Alejandro estaba sorteando los cuarenta y tantos años con un aburrimiento mortal. Dos décadas de casado, dos hijos adolescentes y el mismo laburo de toda la vida en el estresante mundo de las finanzas. Sentía que la vida pasaba delante de sus ojos como una película en blanco y negro, con él desvencijado en un tristón cine de época, sin haber vivido nada demasiado especial.
“Quería a mi mujer, era medianamente feliz a pesar de trabajar como un burro, pero necesitaba algo más. No sé. De pronto me dio por querer saltar en parapente en las vacaciones familiares, tenía ganas de correr un maratón, de comprarme un auto deportivo… qué sé yo, de vivir a mi aire. Quería gastar la plata que ganaba también en mí, no solo en colegios, profesores particulares y vacaciones en las que ejercía de remisero familiar. Deseaba cosas que nunca había querido antes. Se me estaba acabando la mejor parte de la vida sin sacar los pies del plato. Esa era la pura verdad. Es algo que le pasa a muchos, aunque no lo digan abiertamente. A varios amigos míos les ocurría algo similar. Estaba claro que los años buenos por delante ya no eran tantos. Quizá suene muy egoísta, pero es lo que sentía”, dice al rememorar ese año en que vivió en peligro.
El despertar del deseo
La vida comenzó a desbaratarse para Alejandro en una sosa y eterna reunión de consorcio del edificio donde vivía con su mujer e hijos en la capital porteña.
“La vecina del tercero C era un minón (sic). Esa tarde tenía puestos unos pantalones de cuero negro infernales. Los tipos que estábamos ahí no podíamos dejar de mirarla…”, confiesa sin sonrisas.
Cuando terminó la reunión, Alejandro hizo una pirueta para lograr subir con Fernanda, así llamaremos a su vecina, al ascensor. Los dos vivían en el mismo cuerpo trasero del edificio donde los palieres eran privados. En ese cuadrilátero de la vida en vertiginoso ascenso, estuvieron solos por unos cuantos segundos.
Fueron suficientes para dinamitar los cimientos construidos en veinte años.
Antes de bajar en el tercer piso, Fernanda le dijo con picardía: “Estas aburridas reuniones por lo menos sirven para conocernos mejor”.
Alejandro percibió en su tono de voz una indirecta. Fernanda le dio la espalda y justo se le cayeron las llaves al suelo del palier. Se agachó, “provocadora” creyó él, a recogerlas. Alejandro enmudeció y se preguntó si esta mujer soltera y sin ataduras se le estaba insinuando. Sintió lo mismo que había experimentado el verano anterior cuando saltó en ala delta y en parapente desde el morro de San Conrado, en Río de Janeiro. Eran aleteos de mariposas en el estómago. Una manifestación de la adrenalina que creía agotada.
La monotonía en la que estaba metido estaba sufriendo un sacudón sísmico.
Sus aletargadas hormonas despertaron de la hibernación.
Fernanda se despidió con un gesto trivial de su mano y, mientras la puerta del ascensor se cerraba, le tiró esta frase: “Venite a casa cuando quieras, tomamos un café y revisamos las cuentas para que la administración no nos siga cagando”.
La nave espacial despegó y alunizó en el séptimo. Alejandro sentía que estaba como en una caminata lunar, sin gravedad, en un maravilloso viaje intergaláctico: “De pronto, ¡estaba vivo! Ya sé, hoy todo lo veo de una obviedad escandalosa, pero te soy sincero, eso era lo que me pasaba. Desde esa misma tarde estuve una semana entera elucubrando diferentes excusas para tocarle el timbre. Gastos desorbitados en productos de limpieza, tanques de agua sucios, la reparación de la caldera que se venía demorando… Había miles de motivos para conversar”.
Ring… sin raje
La transgresión con la que fantaseaba Alejandro, le quitó el sueño por completo. Cada vez que apoyaba su cabeza en la cama antes de dormir se le abría el mundo. La fascinante posibilidad de una aventura con Fernanda había cancelado el aburrimiento.
Jamás había sido infiel y ni siquiera se lo había planteado. “Tenía una buena vida y estaba aburridamente contento… ¿por qué iba a buscar una aventura?”, reconoce. Pero la mujer de cuatro pisos debajo suyo le había generado emociones que ya no creía poder transitar. “Eran sensaciones adolescentes”, admite.
No meditó nada ni reflexionó nada. Solo dejó que la fantasía continuara carcomiendo los bordes de su almohada.
Un día, al volver de la sociedad de bolsa donde trabajaba, se puso el traje de valiente. Decidió que iba a tocarle el timbre. La elección del día no fue en absoluto casual: su mujer, estaba visitando a unos familiares en San Luis. Mercedes, originaria de esa provincia, era contadora, pero había postergado el ejercicio de su profesión por la maternidad. Sus hijos no serían un problema para el desliz amoroso, estaban cada uno inmerso en sus mil actividades adolescentes. Alejandro tenía el horizonte libre. Se bañó y perfumó antes de bajar.
Cuando se deslizó la puerta metálica del ascensor, en el palier del tercero, se sintió un ganador. Fernanda hacía días que esperaba ese timbrazo. Eran las 19.40 de la tarde cuando ella abrió la puerta.
“Estaba descalza, con un short negro mínimo y una musculosa verde. Le dije que quería ver con ella varios temas del consorcio a ver si llamábamos a una asamblea extraordinaria. Me respondió que la había sorprendido haciendo abdominales en el balcón, pero que se daba una ducha rápida y charlábamos del tema. Me hizo pasar al living. Me senté en su sillón gris, mirando hacia el balcón abierto donde estaba la colchoneta azul donde había estado ella haciendo ejercicio”.
El departamento era enorme para una persona sola y estaba en total silencio. Quizá por eso Alejandro escuchó correr el agua de la ducha. Su imaginación de señor casado, de padre de familia, de serio hombre de la bolsa, se desbordó y ahogó cualquier principio que alguna vez había creído tener
Cuando Fernanda volvió con olor a flores envuelta en un kimono de seda colorido, él no se sorprendió. En la mano ella traía la excusa: los papeles del consorcio. Los desparramó sobre la mesa ratona y le ofreció: “¿café o té?” Alejandro apostó por más: “¿No tenés para hacer un gin and tonic?… Estoy agotado del día de hoy, me vendría bien”.
Fernanda no tenía, pero volvió de la cocina con una cerveza helada y una bandeja con cosas para picar.
Al apoyarla en la mesa el cinturón del kimono de seda se resbaló dejando ver de más. A Alejandro los ojos se le desorbitaron igual que a los dibujitos animados. Tartamudeó un “gracias”. Ella, despreocupada, se acomodó la bata y volvió a la cocina. Regresó enseguida, chupando una barra de chocolate que sostenía con dos dedos y con un café en la otra mano.
Alejandro se sintió mareado: “No sabía qué hacer, pero quería avanzar. Era como una película donde yo era el protagonista, el que tenía que actuar pero no tenía guión”. Optó, en forma deliberada, no plantearse dilemas morales ni pensar en cómo estaba engañando a su mujer.
No pasó ni media hora que estaban enredados sobre el sillón. Los almohadones volaron por los aires y los dos terminaron manchados con el dichoso chocolate.
“Era raro porque, por momentos, era como si yo estuviese desdoblado. Como si estuviera mirando desde fuera lo que pasaba y, cada tanto, no sé por qué, mi mirada se clavaba en esa colchoneta azul del balcón, como si fuese la única prueba de que lo que estaba viviendo era tan real. La fantástica sensación de ese día fue algo muy loco”, analiza a la distancia.
Inicio de hostilidades
Alejandro estaba encantado con el viraje de su vida y su autoestima aterrizó en las nubes. Había conquistado el planeta y ahora iba por el universo.
Una vez construido su frágil castillo de naipes sobre los pilotes de la mentira y la traición, solo siguió adelante. “No sé bien qué resorte se me soltó, pero me la creí. Si bien nunca fui un moralista de ir diciendo lo que se debe o no hacer, siempre había sido un tipo tranquilo y más bien serio. Jamás hasta ahí me había cuestionado qué iba a hacer si una mujer me gustaba estando casado… hasta creí estar enamorándome”, reconoce. A tal punto le mejoró el humor que Mercedes, su mujer, se lo hizo notar.
La vecina dejó de ser la vecina para ser su amante cotidiana. Alejandro hacía malabarismos para que las mujeres de su vida no cruzaran sus destinos en los espacios comunes. Tenía temor a las cámaras de seguridad del edificio, pero los momentos de pasión valían el riesgo. Se estaba permitiendo vivir al límite y no tenía ganas de cuestionamientos. Así que no se lo contó a nadie. Ni a su amigo más cercano.
“No dimensioné el lío en el que me estaba metiendo. Ni que esa cercanía tan cómoda pudiera ser un arma de doble filo”, asevera desde su presente.
El romance extramatrimonial se extendió por meses. Pero Fernanda, empezó a querer más y más. Y adoptaba actitudes osadas en las pocas ocasiones que estaban en público. Aunque era obvio que eso pasaría, él no lo previó.
Ingenuamente un día, luego de una pasión desenfrenada, se le ocurrió revelarle que había sacado un paquete para unas vacaciones de invierno con su familia en Bariloche. Se irían a esquiar. Como estratega de la deslealtad, Alejandro demostró no tener condiciones. Desató la crisis de los misiles.
El escenario de los celos era un terreno desconocido para él: “Mi mujer nunca me había hecho una escena de celos. Casi te diría que no creía que pudieran existir cosas como las que llegué a vivir. Eso pasaba en la televisión o en el cine. Después de que le dije a Fernanda que me iba con ellos de vacaciones se transformó en otra persona. Se puso demandante, exigente y malhumorada. Estaba todo el día con el mismo tema, repetitiva y agresiva. Decía que no podía ser que no tuviera más tiempo para ella. Le molestaba que fuera el cumpleaños de mi hijo, que fuera al supermercado o que llevara a Mercedes a hacerse la mamografía. Yo me comportaba como un estúpido y demoré en percatarme del resentimiento que le generaba mi vida en familia”, se autoinculpa Alejandro.
El amor para Fernanda devino en obsesión y desató su persecución. La primera declaración de hostilidades fue un pedazo de papel escrito que Fernanda dejó en el bolsillo del saco azul de Alejandro. Él lo encontró por casualidad buscando su DNI. La notita decía: “Ale, lo mejor en la vida fue encontrarte. ¡Por muchas noches más como la de ayer! Te amo por siempre. Ferny”. Terminaba con un beso estampado en labial rojo. La maniobra adolescente casi le provoca un infarto: “Ese papelito me resultó infame y me quitó el aire… ¿Qué hubiera pasado si lo encontraba mi mujer?”. Pero como no quería discusiones subidas de tono, se calló la boca. Se había consumado como un gran mentiroso carente de empatía y un cobarde.
La táctica del amor guerrero continuó una semana más tarde. Esta vez fue un llamado al callado teléfono de línea que sonó estridente en medio de la madrugada. Por suerte, atendió él. Esta vez fue un misil cargado de jadeos que le robó toda intención de descansar. Mercedes no prestó mucha atención al asunto del teléfono y siguió durmiendo lo más tranquila.
“Cuando al día siguiente le sugerí a Fernanda que me confesara si no había sido ella la que había llamado en medio de la noche, me gritó enloquecía. El conflicto escaló. Me llamó hijo de puta, insensible, cobarde. Todo eso mientras revoleaba sus cosas. Para rematarla agarró el florero con unas margaritas que yo le había llevado hacía unos días y lo estrelló en mil pedazos en el piso de su cuarto. Quedé anonadado con su violenta reacción. No sabía cómo salirme de ese campo de batalla en el que se había transformado mi vida”.
Todos los pronósticos anunciaban un mal final para esta historia de una “calentura” real y de un amor fingido que no llegó a existir. Y no sabía dónde podía haber una trinchera para encontrar refugio.
Declaración de guerra
Alejandro, ahora, esquivaba temeroso el ascensor y sus visitas a Fernanda empezaron a escasear. Ella presionaba y él remoloneaba con cualquier excusa.
Peor. Mucho peor. Fernanda se iba enfureciendo cada vez más al calor de su tímida distancia. Le empezó a decir que se sentía usada, que a él solo le interesaba la doble vida, el sexo sin compromisos… Apretaba el acelerador con verdades que no lograban hacerlo reaccionar. Lo cierto es que no estaba muy equivocada. Alejandro jamás había pensado realmente en dejar su casa ni en romper su matrimonio. “Solo quería vivir el momento”, admite.
Pero un día el conflicto alcanzó un grado nuclear: se encontraron los tres en el ascensor que subía desde la cochera del edificio. Alejandro creyó que su corazón podía escucharse. Mercedes estaba distraída buscando las llaves de casa en su cartera cuando Fernanda, con cara de desaforada, estiró la mano y le tocó la entrepierna.
“Ufff. Creí que me moría ahí mismo”, recuerda Alejandro. Pegó un salto y Fernanda sonrió.
“Ahí me di cuenta de que ella estaba sacada, mal. Su mueca sonriente me dio miedo de verdad. Pensé: está loca, no va a tolerar jamás que la deje. Va armar un escándalo o quizá algo peor… ¿Y si intentaba matarme o suicidarse? Yo no sabía si estaba exagerando o viendo visiones. Tampoco tenía a quién pedirle consejo. Pensé en confesarle todo a Mercedes a riesgo de que se fuera de casa. Estaba sumamente angustiado y no quería más ver a Fernanda ni en figurita, pero cuanto más quería abrirme más neurótica se ponía. Hacía el amor con ella con miedo. ¡Mi vida se había transformado en un absurdo trampolín que daba a un precipicio!”.
Fernanda quería más sexo, más fines de semana juntos, más mensajitos ardientes por Whatasapp, más promesas. Le reprochaba lo injusto que era que ella siguiera durmiendo sola sin poder construir proyectos. “Era cierto. Ella quería más y yo no se lo estaba dando. Ni quería. Sobre todo al ver cómo se fueron desenvolviendo las cosas. En vez de tener empatía, ¡yo solo quería rajarme cuanto antes!”, manifiesta con sinceridad.
Una noche, al volver con Mercedes del casamiento del hijo de un amigo, se encendieron todas las alarmas de incendio. Al abrirse la puerta automática del ascensor en el séptimo Alejandro entró en pánico. En la puerta de madera clara de la entrada de su casa había un corazón pintado de rojo brillante. Era del tamaño de una pelota de fútbol.
El terror le trepó por la nuca y le dio escalofríos. Mercedes montó en cólera, le habían manchado la puerta. Quién habría sido la desatinada, dijo, porque “un corazón es obra de una mujer. ¿Será la despechada novia de Fran?”, le preguntó a Alejandro pasando el dedo por la pintura ya seca. Parecía haber sido hecho con un aerosol.
Mercedes se fue a dormir mascullando y preocupada porque su hijo pudiera estar en problemas por esa joven desquiciada. Por las dudas, a la mañana siguiente, le avisaron al encargado que esa chica que había sido novia de su hijo no podía entrar al edificio sin que les avisaran. Después, Mercedes llamó a su pintor de confianza y le pidió que lijara bien la puerta y volviera a barnizarla. Jamás sospechó que la francotiradora de aerosoles pudiera vivir en su misma exclusiva torre.
Alejandro estaba casi paralizado por el miedo. Pero las cosas estaban fuera de control así que logró vencer el temor y enfrentar a su vecina. Le tocó el timbre y la encaró. Antes había colocado una cámara en su propio palier.
“No sabía cómo desactivar la bomba. No llegué a decir demasiado que ella estalló en insultos y amenazas horribles”, dice el protagonista de nuestro amor o desamor real.
Ella le gritó que iría ya mismo a decirle a Mercedes quién era él: un gran mentiroso que la había engañado durante meses a pocos metros. Un hombre detestable y miserable que les mentía a las dos. Un egoísta que solo se miraba el ombligo. Todo eso dijo. Alejandro dio marcha atrás acobardado. Por supuesto, esta vez ya no hubo sexo. La pasión se había extinguido. La guerra recién comenzaba.
Obsesión fatal
Alejandro se obsesionó con mirar las grabaciones de su palier. “Empecé a revisar, cuando Mercedes no me veía, todas las cintas. Minuto a minuto. No pasó mucho tiempo hasta que una noche pasó lo peor. Estaba desvelado mirando la pantallita en blanco y negro cuando, de golpe, se abrió el ascensor y apareció Fernanda. No podía creer lo que estaba viendo. Estaba con su bata de siempre y en la mano tenía algo pequeño. Sacó el cuerpo del ascensor mientras sostenía con el pie la puerta para que no se le cerrara. Con lo que tenía entre los dedos parecía escribir algo en la pared. En segundos volvió a meterse en el ascensor. Esperé varios minutos hasta que salí al palier sin hacer ruido. Quería ver qué había hecho. En la pared decía en rojo y en imprenta: CERDO. Me temblaban las rodillas. No podía entender qué me había gustado de esa mujer, cómo podía haber sido tan boludo”, rememora con escozor.
Intentó limpiar con distintos productos las letras cremosas. Nada, era un pastiche imposible de disimular.
Esta vez, se dijo, que no podía esperar más. Podía pasar algo grave. Tenían que mudarse cuanto antes de ese edificio. Sin pegar los ojos esperó a que Mercedes se despertara y le contó… casi todo.
O, mejor dicho, casi nada.
Le dijo que la vecina lo perseguía obsesionada desde hacía meses, que no había querido preocuparla. La del corazón, le anunció, también había sido ella. Le aseguró que no sabía cómo sacársela de encima. Obvió hablar del aburrimiento, del pasional romance y del sexo. Mercedes tenía tal susto que no preguntó mucho más, le creyó que la cosa era unilateral. No desconfió de él. Eso fue lo que más conmovió a Alejandro y lo hizo sentirse la peor persona del mundo. Mercedes asustada dijo: “Qué chiflada esta tipa. ¿Y si hacemos la denuncia?”. Alejandro respondió que mejor era no hacerla. Razonaron juntos: “los locos son locos y no hay cómo frenarlos”.
Alejandro sugirió otro plan de acción y convenció a Mercedes de pedirle prestado el departamento vacío a unos amigos que estaban viviendo en Lisboa por trabajo durante un año. Así fue que, con discreción, comenzaron a desmantelar el departamento del séptimo.
Procurando no llamar mucho la atención se mudaron una mañana, unos veinte días después. Todo discurrió sin grandes inconvenientes. Y, unas semanas después, pusieron su casa a la venta.
Los chicos no entendían bien lo qué pasaba, pero creyeron en el cuento repentino de que habían tenido una excelente oferta por su departamento y que sus padres querían mudarse a una casa con jardín.
Antes de dejar el depto, Alejandro le aclaró al encargado, que sabía a dónde se iban: “Por favor, no le pase a nadie nuestra nueva dirección”.
El psiquiatra y el dilema de la verdad
El departamento no se vendió rápido. Así que un día de esos en los que fue a su viejo hogar para ver cómo estaba todo, el encargado le comentó que la mujer del 3, “esa que estaba medio rayada”, había empezado a atenderse con un psiquiatra del edificio. Alejandro, con cola de paja, supuso que el encargado le estaba contando esto porque sabía del romance que habían tenido por las dichosas cámaras. El encargado siguió con el chusmerío y le contó que la mujer había rayado con una llave el auto alemán que el profesional tenía estacionado en el garaje. Había sido un ataque de celos que quedó filmado en la cámara de seguridad, por eso sabía todo. Y siguió: “No sabe usted el lío que se armó en el edificio. ¡Fue un escándalo!”.
Cuando el departamento de Alejandro y Mercedes se vendió, ellos optaron por comprar una casa con jardín en un barrio cerrado a 40 kilómetros de la ciudad.
No supo más de ella por bastante tiempo. Hasta que un día en un supermercado de Escobar, se encontró con un hombre que había vivido en el mismo edificio. “¿Te acordás de aquella mina del tercero que era tan sexy?”, le preguntó. Cómo no acordarse, pensó incómodo Alejandro y asintió con la cabeza. “Bueno, se enredó con el psiquiatra viudo del quinto frente, que tenía el consultorio en su casa. Cuando él quiso dejarla, me contó el encargado, ella lo denunció. Dijo que había sido su paciente, que él se había aprovechado de su vulnerabilidad y que la había seducido y engañado… ¡logró que le quitaran la matrícula profesional!”.
Alejandro salió aliviado por las penurias de otro. Menos mal que estaba tan lejos de aquella historia.
La vida a Alejandro ya no le resultaba aburrida, sino felizmente tranquila: “Aprendí la lección. La saqué baratísima. Es cierto que mentí mucho, pero logré que Mercedes y los chicos no sufrieran. Ella me bancó siempre y, si bien estuve tentado de hablar y confesar, no cometí nunca el sincericidio. Un amigo psicólogo al que terminé contándole todo me aconsejó callarme, bancarme el silencio y dejarme de boludeces. Aliviar mi conciencia sería egoísta, me dijo. ¡Lo cierto es que se me fueron los deseos de andar haciendo locuras y de tirarme en parapente! Quizá fue el susto o quizá solo maduré. Después de que pasó todo, empecé a valorar la vida maravillosa que tenía. Mercedes es una mujer de fierro. No creo que nunca le cuente nada porque le rompería el corazón, destruiría su imagen de nuestro pasado y sería una fuente de conflictos inútiles. Hoy tenemos una vida feliz. Por eso, no sé si siempre decir la verdad sea lo mejor, depende del caso. Yo no quería separarme y a Mercedes nunca dejé de quererla. Me enganché con esa historia por tarado, por el tedio en el que a veces te envuelve la vida cotidiana. El capítulo de Fernanda en mi vida es el más oscuro y, cuando lo pienso, me parece una película de terror. ¿¿Te acordás de la película de Glenn Close y Michael Douglas, Atracción Fatal, en los años 80?? ¡Fue tal cual! ¿Sabés algo? No podría verla de nuevo, me haría mucho mal. Lo que hice no se lo recomendaría a nadie”.
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