos brillaban cuando hablaba conmigo. Así pasó mucho tiempo hasta que un día me invitó a tomar un café en el bar El Ruedo. Ahí le conté mi vida y él me relató la suya. Le aclaré que buscaba una relación seria. Llovía a cántaros, el momento era muy bello… y, entonces, llegó el primer beso”.
Ese mágico momento dio inició a la pareja.
Una adolescencia a media luz
Aldo, por su lado, cuenta su propia historia.
“Nací en Córdoba capital, pero me crié en una zona rural en el oeste de la provincia. Soy el tercero de cuatro hermanos. Mi papá (Camilo, quien falleció en 2011) y mi mamá (Zulema hoy tiene 83 años) trabajaban en el campo: criaban animales y sembraban. Todos asistimos a una escuela rural. No sé si te dije, pero lo que yo tengo es retinosis pigmentaria, una enfermedad que no tiene cura. De chico veía, pero la vista se me fue yendo poco a poco. Al principio, mis padres pensaban que era solo miopía. Pero fue pasando el tiempo y yo empeoraba. Me llevaron al oftalmólogo, en la ciudad de Córdoba, primero y, luego, a Buenos Aires. Fue en el Hospital Santa Lucía donde, a los 14 años, me diagnosticaron. La adolescencia fue extremadamente dura. La patología se acentuaba de noche y mi visión nocturna era cada vez peor. No podía salir a los pueblos o ir a algún baile solo. No podía manejar un auto, ni moverme en moto. Me quedé afuera de esa vida. No tuve la experiencia de un adolescente común. Leía mucho y vivía triste”. Aunque todavía algo de vista le quedaba el futuro era, literalmente, oscuro.
Así fue hasta que un día, a los 20 años, se enteró de que en la ciudad de Córdoba había un lugar para rehabilitación para personas que, como él, no veían. El Centro Julián Baquero le cambió la vida: ahí le enseñaron a manejarse por la calle, a desplazarse con seguridad y a leer en braille.
“Me vine del campo a la ciudad el 1 de junio de 1988. Tenía 20 años. Siempre hago bromas y digo que ese es mi segundo cumpleaños, porque la mudanza realmente me cambió la perspectiva de todo. Alejarme de mis padres fue un cambio brusco, pero resultó para bien. Descubrí que había muchas personas discapacitadas visuales que estudiaban y eran independientes, que uno podía insertarse social y laboralmente. Descubrí el mundo. Me dije: si estas personas pueden, yo también podré. Inicié un proceso de aprendizaje. Aprendí a leer en braille y a usar el bastón. Empecé atletismo, corría 5000 metros, y realicé talleres de electricidad. Con el deporte viajé a distintas ciudades del país para competir. Además, pude terminar el secundario. Hice tres años acelerados en un colegio común donde tuve la suerte de tener muy buenos compañeros que me dictaban del pizarrón. Fueron años inolvidables”, cuenta con alegría.
Terminado el bachillerato, enfrentó otro desafío: estudiar el profesorado en rehabilitación de discapacitados visuales. Aldo relata: “Esta fue una etapa dura porque había que estudiar mucho y grabar los apuntes. Logré superarla y me recibí de profesor. A su vez, con otra persona ciega, hice un proyecto para crear, en 1993, una biblioteca para discapacitados visuales en Córdoba. En esa biblioteca trabajo actualmente. Estoy a cargo de la capacitación de las personas que ven, pero que quieren aprender el sistema braille y a docentes de distintos niveles que aprenden braille por si les toca algún alumno con discapacidad visual. También damos capacitación en museos para que sepan cómo manejarse con personas ciegas. En esta biblioteca del estado provincial es donde conocí a Carolina cuando fue a grabar los audiolibros en 2002. Primero empezamos a charlar y nos hicimos muy amigos. Me gustaba la idea de formar una familia, pero no lo pensaba en ese momento porque estaba muy abocado a lo laboral. Pero ella tenía una simpatía especial y era emprendedora y super luchadora. Terminamos poniéndonos de novios en noviembre de 2002 en la tradicional confitería El Ruedo”.
Una pérdida y un nacimiento.
Los dos venían de familias muy conservadoras. Aldo decidió que tenía que ir a hablar con los padres de Carolina: “Sentía que debía hacerlo”, reconoce.
Retoma el hilo Carolina: “Él es muy formal. Les dijo lo que sentía por mí y que quería su consentimiento para formar una relación seria. Mis padres tenían mucho miedo, se preguntaban cómo nos íbamos a manejar. Sentían que no íbamos a poder ir al cine o disfrutar de un viaje, por ejemplo. Me decían ¡cómo vas a estar con una persona con la que no vas a poder ir a ningún lado! Pero nosotros no prestamos atención a sus miedos y seguimos adelante. Fuimos firmes y apostamos al amor. Lamentablemente en la sociedad suele primar la imagen y la estética. En general, cuando uno se pone de novio con alguien se mira si es lindo o si es feo, si tiene dinero o no… No priman otros valores. Nosotros nos jugamos por lo que sentíamos, por formar una familia y por lograr que se cambie esa manera de pensar. Los prejuicios sobre la discapacidad tienden a infantilizar a quienes la padecen, se cree que hay cosas que no vamos a poder hacer”.
Decididos, empezaron a ahorrar dinero para poder casarse. También compraron el primer mueble para lo que sería su casa: la cama matrimonial.
No solo soñaban con la construcción de un futuro juntos, lo estaban edificando.
Casi tres años después, el 24 de septiembre de 2005, se casaron en la Iglesia San Pablo Apóstol. Y se mudaron a un departamento de dos dormitorios con un patio que les prestaron los padres de Carolina, donde viven hasta el día de hoy.
“Nos fuimos de luna de miel a Mendoza. Todo fue maravilloso. Al poco tiempo de volver nos dimos cuenta de que estaba embarazada. Pero cuando tenía tres meses de embarazo empecé con pérdidas de sangre enormes. Estuve un mes internada. Aldo se quedó todo ese tiempo conmigo. A los cuatro meses de gestación perdí al bebé. Quedamos muy afectados. Yo veía un niño y lloraba. Era un sueño que se había venido abajo. Nos costó mucho reponernos de la tristeza que nos provocó esa pérdida”, rememora Carolina.
Pero no se dejaron arrinconar por la angustia.
Consultaron a distintos profesionales y los estudios dieron bien. Podían volverlo a intentar. Comenzó a tomar ácido fólico y, en 2007, volvió a quedar embarazada. Esta vez todo marchó bien.
“Hubo miedos, pero estábamos asesorados con buenos médicos. Una doctora me seguía. El embarazo fue extraordinario”, recuerda Carolina.
Brisa Antonella nació el 28 de abril de 2008. Por cesárea y pesó 3 kilos 300 gramos.
Carolina relata con humor: “Al principio, mi mamá medio que quería adueñarse de la bebé… jaja. Pero después se dio cuenta de que nosotros somos los padres y que podíamos hacerlo muy bien entre los dos”.
Brisa es una adolescente al borde de cumplir 14 años y hoy entiende que sus padres tienen capacidades diferentes. Aldo cuenta orgulloso: “Ella es plenamente consciente de nuestra discapacidad. Fue internalizando la situación. Cuando era chiquita no sabía bien qué era no ver, pero ahora tomó conciencia. Y, actualmente, nos ayuda. Me lee cosas, me alcanza algo. Lo vivimos como algo natural y los amigos de ella también lo ven completamente natural. ¡A la casa que más les gusta ir a todos es a la nuestra!”.
Le preguntamos a Aldo cómo imagina la cara de su hija: “Por la descripción de los demás uno se hace una idea de cómo es… Al haber visto, si me hacen una descripción de algo, lo puedo imaginar perfectamente”.
Mirar al futuro
¿Proyectos? “Que Brisa estudie y tenga una buena vida, que sea una persona de bien. Queremos que crezca con valores y principios”, resumen los dos.
Carolina dice: “Para mí conocer a Aldo fue lo mejor que me pasó en la vida porque más allá de ser mi cómplice, mi amigo, me aconseja mucho y me ayudó a cambiar aspectos de mi personalidad. Me enseña todos los días a aceptar a los demás tal como son. Me contiene y me hace ser mejor persona. ¡Eso es amor!”
Aldo dice: “Nos complementamos. A veces, yo la ayudo a ella y, otras, ella me ayuda a mí. Me cuenta cómo son las cosas. Haber formado esta familia es la expresión del amor mayor, del más grande”.
Dicen que en el camino han tenido ángeles, gente que los ha ayudado mucho. Que son católicos y creyentes. Que van a misa. Que no tienen miedo a la vejez. Que están en los pequeños detalles para seguir sorprendiéndose, mutuamente, cada día.
“De eso se trata también el amor -sostienen con sabiduría-. Yo cocino bien y le hago comidas ricas. Aldo me sorprende con postres. Siempre estamos intentando estar contentos. ¿Peleas? Hay parejas que se pelean mucho, nosotros no. Nunca. Claro, que no todo es color de rosa, porque dependemos de otras personas. A aquellas que son indiferentes hay que dejarlas de lado y continuar el camino. Porque siempre hay que seguir hacia adelante.”.
El de ellos resultó un amor más que real. Porque se siguen riendo a carcajadas cada día, porque son lúdicos y se animan a hacer con Brisa videos en TikTok y porque sus limitaciones físicas no demarcaron jamás la geografía de sus vidas.
Contra todos los pronósticos, viajan, aman, van al cine y desafían valientes las miradas de aquellos que observan la discapacidad con desconcierto.
Saben muy bien que para tener futuro hay que proyectar, que para amar hay que dar y que para soñar hay que saber volar. Constituyen el ejemplo más claro de que, aun con las alas un poco dañadas, se puede planear en el aire y disfrutar del maravilloso vuelo de la vida.
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