El primer beso llegó cuando ella se iba del país, se reencontraron después de meses y siguen enamorados

Laura conoció a Francisco a días de viajar a Los Ángeles por un posgrado. El día anterior a tomar el avión se dieron cuenta que estaban enamorados. Los nueve meses de separación obligada no lograron calmar lo que había nacido entre ellos. Se casaron en 2014 y tienen dos hijos. ¿Coincidencia o destino?

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Las despedidas suelen ser muy duras, pero para Francisco y Laura significó tan solo un impasse.
Las despedidas suelen ser muy duras, pero para Francisco y Laura significó tan solo un impasse.

Bastó con verlo dos veces para enamorarse. No importaba el tiempo que iban a estar separados. Un solo beso selló el romance y una espera de más de nueve meses hasta el siguiente encuentro entre Fran y Laura. Parecía difícil, pero no para ella; Laura nació nómade. Hija y nieta de diplomáticos, se define a sí misma como “un producto de vivir por el mundo”. De un destino a otro, ella eligió creer en el propio. Tiene razones: su padre había ido a visitar a su abuelo a Puerto Montt, en Chile, cuando conoció a su madre y los dos formaron una familia itinerante; de Praga a Trípoli, y de ahí a Los Ángeles. Se instalaron por primera vez en la Argentina cuando ella tenía 17, y acá hizo el último año de la secundaria y su carrera de grado. Sabe, como politóloga, que la historia se repite: para ella también había marcado un gran amor a la distancia.

Recién recibida y criada en esa vida errante, Laura partió de regreso a Los Ángeles a estudiar un posgrado y a reencontrarse con su novio de la secundaria, el primero a distancia: cinco años. Pero, a la semana de llegar, se enteró “de que era la persona más cornuda del planeta”. Dice que entonces “se fue todo al demonio”, y que le llevó todo ese año sentir que se había recuperado. “Igual la pasé bomba por primera vez en mi vida –aclara–. Pero lo último que quería era tener otro novio”. Así de desconfiada del amor, “re desconfiada”, volvió de vacaciones a Buenos Aires. Era 2008, y, a días de irse, una amiga del colegio la invitó a un asado para despedirla. Iban a ir a una quinta en Bella Vista.

La amiga de Laura estaba de novia con un chico que había conocido en el jardín de infantes. No habían vuelto a verse, pero él nunca había olvidado sus rulitos, y cuando se reconocieron, veinte años más tarde, se pusieron de novios inmediatamente. Ese chico era el mejor amigo de Francisco, un periodista de su edad, altísimo, y más a los ojos de Laura: ella mide 1.50, él 1.85. La rueda del destino empezaba a girar: ¿Qué posibilidades había de que en un solo año de secundaria se hubiera cruzado con su celestina? ¿Cuántas de que la historia de amor de sus amigos terminara por unirlos a ellos?

Francisco vivía en Belgrano, a tres cuadras de la casa de los padres de Laura, y sobre la misma calle –Lacroze–, pero ninguno de los dos lo sabía. Su amigo le dijo que fuera a su casa, en la Recoleta, y que de ahí pasaban a buscar a las chicas. “Hasta hoy sigue contando que todo empezó con él yendo un sábado a la mañana hasta la Recoleta para volver a buscarme a tres cuadras de su casa, en Belgrano”, dice ella, y no duda: es otra prueba de que su amor ya estaba escrito.

Francisco recibió un mail de Laura con la excusa de mandarle unas fotos de la noche en que se conocieron.
Francisco recibió un mail de Laura con la excusa de mandarle unas fotos de la noche en que se conocieron.

De ahí se fueron los cuatro en un auto hasta la quinta. “Ni me miró y dije: ‘Chau, me encanta’’', recuerda Laura, y también que se decidió a avanzar ella, quizá justo porque no buscaba nada. Si quería volver a verlo, tenía que actuar rápido, porque se iba en cuatro días. Esa tarde sacó fotos y le pidió a su amiga los mails de todos para compartirlas: los recursos de una generación educada sentimentalmente antes de Instagram. Redactó el mail, subió las fotos, y dudó un rato antes de apretar send, hasta que dijo: “Ya fue, se lo mando”.

Francisco recibió un mail que decía: “Acá van las fotos del sábado”. Pensó, pero no le dijo: “Yo nunca te pedí nada”. Aunque, también en un impulso, le respondió. Apenas un “gracias por la foto”. A Laura le alcanzó con eso para jugarse la última carta: “Esta noche vamos a bailar, si querés venite”. Las horas de romance estaban contadas: se volvía a Los Ángeles a la mañana siguiente. Él le anticipó que salía tarde del trabajo y seguro muy cansado, y, por las dudas, le deseó buen viaje. Ella le dijo: “Bueno, fijate”, y trató de olvidarse del tema. Ya estaba, no iba a aparecer. Francisco fue igual, aunque, como en la quinta, casi no le dirigió la palabra.

“Lo encaré yo, porque sino no me hablaba –cuenta Laura a Infobae–. Le pregunté: ‘¿Qué te pasa? ¿Todo bien? ¿Querés algo para tomar?’, y fui y le compré un trago. Medio que hice todo al revés”, dice. Pero funcionó: “Bailamos, bailamos, bailamos… y nada, me dió un beso. Y yo al otro día me fui; a las 4.30 me dejó con su auto en mi casa, y yo a las 7 tenía que salir para Ezeiza”.

Los nueve meses que siguieron hablaron todos los días por Messenger y por teléfono, porque Laura tenía un abono fijo por el que podía recibir llamadas del exterior que no se cargaban como internacionales. Lo que Francisco nunca supo –hasta ahora– es que la conexión era tan mala, que ella escuchaba sólo la mitad de lo que le decía. Sobre todo porque, con las cinco horas de diferencia, el momento en el que coincidían despiertos era cuando Laura salía de la facultad; y la llamada diaria transcurría en el trayecto en el que Laura volvía a su casa manejando por zonas donde la conversación se perdía por completo. “Me gustaba tanto que ni se lo decía”, se ríe.

¿Qué la enamoraba tanto de un chico al que había visto dos veces en su vida y con el que apenas había bailado? Laura tiene una explicación lógica: “Francisco es muy inteligente, me desafiaba intelectualmente. Los yankees de Los Ángeles, sin generalizar, son bastante básicos, y él encima se dedicaba a escribir: todo el chamuyo me lo hizo pensando. Y además me pasaba que la mayoría de las personas con las que estaba en contacto, me hablaban mal del país, y yo soy una expatriada que siempre vivió afuera idealizando a la Argentina. El me decía: ‘Buenos Aires es hermosa, Argentina es lo mejor. Me tiraba para arriba, me decía que iba a estar todo bien”. La otra explicación es más mística: “Nuestras vidas se habían ido rozando desde siempre. Con el tiempo nos dimos cuenta que hasta jugábamos en la misma plaza cuando éramos chiquitos”.

Cuando Laura volvió a la Argentina, Francisco le propuso ponerse de novios. Ella aceptó de inmediato.
Cuando Laura volvió a la Argentina, Francisco le propuso ponerse de novios. Ella aceptó de inmediato.

La relación por escrito era todo un reto. “Yo estuve tanto tiempo en países en donde no se hablaba español, que mi gramática y mi ortografía no eran perfectas, así que sufría y googleaba cada cosa que le decía. Igual él no tenía problema en corregirme, era el único tema por el que peleábamos. Le decía ‘¡Sos un maleducado! ¿Cómo me vas a corregir?’, y él ningún drama: ‘Y sí, sino te vas a vivir equivocando’”, cuenta entre risas.

Ninguno quiso ponerle nombre a lo que les pasaba, pero eso que tenía con Fran fue una de las cosas que Laura puso en la balanza cuando decidió volver al país, empujada por la crisis financiera de 2008, que le cerraba puertas en los Estados Unidos. Le escaparon a la presión de un reencuentro de película en Ezeiza: la recibieron su hermana y sus amigas; la cita entre ellos sería por la tarde, en su casa. Entonces, Laura le pidió a las amigas que se fueran para ponerse linda y recibirlo. “Me moría de nervios –recuerda–. Me moría. Había pasado un montón de tiempo y ya no me acordaba ni de cómo era. No sabía si saludarlo con un beso, ¡era todo rarísimo!”. Pero se animó: el segundo beso que se dieron fue esa tarde de agosto, nueve meses después de la madrugada en que se despidieron. Se pusieron de novios ese mismo día.

Aunque el verdadero desafío para la relación que habían construido en ese tiempo, recién estaba por comenzar. ¿Cómo sostener el enamoramiento con alguien que habían idealizado durante meses y ahora iba a volverse real, de carne y hueso? Laura dice que le dijo que sí porque ya estaba jugada, pero las dudas eran muchas, ¿de verdad le gustaba tanto como pensaba? Fran cumplía años al día siguiente, y ese día lo formalizaron: “No podía decirle que no el día de su cumpleaños”, se ríe ella, y dice que se acuerda más de la ansiedad que de las mariposas en la panza. También “de la ilusión de imaginarme qué le gustaría, o de ver todas las temporadas de la serie que le gustaba en un par de semanas para poder tener tema de conversación con él”. Todo eso, estaba a punto de ponerse a prueba.

Se casaron en 2014 y el testigo fue el amigo que los había presentado.
Se casaron en 2014 y el testigo fue el amigo que los había presentado.

Ninguno de los dos se acordaba que, además de la distancia, los separaban tantos centímetros. “Él se había olvidado de lo petisa que era yo, y yo de lo alto que era él”, dice Laura. Entonces salían a caminar de la mano y, cuando se miraba de reojo en las vidrieras, pensaba: “¡Por favor, qué ridículos! ¡Voy a tener que usar plataformas para salir con este pibe!”. En seguida se dieron cuenta de que era una ventaja: “El duerme en diagonal en la cama, y yo ocupo el triangulito que sobra, nos terminó quedando perfecto”. Él tenía la seguridad propia de haberla esperado tanto y que ella hubiera regresado: “Imaginate que, cuando Lau volvió, Amazon ya existía y le llevaba a la casa todo lo que compraba por Internet, y así y todo, se vino por mí”. “Es un goma”, dice ella.

El noviazgo fue largo. Seis años en casas separadas, él con sus padres, Laura en la de ella. “No fue religión, sino supervivencia. Eramos chicos y nos quedaba cómodo, pero también fue un remo, ¿que más le faltaba para decidirse?”, cuenta. El día que ella cumplió 30 años, él hizo un video con toda su historia que cerró con la propuesta. Hasta ella, que siempre tuvo los pies en la tierra, sintió que un amor así era cosa del Universo.

Francisco y Laura formaron una familia y tuvieron dos hijos: Nicanor y Manuel.
Francisco y Laura formaron una familia y tuvieron dos hijos: Nicanor y Manuel.

Se casaron en 2014 y el testigo fue aquel amigo que los había presentado. Ya no estaba de novio con la amiga de Laura, pero los dos fueron a la fiesta. Nicanor (5) nació un año y medio más tarde. “El día de la cesárea, ya en el quirófano, uno de los médicos me reconoce: era amigo de mi hermana, que también es médica. No nos dimos cuenta en ese momento, pero además había ido al colegio con Fran en primer grado. Ese tipo de cosas nos pasan todo el tiempo”, dice Laura, convencida de que todo, hasta sus hijos, estaban predestinados. Manuel, el segundo, cumplió 4 esta semana.

Lo más difícil, entendieron pronto, “no era la distancia, sino vivir juntos. ¡Y más después de que tuvimos a hijos!”. La convivencia no fue fácil: “Al principio nos matamos: no hay que convivir, ¡es un infierno!”, se ríen. “Creer en el gran amor es lo que te hace seguir apostando en momentos como la pandemia, que pasamos aislados con los chicos”. Laura dice que son “súper realistas”; Fran estudió Comunicación y ella Ciencia Política y, casi por defecto profesional, los dos tienden a lo empírico. Pero, en el fondo, se reconocen “muy románticos”: “Sabemos que el mundo es cruel, por eso nos refugiamos en los pequeños momentitos”. Como el otro día, cuando mientras trabajaba desde su casa vio a sus chicos jugando en la pileta pelopincho que tienen en el patio, los dos muertos de risa. Sacó una foto y se la mandó a su marido. “Somos millonarios”, le escribió. Para ellos, el gran amor es eso: “ni la mansión en Nordelta, ni la pileta infinita, sino que nuestros hijos crezcan felices y tener la posibilidad de verlos”. Y esa foto es otra prueba, el Universo les dio más de lo que esperaban.

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