Martín dice que es tímido, pero no se le nota. Cuando conoció a Andrea tenía 23 años y ganas de descubrir el mundo. Estaban en un boliche, en la playa; ella lo vio bailar y le pareció que tenía algo distinto. No pudo evitar acercarse, se movía en una coreografía perfecta, pero a destiempo. Le pidió fuego, y por la forma en que él le respondió, pensó que era extranjero.
No estaba equivocada. Martín era diferente. Había crecido como un extranjero en su propia tierra, en su propia casa: es sordo de nacimiento, el primero de su familia; siempre habló otro idioma, que defiende a ultranza, el de las señas. Cuando se dio cuenta, Andrea se sintió tonta. Hacía un año que estudiaba la Lengua de Señas Argentina (LSA) en un instituto porteño. No era sorda, ni había hipoacúsicos en su familia: simplemente era su vocación, quería ser intérprete.
La conexión fue instantánea. Entre todas las chicas del boliche, entre todos esos chicos, ellos se habían visto y ahora estaban charlando animados en la barra. ¿Cuántas eran las posibilidades de que se encontraran? Cuando ella se equivocaba en algo, Martín la corregía con gracia. Se ofreció a enseñarle. Andrea pensó que le venía bien la práctica. La noche fue larga y al día siguiente quedaron en la playa. Lo vio llegar con su tabla: Martín era surfer, tenía tanta onda que otra vez pensó que no podía ser argentino. Parecía australiano, o uno de esos brasileros de ascendencia alemana, con sus rulos rubios y revueltos.
Andrea le encantaba. No sólo era hermosa, lo entendía hasta en silencio. Fue un verano de besos salados y fogones en la arena. Las amigas le preguntaban a Andrea si ese amor tendría futuro en Buenos Aires. Habiendo tantos tipos disponibles, ¿por qué fijarse en alguien que habitaba un mundo por momentos incomprensible para ese grupo de chicas de Barrio Norte tan poco habituadas a lo diverso? A Andrea no le importó: crearon uno para ellos, hecho de gestos y palabras sueltas.
Era febrero del 2000. Cuando volvieron a Buenos Aires, siguieron viéndose. Entre ellos las cosas fluían naturalmente, como si ya se conocieran. Andrea descubrió así a un hombre con el que coincidía en lo más fundamental. Las cosas que pensaba y cómo las expresaba; sentía que había encontrado un par. De alguna manera, ella siempre se había sentido también una extranjera, siempre había tenido otras inquietudes en un entorno cerrado y conservador. Hasta que lo encontró: libre, lindo, auténtico, casi salvaje.
Entonces él le contó sobre el viaje que planeaba. Tampoco en eso estaba tan errada: Martín quería irse a Australia. Se habían abierto visas de trabajo y las políticas laborales allá eran más inclusivas, así que quería probar suerte. La relación crecía, pero él no quería posponer el sueño de aventurarse a otros mares por su cuenta, y así lo hizo. Cuando llegó a Sidney, se dio cuenta de cuánto la extrañaba. Eran otros tiempos, ni el mail ni el chat estaban tan difundidos, así que la comunicación siguió gracias al esfuerzo de los dos y la buena voluntad de las personas que se cruzaron en su camino.
Martín la llamaba por teléfono desde el hostel de Bondi Beach, pero ponía a un intérprete al teléfono: el dueño. Ese señor lo ayudaba cada tarde, cuando llegaba el momento de llamarla, y durante una hora traducía en palabras las señas que Martín hacía para hablar con la chica de sus desvelos. Ahora se ríen, pero fue el primer obstáculo que sortearon con éxito.
Cuando Martín llegó a Buenos Aires, ella le hizo saber que quería verlo urgente. El no la hizo esperar. Se encontraron en un bar de Palermo. Y cuando se vieron ya no hubo palabras: “Empezó a besarme, directo. Empezó todo ella, bah”, cuenta él ahora por zoom, mitad por escrito y mitad por señas.
No tenían dudas de que lo que sentían era amor. Era una relación ideal, en la que compartían todo: los gustos, los deseos y los proyectos. También las ganas de volver a viajar juntos. Pero, sobre todo, los dos se aceptaban tal cual eran. Andrea lo había extrañado más que a nada, pero entendió desde el primer momento su espíritu aventurero. Nunca quiso cortarle las alas. Mientras tanto, avanzaba en su carrera, en parte ayudada por su relación con él. No hay mejor forma de aprender un idioma que enamorándose, dicen.
En noviembre de 2000 se pusieron de novios, pero se sentían, más que nada, compañeros. Entonces fue el tiempo de las presentaciones familiares. En la casa de Martín estaban contentos, Andrea era una chica de buena familia que además hablaba el mismo lenguaje que su hijo y parecía hacer todo para entenderlo y quererlo. La madre de Andrea también lo tomó con alegría, su hija había encontrado a alguien que se parecía a ella y la veía más feliz que nunca, y decidida.
Pero para el padre fue más difícil: ¿por qué su hija, tan linda, tan sana, tan inteligente, quería estar con un hombre que vivía en silencio? El primer impacto fue tremendo. Martín se preparó toda la semana para la comida en lo de Andrea. Se cortó las rastas que se había hecho en Australia y se compró un traje. Quería impresionar al padre de su novia. Pero nada de eso, ni sus chistes, ni su simpatía, ni la sonrisa enorme y franca, convencieron a su futuro suegro de que ese chico era un buen partido. Comieron casi en penumbras, a la luz de las velas. Parecía un detalle agradable, pero para Martín significaba quedarse afuera: no podía leer los labios de nadie. Era una emboscada.
En un momento de la cena, el padre olvidó los eufemismos: “¿Además de ser sordo, es surfer? ¿De qué piensan vivir, del aire? ¡Este hombre no es para vos!”. Fue demasiado. Para los dos. Se levantaron y se fueron. Andrea se mudó al piso de soltero de Martín. En su mundo seguían siendo felices, pero cargaban con esa daga. Andrea adoraba a su padre y le dolía profundamente que no la apoyara en su elección.
Martín estaba más acostumbrado. No era la primera vez que lo rechazaban. En su primera escuela, en el club del barrio, siempre hubo alguien que lo señaló como si fuera un bicho raro. Nunca lo tomó con resentimiento, tampoco con su suegro. Esperaba que, como la mayoría de la gente, lo aceptara con el tiempo. Pero ese tiempo fueron años, y llevó mucho trabajo. “Es que no tenía idea de cómo era el mundo de los sordos”, cuenta a Infobae. En vez de ofenderse, buscó ganárselo con humor y con paciencia. Por una razón muy sencilla: realmente sentía que Andrea era la mujer de su vida. Valía la pena pelear por eso, aunque los obstáculos siguieran.
Contra la voluntad de la familia de ella, decidieron volver juntos a Sidney. Era 2001 cuando, con el país en llamas, Martín y Andrea volaron a esas playas de las que él tanto le había contado. Allá se podía vivir bien, y él consiguió un trabajo como camarero en el bar de un francés que había conocido en su viaje anterior. El francés también era sordo y su bar estaba de moda. Ya lo había hecho antes: se entendía con los clientes por mímica. Para ella también había posibilidades: la contrataron para atender la caja. El plan era perfecto.
Subieron al avión tres días después del estallido: el 23 de diciembre de 2001, y se casaron en Sidney al año siguiente. Una fiesta en la playa con todos sus amigos del bar y del hostel. Les iba bien: las tardes eran entre las olas, y las noches trabajando en el bar. Pero ni siquiera así tenían el visto bueno del padre de Andrea.
En 2005, Andrea quedó embarazada y la felicidad era casi total. Casi, porque Andrea no imaginaba ver crecer a sus hijos lejos de su familia. Necesitaba con el alma que su papá estuviera presente, quería que su bebé tuviera un abuelo. Estaba embarazada de seis meses cuando regresaron a Buenos Aires. Había pasado mucha agua bajo el puente y volvieron a intentar un encuentro familiar.
El padre se emocionó cuando supo que su hija sería mamá, pero todavía no aceptaba a Martín. Hasta que nació Abril. En cuanto la vio se enamoró de esa beba: era redondita, rubia, rosada, más simpática que ninguna, con la mirada alegre y transparente. Y era sorda. El hombre comprendió entonces cuánto necesitaba que su nieta tuviera un destino sin limitaciones, que pudiera ser libre de hacer lo que quisiera, de amar a quien quisiera, sin que nada, ni siquiera un suegro preocupado por lo que creía que era el bienestar de su hija, como él, se interpusiera.
La ternura de Abril lo hizo ver con otros ojos a Martín. Y también lo convenció que ni él ni Andrea hubieran vivido la sordera de su beba como una dificultad. No quería que nadie la tratara como si fuera diferente, porque para él no sólo no lo era: le parecía más despierta y más linda que todas las demás. Tal vez Andrea tenía razón, y Martín también lo fuera.
“Al final se dio cuenta de que soy una persona normal. Lo único diferente es no escuchar”, dice Martín. Pero es cierto que hay muchas maneras de escucharse y que, desde entonces, ellos pusieron todo de su parte para lograrlo. Terminaron queriéndose y divirtiéndose como dos buenos amigos. Tanto, que ahora que ya no está, Martín sólo puede recordarlo con alegría: “Tenía un gran sentido del humor, y lo banco mucho. En su error, pensó que hacía lo mejor para su familia aunque eso nos doliera. Nadie le había enseñado que eso era discriminación o que podía hacernos daño, y le costó entenderlo, pero cuando lo hizo, se entregó por completo”.
El abuelo, finalmente, les pidió que le enseñaran LSA: quería comunicarse con Abril de igual a igual. En la casa de Martín y Andrea, el LSA es la lengua natural, seguida del español, y también la Lengua de Señas Universal. Cuando discuten –porque aunque sean compañeros en todo, no dejan de ser seres humanos– no hay frases soltadas a los gritos, pero sí sonidos guturales y manos que se mueven a toda velocidad. Todo entre ellos es gestual.
Algunos problemas cotidianos: Andrea es la intérprete de Martín para la mayoría de las cosas. Si están en desacuerdo en algo, ella puede traducir lo que dice a su manera. “Todas las relaciones se basan en la confianza, y la nuestra más. No digo que nunca lo haya hecho, porque la tentación existe, pero siempre pienso que es como si él, que entiende el mar mucho mejor que yo, me dejara tirada en medio de las olas enormes y se fuera. Su tabla es mi salvación. También hay un mar ahí afuera y nosotros decidimos nadar juntos. Tiene que ser con la mayor verdad posible”, dice ella.
Martín también tuvo que ceder. Convertirse en padre lo obligó a llevar una vida mucho más formal. Ahora trabaja en un banco que tiene una política de discriminación inversa, y es que es difícil todavía conseguir otro tipo de empleos en la Argentina. La resistencia del padre de Andrea no es una isla, lamentablemente. “Pero es trabajo. Sabemos que nos esforzamos los dos todo el año y después podemos viajar por el mundo y vivir como nos gusta con nuestros hijos”, dice él.
Es que la familia se agrandó bastante. Luna nació en 2009, y Tomás, el benjamín, en 2017. Es el único de los hermanos que no es sordo, pero en el departamento de Belgrano no se hacen diferencias: todos hablan desde chiquitos los dos idiomas. En sus rutinas hay situaciones que parecen extrañas para quien los ve de afuera. Como cuando Martín maneja para llevarlos al colegio. “¿Me ves?”, le pregunta al chiquito que va sentado con su guardapolvo y su mochila en el asiento trasero, y señala el espejo retrovisor. Entonces agrega: “Así podemos charlar”.
Dice Martín que tres hijos dan mucho trabajo, pero se las arreglan. Él tiene las manos y los nombres de todos tatuados en el pecho. Ella da clases de LSA en una escuela para niños. Se reparten las tareas. Y es que aquello de ser compañeros en todo –”los mejores compañeros”, dicen– sigue intacto después de más de veinte años: “Resolvemos todo rápido, porque pensamos igual y queremos lo mismo”.
Al verlos o hablar con ellos parece que todo fuera muy fácil: todo fluye con la misma naturalidad del verano en que se conocieron. Pero la verdad es que lo lograron con esfuerzo: siempre les importó más quererse que pensar en las dificultades. En su mundo de silencios y de gestos, todavía coinciden totalmente en el amor que se tienen. “Y eso es muchísimo”, dice Martín, mientras se lleva la mano al corazón.
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