Estaba en uno de esos momentos Moria de la vida: “Con harén y mucho-chongo-como-nunca, mega, todo divino, divino”. Y estaba segura de que se había separado por Jerónimo, o porque se hartó de imaginar cómo habría sido la vida si se animaba a irse con él. Porque la verdad es que con Máximo se sentía cuidada y a salvo. Y Máximo era todo lo que Cecilia admiraba en un tipo. Era incluso todo lo que la familia de Cecilia y los amigos de Cecilia admiraban en un tipo. La clase de hombre que encaja bien en cualquier situación.
La pasaban bien juntos y podrían haber seguido pasándola bien hasta que la muerte los separase de no ser porque ella se empecinó en que no iba a ser Meryl Streep en la camioneta bajo la lluvia como en los Puentes de Madison, y decidió abrir la puerta y correr atrás del que en su escena era Clint Eastwood.
Pero las historias del tipo Meryl Streep–Clint Eastwood funcionan sólo mientras dura la tormenta, dice Cecilia ahora a Infobae: apenas unos meses después de dejar a Máximo por Jero, estaba sola por primera vez en veinte años. Entonces hizo la cuenta: desde los 19, había saltado de un novio al otro; y del otro, a un marido. Estaba por cumplir 39, así que además de que el resultado era redondo, había un subtexto más importante para ella: los 40 estaban ahí nomás, eso era crisis u oportunidad.
Si al final eligió “oportunidad”, fue gracias a la sensatez de sus hijos preadolescentes: “A vos lo que te hace falta es un chongo, mamá”, le dijo la más grande, y Cecilia dice que llegó a sacarle el telefonito de la mano justo antes del clic fatal que pudo haber viralizado su foto intervenida con el hashtag #UnChongoParaMiMamá. “Me hice un poco la enojada –cuenta–, pero en el fondo me causó gracia cómo sonó la posibilidad: necesitaba un amante”.
No se rió tanto cuando, por esos días, en una fiesta, su amiga Mariana, que se había puesto de novia con un creativo publicitario “onda Don Draper”, le contó entre negronis que de su última pareja al publicista, se había pasado un año sin coger. Esa noche no pudo dormir. Dice que escuchaba la frase ya desdoblada de la voz de su amiga, en un eco agudo y de chicle, como una maldición: “Unañosincoger, unañosincoger, unañosincoger”.
Cecilia jura que esa misma madrugada hizo una especie de pacto tácito con ella misma, después de un largo exámen de conciencia: “Era cierto que yo no siempre me había portado bien, ¡pero tampoco era para tanto! Podía aprender a bancármela sola; quizá ya era tiempo. Pero de ninguna manera merecía ni estaba dispuesta a tolerar más que eso. Era demasiado. Me dije a mí misma que eso no me iba a pasar. Que no tenía por qué estar un año sin sexo. El experimento empezaba ese mismo día: desde ese momento, para mí, cada tipo con el que me cruzara era material que eventualmente podría ser llevado a la cama.”
Dice que con Ezequiel se encontraron un martes en el bar del Alvear. Era más chico y capaz que no tan lindo, pero fue canchero y le dijo lo que ella quería escuchar. Además era el primero. Al segundo trago ya se había dejado dar unos besos, y al tercero, cuando pidió la cuenta y propuso ir a comer, como habían acordado, se hizo la graciosa y le dijo que la cargaran a la habitación 318, y él: “Y bueno, si está, nos quedamos”.
Tentados de la risa y de las ganas, preguntaron en Conserjería, y no, esa suite no existía. Pero, en cambio, tenían libre la 316, y si total daba lo mismo... Fue un movimiento rápido: un segundo más tarde vio al chico entregarle al conserje su tarjeta para pasar una noche con ella en el lujo decadente del hotel más elegante de Buenos Aires. “Los gustos hay que dárselos en vida”, le dijo él, y ella se sintió halagada. Dice que el botones que los acompañó hasta el cuarto se contuvo ante la formalidad de preguntarles por el equipaje.
“Nos dijo que todavía estaba abierto el spa: “Fue full immersion –cuenta y se ríe–. Dormimos juntos y abrazados toda la semana. Fuimos al teatro y a comer, y paseamos de la mano por Palermo. Me leyó en su cama y con pudor lo que había escrito sobre mí en un desvelo. Me contó sus dolores y quiso saber los míos. Era casi un novio, demasiado pronto. Y yo sabía por experiencia lo que él no: ninguna noche iba a superar a la primera. Puso la vara muy alta. Se lo expliqué como si le hablara a mi hijo y me entendió enseguida, ¡son más vivos los millennials!”, dice Cecilia entre risas.
Roto el conjuro con el glamour debido, Cecilia citó a Lorenzo ––un ejecutivo cincuentón que hacía rato le mandaba mensajes directos por Twitter–– un mediodía en una mesa del Duhau. Tampoco era cuestión de bajar ninguna estrella, y menos ahora que iba en busca del mimo de un señor mayor. Pero Lorenzo la piropeó demasiado y le habló (también demasiado) de él, ¡de Dios!, de sus hijos y ¡de su mujer!, en ese orden.
“Siento que Dios es el mayor regalo del mundo y nos protege”, le dijo él antes de invitarla a salir otra vez, cuando promediaba el almuerzo. Cecilia le contestó que prefería no volver a verlo mientras se terminaba el vino más caro de la carta, y se fue sonriendo después del café, con un petit four en la mano: “Igual lo tenés a Dios, que es el mayor regalo del mundo”. Antes de verla alejarse por las escaleras blancas del jardín, Lorenzo le dio un abrazo y le preguntó si podía seguir faveándole los tuits.
“El de Legales, Sebas, siempre me había caído bien, pero ahora también me parecía dable –dice Cecilia ahora–. Por alguna razón, o por una, porque no pensaba pasarme un año sin coger, de pronto todo tipo de entre 27 y 57 años cabía para mí en la categoría ‘pasible de ser cogido’. ‘Cogible’, como dicen los varones. Bah, todos dicen, pero a mí me da o me daba pudor. Así que, de pronto, todos eran ‘chongos’, como dice Moria. Eso, todos chongos”.
Pedro, por ejemplo, le dio pena porque lo vio “tan solo y tan grandote” fumando en la puerta del bar de la vuelta del laburo. Un día le convidó fuego y el resto de la solidaridad vino de suyo: “Toda la tristeza que me inspiraba, tenía el color de su departamento de Palermo. Luz de tubo y un living de estudiante del interior con una única mesa de algarrobo y un sillón de cuerina lleno de bolsas sin abrir del LaveRap. Cogimos y hablamos casi sin parar hasta la mañana siguiente y lo dejé que me dijera ‘putita’ porque me pareció que encajaba bien en el contexto. Fue una noche rara y tierna a su manera. Y la verdad es que mientras veía a esa bestia enorme moverse encima mío, yo sólo fantaseaba con la calma pesada de su abrazo. Cuando por fin se rindió, un poco me sentí más linda”.
Cecilia dice que descubrió en terapia que algo en ella al buscar refugio (temporario) en ese ser gigante al que juzgaba desvalido hablaba de sus contradicciones. En realidad, su psicólogo lo dijo con mucha menos corrección: “Vos te garchaste al gordo porque querías que te llamara al día siguiente. Lo considerabas un derecho adquirido. Y ahora tenés un problema porque no te llamó”. Cecilia se defendió como pudo, y dice que tampoco fue correcta: “Bueno, era un chongo, ¡ni que fuera importante!”. “El hecho de que estemos hablando de un chongo en esta sesión lo vuelve importante”, le dijo el analista.
Dice que seis meses después de iniciado el experimento, ya casi no se acordaba de Jero ni del final intrascendente de la historia que le había partido en dos la vida; de los años de promesas clandestinas, del ultimátum de él para que las cumpliera de una vez, ni de la frustración de ella por los meses de series, pijama y delivery, como si hubieran sido una pareja con mil años de casados encima. Y dice también: “Extrañaba siempre a Máximo, a esa seguridad sin exigencias de Máximo, ese quererme tal cual era, con todo y mis miserias, de una manera en la que casi nunca se quiere a nadie”.
Pero estaba bien. Se sentía bien incluso sabiendo que había dejado ir a la persona con la que tendría que haber pasado el resto de su vida de no haberse cruzado con “ese accidente meteorológico” que dice Cecilia que fue Jero en su camino, porque “a la distancia, hasta Clint Eastwood no es más que un tipo todo mojado y con un saco que le queda corto en medio de la ruta”. Por lo menos, ya sabía que no tenía por qué pasarse un año sin coger.
Sacaba cuentas obsesivamente como jamás lo había hecho. “Tenía sexo al menos dos veces por semana. Llevaba una vida liviana –cuenta–. El esfuerzo más grande al que me obligaba era de concentración, para no equivocar el nombre del chongo de turno. Se lo hice saber a Jero, el día que nos encontramos por última vez. ‘Me sobran los chongos’, le grité. Estaba orgullosa. En serio estaba orgullosa, aunque un poco lloré. A lo mejor más por Máximo que por Jero, y a lo mejor más por mí que por él”.
A todos los de Tinder les había puesto el mismo apellido (Tinder): “Todos me parecían igualmente pelotudos”, se ríe. No había querido salir con ninguno, pero no los bloqueaba porque algunas noches, cuando estaba aburrida, les contestaba los chats. Uno era cocinero y le mandaba fotos de comidas regionales, otro tenía puesta en la foto de perfil “una remera espantosa, negra y brillosa, con escote en V, que prefería no ver”, y el tercero “estaba bastante bueno, pero daba medio depresivo”: le gustaba el heavy metal y le confesó que estaba ahorrando para invitarla a salir.
El tipo que conoció en la librería nunca ocultó que era casado (¡usaba anillo!), pero ella ni se dio cuenta y para cuando se avivó ya algo le gustaba. Fue el primero que la conmovió un poco más allá del sexo, y su analista decretó que se había acostumbrado a la soledad. Cecilia dice que con Jorge se divertía. Lo quería ver. Se alegraba cuando le iba bien y salía corriendo a comprar quesos a Valenti cuando le avisaba que tenía una posibilidad remota de escaparse con algún pretexto de su casa para comer con ella. Todo el día online imaginando el próximo encuentro. Era un chongo como los de antes: le hacía el novio, la cortejaba.
Cuando Diego, un director de cine separado que hablaba mucho, pero la llevaba a buenos lugares, la invitó a cenar a su casa de San Telmo, le dijo que sí sin ganas, porque no quería pasar la noche sola. Terminado el postre, Diego quiso cumplir su rol de chongo, pero Cecilia se sintió incómoda. “Mentí que tenía que buscar a los chicos y casi tuve que huir cuando el tipo redobló la apuesta y me dijo que estaba bien, que no hacía falta que yo hiciera, pero que él podía hacerme cosas a mí durante siete horas seguidas. Y yo que bueno, que muchas gracias, que siempre era bueno saber que un señor estaba dispuesto a hacerme esas cosas por tanto tiempo”, relata.
Y entonces, dice, tuvo un momento de iluminación: “Ahí entendí que estaba haciendo todo mal. No sólo porque salía con tipos medio impresentables, sino porque por el mismo precio me acostaba con ellos a cambio de pasar un rato acompañada –dice Cecilia–. No había negocio: a las acompañantes les pagaban y yo ofrecía sexo para que me acompañaran. Todo al revés. Y extrañaba a Máximo. Y Máximo le daba mil vueltas a cualquiera de esos pelotudos, incluido el pelotudo de Jero. Y la más pelotuda era yo, que en medio de la tormenta con Jero, que era el ser más pelotudo del planeta, le había hecho pasar a Máximo un año sin coger (o al menos eso creía yo, porque nunca sabemos)”.
Cecilia no se lamenta. Dice que, en el fondo, no le quedaba otra que perdonarse. “Porque había que seguir, y Máximo ya no iba a volver para decirme que iba a estar todo bien como hacía él”. Dice que fue así como –”por suerte, y porque no pensaba pasarme un año sin coger”–, se fijó en alguien que siempre había estado cerca, de los pocos que no había mirado. Fede era un compañero de trabajo muy cercano, tenían pasado y amigos en común, y en su experimento había habido desde el principio una única regla: nunca con nadie al que tuviera la obligación de volver a ver al día siguiente.
Pero una tarde salieron todos después del trabajo y se encontraron de otra manera. Y de repente, por primera vez en mucho tiempo, sintió que ya no estaba segura de nada, sólo de que quería volver a verlo. No sabía si Fede era tímido o sensible, pero sí que tenía algo. Y sí, es cierto, dice ahora, ella en esa época a todos les veía algo, pero con él fue distinto. Cuando estaba con Fede se sentía más torpe, como si fuera más chica. Como si toda esa experiencia de mujer que se las sabía todas se hubiera desarmado en cinco segundos.
“Me di cuenta de que iba en serio la tarde que pasamos riéndonos y hablando de pavadas, sin ninguna urgencia de irnos a la cama, sólo con el plan de pasar el rato. Volví a mi casa con ganas de seguir viéndolo, de seguir riéndome y hablando con él. De escucharlo reírse. Y supe que era él”. Y así fue como se acabaron para ella los chongos y empezó un nuevo experimento, el de la inseguridad de querer.
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