El día que Valeria M. aceptó acompañar a una amiga en una salida con unos empresarios italianos no podía saber que esa comida, en un restaurante carísimo de Buenos Aires, sería clave en los próximos años de su vida.
“Feli, una amiga del trabajo me llamó y me rogó que le hiciera la gamba para ir a comer con dos italianos que en un par de días se volvían a su país. A ella le encantaba uno de ellos y necesitaba a alguien para salir con el otro amigo. Era lo que se llamaba, antes de las aplicaciones que existen hoy, una literal cita a ciegas. Me daba fiaca pero, como mi amiga insistía, pensé que ellos ya estaban con un pie en el avión y comer en un lugar lindo con extranjeros no era un mal programa. Le terminé diciendo que sí. Nos pasaron a buscar tipo 21.30 de la noche y fuimos a un restó canchero, dónde habían hecho una reserva. El tipo que salía con mi amiga me pareció un baboso desde el primer momento. Desagradable. Eran bastante más grandes que nosotras. Hablamos de viajes y de nuestros trabajos, de la vida en Italia y de la influencia cultural italiana en Argentina. De hecho, las dos tenemos apellidos italianos. Después del café ya estaba un poco aburrida y me sentía molesta con lo pesado que era el que le gustaba a mi amiga. Así que les dije que tenía que levantarme muy temprano al día siguiente, lo cual era cierto. Terminó la salida, me llevaron hasta la puerta de mi edificio y me fui a dormir lo más tranquila”, recuerda.
Valeria tenía entonces 28 años y trabajaba desde hacía dos en una importante agencia de publicidad. A la mañana siguiente iban a filmar un corto en zona norte. Volvió a la tarde a su oficina y estaba respondiendo mails cuando le entró una llamada. Era Paolo, el empresario italiano de la noche anterior. El amigo del denso. Dudo si atender o no. Al final, respondió con voz de “estoy ocupada”. Él, de lo más amable, le contó que acababa de cerrar un negocio exitoso y le dijo que quería festejar con alguien y no tenía con quién, que quería invitarla a comer esa noche al Danzón.
Pobre tipo, pensó Valeria, soy su mejor opción para festejar. Aceptó pensando que no tenía nada mejor que hacer.
Paolo paraba siempre en el Hotel Sheraton, en el barrio de Retiro. La pasó a buscar y como Valeria vivía a diez cuadras del restó, en un coqueto departamento que le habían prestado sus padres cuando decidió irse a vivir sola, lo convenció de dejar su auto con chofer. No tenía sentido usar ese auto que le ponía la empresa, ir caminando era la mejor opción.
Después de comer fueron a un bar para tomar algo cerca del cementerio de la Recoleta. Él se mostró muy caballero. Como hacía un poco de frío le prestó su saco. Se lo puso sobre los hombros y la abrazó. Valeria descubrió al instante, que ese hombre de 41 años, le gustaba mucho. Había química. Hacía tiempo que no se sentía tan bien con alguien.
Cuando Paolo la acompañó hasta su casa, Valeria se dio cuenta de que ya estaba muerta con él.
“Me encantó mal esa misma primera noche solos”, reconoce.
Al día siguiente Paolo volvió a llamarla después del mediodía. Tenía algo que decirle: había cambiado su vuelo para dos días después. No quería irse tan rápido. Volvieron a salir y Valeria, como no podía ser de otra manera, terminó quedándose en el hotel con él las dos noches siguientes.
“Estaba en una nube, nadie en mi vida me había tratado así. Nos reíamos y hacíamos programas increíbles”, relata.
Paolo le contó que se había casado y separado muy joven, que trabajaba en una multinacional de insumos energéticos y que venía a Buenos Aires todos los meses.
“Me llevaba 13 años, lo mismo que le llevaba mi papá a mí mamá. Quizá por eso no me pareció mucha la diferencia. Paolo me dijo que hacía años que no se sentía así con alguien. Me aseguró que antes de conocerme tenía una vida gris”, rememora Valeria. Le confirmó, además, que venía una vez al mes a Buenos Aires, que paraba siempre en el mismo hotel, donde tenía el famoso auto a su disposición, y el resto del tiempo giraba por el mundo. Cada tanto, se instalaba por un tiempo en su departamento en Milán, Italia, donde tenía su residencia.
La vida de los unos y los otros
El trabajo de él parecía un opio, pero a Valeria su vida divertida de publicista le alcanzaba y le sobraba. A los 28 años, era una mujer independiente y soltera que venía saltando de noviazgo en noviazgo. Creía en el amor, pero no entendía qué era lo que llevaba sus relaciones al fracaso. Mientras, sus amigas empezaban a criar hijos ruidosos y hablaban de temas que le parecían escatológicos, ella seguía a la búsqueda de su Príncipe Azul.
Valeria hacía y deshacía viajes, soñaba con proyectos laborales, pero también con formar una familia como la suya propia llena de hermanos, primos y tíos. Su último novio, Franco, un aspirante a político, había resultado fóbico y Valeria había comenzado terapia para superar la angustia. Paolo llegaba en el momento justo.
Después de tres salidas y concretados unos fogosos encuentros, Paolo retornó a Italia con la promesa de volver al mes siguiente. Valeria lo despidió con el corazón encogido, pero esperanzado.
Él no le dejó espacio para extrañarlo. Empezó a llamarla todos los días dos veces. Hablaban durante el día y a la noche antes de irse a dormir. Eran horas de charla. A veces, llamaba desde Nigeria; otras, desde China y, muchas, desde Nueva York.
La etapa rosada
En abril volvió. Valeria quería sorprenderlo y lo esperó con una comida especial: “Jamás había cocinado en mi vida, pero en ese mes tomé un curso intensivo y aprendí un montón. Lo esperé con una buena lasagna. Él me había contado de la que hacía su abuela en Italia cuando era chico… Así que quería impactarlo”.
Todo fue maravilloso. A Paolo le gustó la lasagna, pero Valeria no volvió nunca a cocinar porque él se dedicó a malcriarla. La llevó a los restaurantes más caros de Buenos Aires. Se llevaron divinamente. Esta vez él casi no estuvo en su hotel. Se quedó siempre con Valeria en el departamento de Valeria.
Nuevamente se fue, pero siguió volviendo con regularidad.
Había comenzado un romance idílico que duraba once días, más o menos, cada mes.
Valeria dice rotunda: “Yo me enamoré de verdad. Profundamente. Paolo tenía un carácter fantástico, siempre estaba de buen humor y me trataba como a una reina. Yo lo veía muy enamorado también. Jamás una discusión”.
Valeria le dijo un día a Sofía, una de sus íntimas amigas de la infancia, mientras le mostraba la cartera Gucci que le acaba de traer Paolo de Europa: “Llegó el hombre de mi vida. Ahora sí. No me importaría nada largar todo e irme con él a vivir a Milán. Le digo siempre que no me traiga nada y… ¡¡menos cosas de marca porque no tengo dónde usarlas!! Mi mundo es mucho más hippie y sencillo. Pero él viene igual cargado de regalos. Ya tengo una colección de perfumes y pañuelos franceses… ¿¿Qué voy a hacer con tanta cartera Gucci y Ferragamo en este tres ambientes??”. Se rieron bromeando que, además, debía tener ropa que hiciera juego con semejantes accesorios.
Las amigas de Valeria que lo fueron conociendo quedaron encantadas. Paolo era magnético y ultra simpático, las invitaba a sitios increíbles y las divertía intentando hablar español con su acento atravesado. Sabía escuchar y era culto. Era amable con los maridos y muy educado. ¿De dónde había sacado Valeria a este candidato perfecto?, se preguntaban todas, sobre todo las pocas que todavía seguían solteras.
La presentación a sus hermanos y a sus padres se demoró un poco. Valeria quería estar más segura en qué andaban las cosas antes de hacerlo y Paolo no parecía apurado por conocerlos.
Hacia fin de ese año Valeria empezó a tentarlo para viajar. Un fin de semana largo fueron a la casona de la familia de Valeria en Mar del Plata. Cinco días románticos de salidas a comer y playa con viento envueltos en una manta. Dos meses después, viajaron a Calafate solos. Pararon en un hotel soñado desde el que se veía el glaciar e hicieron trekking sobre el hielo. El tercero fue a Punta del Este fuera de temporada.
Paolo cumplía con los días que decía que llegaría a la Argentina, llegaba con la valija repleta de regalos que Valeria no necesitaba, pero recibía feliz. Todo lo hacían juntos, era un excelente compañero. Tenían un sexo maravilloso, iban al cine, a museos y paseaban los fines de semana de la mano. Eran una pareja bien avenida, como tantas. Un italiano y una argentina.
Ya estaba lista para presentarlo en su casa. Todos morían por conocerlo. La presentación discurrió placenteramente en el departamento de la familia. Fue aprobado por el clan, le dijo a Sofía esa misma noche.
Se rompe el hechizo
Todo fue perfecto hasta que Valeria, ya pasado el primer año de relación, decidió que quería que fueran juntos a Italia. Quería conocer dónde vivía y que le presentara su madre viuda. Paolo era hijo único. Además, podrían aprovechar para viajar un poco por Europa. Acordaron fechas y se pidió vacaciones en el trabajo.
“Yo trabajaba en relación de dependencia y tenía que planificar las vacaciones. Pero ahí empezaron los problemas. Él empezó a retrasar las fechas. Las cambiaba todo el tiempo y no me dejaba emitir el pasaje. Una vez, dos veces, tres veces. Cada vez que poníamos un día, resulta que salía un contrato impostergable en Hong Kong o un viaje relámpago a Nueva York o reuniones imposibles de evitar… Empecé a estresarme con los cambios porque pedía los días y tenía que volver a negociar con los demás para cambiarlos. Lo curioso es que una vez me dijo que por qué no íbamos al Caribe, era más divertido ir a la playa… A mí no me divertía nada lo que estaba pasando”.
Una mosca comenzó a sobrevolar su cabeza y a molestar su previa tranquilidad: “Me preguntaba ¿por qué tanta vuelta para un simple viaje a Europa que los dos podemos pagar y encima hasta tenemos donde parar? Sentía que él se hacía el boludo y cambiaba de tema cuando yo quería cerrar las fechas. Me obsesioné con el viaje a Europa”.
La mosca zumbaba cada vez más fuerte. Es bien sabido que la desconfianza es pésima compañera.
Un día Valeria, mientras conversaba con él que estaba llenando unos papeles sobre la mesa envuelto en su bata de toalla blanca, le manoteó el pasaporte y le dijo que quería ver la foto. Paolo se resistió demasiado. Peor. El gesto aumentó la desconfianza de Valeria. Se puso pesada como nunca y lo amenazó con quitárselo por la fuerza. A esta altura, ella ya sospechaba si Paolo no estaría casado.
Finalmente logró agarrar el documento, a pesar de la mala cara de Paolo, y abrió el pasaporte. Vio claramente que decía SOLTERO. Respiró aliviada y miró la foto, se lo veía mucho más joven. Antes de devolvérselo le llamó la atención algo: observó que el año de su nacimiento no coincidía con su edad. El alivio se esfumó como por arte de magia. El año en que había nacido era diez años antes de lo que creía. ¡Paolo tenía 52 años! Valeria ya había cumplido los 29. Hizo la cuenta rápido mentalmente: ¡le llevaba 23!
Había estallado la primera bomba en la pareja feliz. Una bomba rellena de mentiras.
Valeria sintió un vacío indescriptible en la boca de su estómago. Estaba frente a un precipicio inesperado.
“Cómo es que tenés veintitrés años más ¿cómo me mentís así? Yo creía que eras una persona y resulta que sos otra…”. La voz casi no le salía, hablaba como para sus adentros. Él envuelto en su bata blanca, tan blanca como se había puesto ella, sacudía el pasaporte en la mano. Rápido dio vuelta las cosas: “Si yo te hubiera dicho que tenía más de veinte años más que vos… ¿hubieras salido conmigo? ¡Es una verdadera pavada! Te mentí el primer día porque tenía miedo de que no quisieras salir con un señor anciano como yo… Después nunca más hablamos del tema. Siempre pago y ves cuando me piden y doy mi documento… ¡jamás te escondí nada!”.
Ante la clara indignación de Paolo, su adorado Paolo, Valeria se sintió una estúpida. ¿Cómo podía desconfiar así de él? Qué estupidez. Había quedado en evidencia su inseguridad. Era una tontería que había sido provocada por el temor de él durante la primera salida. Iba a tener que digerir la diferencia de edad, no era importante después de todo. La edad poco tiene que ver con el amor.
Las cosas siguieron adelante con el “anciano” de ahora 52.
Mentiras de patas más largas
Pero la mosca detrás de la oreja de Valeria seguía zumbando aunque ella no quisiera escucharla. Había empezado a carcomerla la desconfianza. Roía sin tregua lo que ella creía habían sido unos sólidos cimientos. Ahora sentía que quería pruebas de lo que Paolo contaba. Pasadas unas semanas, arremetió de nuevo con el tema del viaje a Europa.
“Tenía una sensación amarga, horrible. No pude volver a la sensación de absoluta felicidad de antes”, reconoce cuando recuerda esa época de incertidumbre.
“Hoy te puedo decir que creo que él intentaba comprarme con cosas para tenerme dominada y distraída. Después de que descubrí la mentira de la edad empezó a decir que nos teníamos que mudar a vivir juntos porque la empresa lo iba a destinar a Argentina. Me puso a buscar departamentos para comprar y remodelar. Me pasé meses mirando y molestando a miles de inmobiliarias. Cada vez que algo parecía perfecto para nosotros y se ajustaba al presupuesto, pasaba algo y se echaba atrás. Empecé a enojarme con sus idas y vueltas, pero Paolo sabía enredarme y calmarme. Yo estaba super enamorada. Él también parecía estarlo, pero necesitaba manipularme, para que yo creyera en todo lo que decía. Le costaba darse cuenta de que a mí la plata no me impresionaba, nunca me interesó. Yo quería que él estuviera conmigo y concretar una familia. Sentía que me ocultaba algo, pero no podía entender qué era. Hablar con él resultaba tarea imposible, siempre terminaba sintiéndome yo una idiota, una mina complicada”.
La gran prueba iba a ser el viaje a Italia. Pusieron una fecha para el mes de marzo, pero como había pasado invariablemente, veinte días antes surgió un nuevo imprevisto.
“Simplemente esta vez me harté. Reventé de furia. Hablé con mis íntimas amigas y empecé a pergeñar un viaje sola. Le caería de sorpresa. Yo estaba llena de sospechas… ¿por qué tanta negativa? No podía seguir perdiendo el tiempo, hacía dos años y medio que estábamos saliendo. Saqué el pasaje y me fui sin avisarle”, relata.
Un viaje con sorpresa
Valeria sacó el pasaje para el mes de mayo.
“Me mordí los labios durante diez días para que no se me escapara con él. Tenía que ser una sorpresa total. Me daba miedo de que se enterara y terminara boicoteando mi viaje como siempre lograba hacer”, relata.
El volvió a Italia un miércoles y ella salió una semana después en el mismo vuelo de Alitalia hacia Roma con destino final Milán: “Me dolió la panza durante todo el vuelo. Sabía que él no iba a estar de acuerdo con lo que estaba haciendo. Pero yo estaba tan enamorada que necesitaba certezas. No aguantaba más mis dudas. ¿Qué tenía que esconder Paolo? ¿Por qué era tan fácil pasear por el mundo lejano a Europa y no cerca de donde él vivía? Imaginé que a lo mejor tenía una novia, dos novias, tres novias… no podía entender qué era lo que pasaba. Era un misterio. En el pasaporte había leído claramente la palabra soltero… Ya hasta desconfiaba de lo que había leído. Estaba loca de ansiedad. En el aire, a diez mil metros de altura, la cabeza me estallaba”.
Hacer pie en territorio ajeno
“Llegué a Milán organizada. Luiggi, el amigo de una íntima amiga argentina mía, me fue a buscar al aeropuerto. Mi amiga le había contado mi historia y el por qué de mi viaje. Igual se lo volví a contar en detalle y Luiggi fue super macanudo. Se comprometió con mi problema y se ofreció a llevarme hasta el barrio donde vivía Paolo. Era bastante cerca del aeropuerto de Linate. Fuimos directo, con mi valija en el baúl. A todo esto, Paolo me llamaba todos los días y yo le mentía sobre dónde estaba y qué estaba haciendo. Luiggi me dijo que mejor ir acompañada a algo así, por cualquier cosa. Llegamos a las 16.52 de un día de semana, no me olvido más la hora, a un grupo de edificios claros rodeados por un jardín y una reja gris”.
Valeria buscó el portero eléctrico y tocó el departamento de Paolo ubicado en el segundo piso.
Nada. Nadie respondió.
Paolo debería estar al volver del trabajo… Y, ahora, ¿qué hacía?
Justo vio que un vecino joven abría la reja y salía con su bicicleta.
-¿A qué piso vas?, le dijo él en italiano.
-Voy al segundo…., respondió Valeria que también hablaba italiano.
-Vas a lo de Giovanni… Acaba de salir con su moto.
-¿¿Giovanni?? No, no, no. Voy a lo de Paolo.
-¡¡Ah!! El padre. No sé si estará viajando. El otro hijo está en el colegio. Soy amigo de los chicos. Esperá a Giovanni que seguro vuelve enseguida y le preguntás.
Con la voz temblequeando Valeria se animó a hacer una pregunta clave más.
-Y…¿la madre no está?
-¿La madre? No, no vive acá. ¿Querés esperarlo acá adentro en el jardín?
-Sí, muchas gracias.
Con las piernas flojas, como si no estuviesen apoyadas en su pies y sobre el suelo, Valeria se quedó parada. Era una estatua en el medio del jardín del edificio de Paolo. Luiggi la esperaba en el auto.
Valeria intentaba pensar, desenmarañar en su cabeza lo que acababa de escuchar… casi no respiraba. ¿Hijos? ¿Dos? ¿Adolescentes? ¿Era a ellos a quiénes él le compraba zapatos en Buenos Aires diciendo que eran para su primo? No podía hilar los pensamientos ni ponerlos en orden.
Levantó la vista y a través de la reja vió llegar a Paolo. Su Paolo. Ella seguía freezada. Paolo tenía un portafolio oscuro en una mano y, en la otra mano, un puñado de llaves. Estaba distraído. Embocó no sin dificultad la llave correcta en la reja, medio agachado. Sostuvo el portafolio con las piernas y logró entrar. Valeria lo miraba sin emitir sonido. No quería hablar, pero tampoco se le ocurría qué podía decir. Paolo cerró la reja con el pie y avanzó hacia la segunda puerta. Levantó la vista y ahí… la vio.
Su mirada pétrea congeló a Valeria más de lo que ya estaba. Ese hombre era de amianto.
“Así que has venido…”, le dijo guardando su sorpresa y sin sonrisa. Y, en el segundo siguiente, ensayó una mueca que imitaba un gesto de complacencia.
Asustada con la reacción helada de Paolo, Valeria graznó un “sí”. Parecía una película de terror.
En ese preciso momento Valeria se dio cuenta de que el hechizo de amor se había roto. Él ya no era él. El Príncipe Azul de las carteras Gucci se había evaporado. Ni ella era una novia enamorada cayendo en los brazos de su amado. La novela rosa de diez días atrás había terminado.
“Su cara fue el peor balde de agua fría. Hubiese sido mejor una puteada, un grito, algo. Sentía que las piernas no me sostenían. Fue tan fuerte la emoción que hasta él se dio cuenta de que podía desmayarme y me ofreció un vaso de agua”, rememora.
“Subamos a casa. Te doy un vaso de agua”, dijo el inmutable Paolo.
Valeria le hizo una seña a Luiggi desde el lobby para que esperara en el auto.
Los novios subieron al ascensor. Dos pisos en silencio total. Solo el sonido de la máquina elevándose. Los novios no se habían dado ni un beso en la mejilla como saludo. Valeria, inconscientemente, se sacó el anillo que él le había regalado. Al bajar, pensó en dejarlo caer por el hueco del ascensor. En cambio, se lo metió en el bolsillo de su jean. Fue como un acto de rebeldía. ¿Por qué se iba a desprender de ese anillo que le encantaba? Salieron a un palier vacío. Tan vacío como sentía su palpitar su corazón dentro de su pecho hueco. Le parecía que Paolo podría escuchar el redoble de sus latidos.
Él abrió la puerta del departamento. Era un hogar desangelado y oscuro. Mientras él fue directo a la cocina a buscar el vaso de agua, sus pasos le retumbaban en el cerebro. Le dolían. ¿Me estará por dar un infarto cerebral?, se encontró pensando Valeria. Como una autómata metió la mano en una gran tinaja azul de la entrada y tuvo la violenta tentación de tirarla al suelo para hacerla trizas. Sacó de adentro con su mano varias cajas de fósforos, de esas que se suelen guardar como souvenirs en los viajes. Las dejó caer al suelo. Siguió caminando, sin esperar a que Paolo volviera con el vaso, y se metió sin pedir permiso en los cuartos. Los dos primeros eran de adolescentes. Qué mal gusto todo, pensó. El último era claramente el dormitorio principal. Miró la cama con mueca de asco.
“Me hizo acordar a la habitación de mi abuela. Muebles antiguos y olor a viejo, como a naftalina… Abrí el ropero. Si había una mujer viviendo allí, tenía que haber ropa de ella. Nada. Solo estaba lleno por la mitad, con trajes de hombre impecables, de tintorería. La otra mitad estaba vacía y parecía polvorienta. Rarísimo”.
Paolo hablaba y hablaba. Decía cosas que ella no pensaba escuchar. Solo quería oírse a sí misma. El repetía una letanía que era algo así como “quiero explicarte bien, no es lo que vos pensás…”.
Bla bla bla bla bla bla bla bla bla bla...
Al final del recorrido Valeria pudo articular una frase: “Nada de lo que digas va a cambiar lo que yo pienso. Nada me va a alcanzar. Tenés dos hijos grandes, con los que convivís, y jamás me hablaste de ellos, como si no existieran… La vida que me contaste no es la que tenés. ¿¿¿Y vos decías que te querías casar conmigo??? Qué disparate”.
Valeria cerró su boca y se acordó de Luiggi, que estaba abajo preocupado al volante del auto. No tenía nada más que decir. Su vida había explotado por los aires. Todo era una gran mentira. Una increíble e inmensa mentira. Se dio cuenta de que había estado excluida desde siempre de la vida de Paolo. Tomó el vaso que le había alcanzado, bebió un sorbo con la mente en blanco y lo apoyó sobre una mesa. No volvió a mirarlo. Se dirigió hacia la puerta de entrada y se subió al ascensor que seguía ahí como esperándola.
Empezó a llorar una vez que atravesó las rejas grises de la casa de Paolo y se subió al auto.
Valeria sentía que se había descongelado, por los ojos solo le brotaba agua a raudales. Casi tragicómica le dijo a Luiggi: “Bancame por favor, ahora soy la Fontana di Trevi”.
“Ya no tenía dudas de que era el fin de nuestro amor idílico. Esto no tenía solución. En mi vida nunca hubo lugar para la mentira. Yo soy transparente. Empecé a llorar cuando atravesé la reja y seguí llorando hasta que llegué a Buenos Aires. Tenía una mezcla de desilusión, angustia, rabia, vergüenza… era algo indescriptible”.
Y reconoce que “lo que más me shockeó no fue que hubiera estado casado, sino que tenía dos hijos que vivían con él y los había negado. Se había inventado una historia de mentiras que yo me había creído de cabo a rabo durante años. Con lo cual al dolor que tenía se le sumaba la humillación. Iba a tener que enfrentar a todo mi círculo de amigos, de compañeros de trabajo y a mi familia para contarles la verdad”.
Volver a creer
Los primeros meses que siguieron al viaje a Europa fueron los peores de su vida. Paolo, muy caradura, seguía insistiendo, llamando todos los días y buscando el perdón. Valeria firme, mantuvo la promesa que se había hecho a sí misma de no aflojar. Sus amigas fueron, en esta etapa, vitales. La sostuvieron cada noche en las que estuvo a punto de caer, otra vez, en la peligrosa red del tano.
Valeria tenía una pregunta que no podía responder ella: “¿Por qué? ¿Por qué la mentira?”.
Un día, se dijo, lo voy a atender y se lo voy a preguntar.
Pasados seis meses, una noche sonó el teléfono fijo de su casa. Era él. Decidió que estaba lo suficientemente fuerte como para hacerle la pregunta de su vida:
“No quiero hablar con vos. Solo tengo una pregunta para hacerte y quiero que respondas. ¿Por qué? ¿Por qué me mentiste?”. Y se dispuso a escuchar alguna razón valedera.
Lamentablemente, Paolo era un mentiroso compulsivo. No le dio una respuesta sino que volvió a intentar manipularla con más y más mentiras. Casi, casi, cae. Él había empezado a tejer su tela de araña fatal, con la que sabiamente la envolvía siempre.
Valeria le ocultó a sus amigas que había vuelto a hablar con él. Le daba mucha vergüenza admitir, después de todo lo que había pasado, que volvería a verlo.
Pero la terapia que había comenzado fue clave. El terapeuta no le soltó la mano y la ayudó a despegarse de esa tela de araña que se le adhería cada vez que Paolo aparecía por su vida. El especialista la ayudó a rescatar su costado realista y, por fin, pudo cortar de raíz la historia con Paolo. Pero no fue solo el psicólogo, también contó con una ayuda inesperada.
En el casamiento de una amiga había conocido a otro hombre que era diametralmente opuesto a Paolo. No era tan atento, ni tan regalero, ni tan principesco, pero era tangible y estaba ahí con una lealtad que la aflojó. Se volvió a enamorar, de una manera mucho más real. No vivía en un cuento de hadas, en una ficción mágica, era una relación normal.
Eso ocurrió justo cuando se cumplía casi un año de aquel horroroso viaje al estómago de la verdad.
Fue su cable a tierra. Era un empresario joven, chileno, con quien un tiempo después se casó y se la llevó a vivir a México donde tuvo a sus tres hijos: Alicia, Valentina y Miguel.
Valeria había logrado lo que quería para su vida: una familia estable y un hombre confiable.
Ella siguió como lo que era, una mujer independiente, trabajando en el mundo de la publicidad, y está felizmente casada hasta hoy. Cuando mira hacia atrás se da cuenta del coraje que tuvo para no haberse quedado esperando las absurdas visitas de su “Príncipe Azul italiano”.
Si lo hubiera hecho no tendría hoy la vida que se construyó: “No entiendo como me animé a mandarme ese viaje a Italia, a dar ese salto al vacío. Pero estoy segura de que lo que hice cambió el rumbo de mi vida. Tuve carácter y no dejé que un manipulador me siguiera sometiendo a su voluntad, intentando comprarme con regalos o manejarme con dinero. Ver en vivo y en directo la mentira fue un cachetazo suficientemente fuerte para que yo reprogramara mi vida. El gran amor había sido un gran cuento, una fábula. Desarmar esas ilusiones fue durísimo. Fue necesario pasar esos momentos feos para perder la ingenuidad. Fui valiente y eso me salvó de una vida que no era la que jamás hubiese querido.”
El desamor muchas veces pone cara de amor, pero está muy lejos de serlo.
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