Ese 31 de diciembre de 2007, Inés S.V. se juró que no lo pasaría en su casa. Quería despedir el año a todo trapo. Venía de fracaso amoroso en fracaso amoroso. De desilusión en desilusión. Treinta y cinco años cumplidos, siete de azafata, y seguía dando vueltas sin hacer pie. ¿El último romance fallido hasta ese momento? Lo relata ella:
“Fue con un piloto de avión italoargentino chamuyero que conocí en una fiesta en casa de una compañera de laburo. Me dijo que era casado, pero que se estaba separando porque su pareja se había convertido en un matrimonio lleno de problemas y sin magia. Tenía cuarenta y cuatro años, un hijo, unos rulos oscuros muy sexies y todavía estaba impecable físicamente. Esa misma noche empezó la conquista. Él pertenecía a la línea aérea en la que estaba yo, hacía vuelos internacionales. Nunca nos había tocado estar en la misma tripulación. Eso sucedió un poco más adelante. Quizá haya sido un par de meses después. Rumbo a Roma caí en sus manos, fue inevitable. Durante la posta, en el hotel donde nos hospedábamos, nació el romance. Pura pasión. Me re enganché. No sé si por ingenua o porque me gustaba tanto, le creí todo lo que me contó. ¡Hasta inventó que su mujer tenía una enfermedad mental y que por eso él demoraba el divorcio! No la quería dejar en este trance difícil y menos a cargo de su hijo pequeño”.
Para cuidarse de las habladurías vivieron su amor a la sombra. Sin compartir con amigos ni familia. Solo dos colegas de ella sabían algo del asunto. Él, Juan, le repetía que ya habría tiempo de sacar a la luz todo el amor que se tenían.
Un almuerzo con sorpresa
Sin embargo, la cosa con el galán mentiroso no duró mucho más. Juan se había estado capacitando para volar un avión con tecnología nueva y le llegó la oportunidad, por su doble nacionalidad, de ser piloto de otra línea aérea con base en Europa. Tenía que mudarse con su familia al viejo continente. Inés se enteró cuando ya estaban jugadas todas las cartas.
“Un día fuimos a almorzar a Oui Oui, en Palermo Viejo, aprovechando que su mujer estaba en Santa Fe con su hijo, visitando a su propia familia. En la vereda, bajo el sol de un día maravilloso, me contó excitadísimo la novedad, ‘su’ novedad. Se me rompió el mundo en mil pedazos. No sé qué cuernos estaba pensando que no me había dado cuenta de nada. Él, cero empatía con mi situación. Me dejaba sin demasiado conflicto y se iba con su mujer, la supuesta enferma mental y diseñadora de ropa, y su hijo. Se justificó diciendo que no podía hacer nada al respecto. ‘No puedo abandonarlos’, me dijo culposo. ¡Como si yo se lo hubiese pedido! Era inútil dialogar con alguien que te manipula tanto. La pelea fue inevitable. La tarada crédula, o sea yo, me desayuné con que se iba ya, en quince días. Me lo había ocultado durante varios meses. El alfajor gigante que había pedido de postre se derretía al sol. No lo pude tocar. Era como una piedra que me tenía que tragar…”, relata metafóricamente, reviviendo la angustia de ese romance de pocos meses.
Inés quedó desolada en Buenos Aires. De un día para otro, le habían cancelado la felicidad. Había transitado de una historia de amor en desarrollo a una de soledad con la cara hundida en la almohada de su cama doble en su departamento porteño de la Avenida Coronel Díaz.
Ella era de las que jamás faltaban a su trabajo, pero pidió un par de días de licencia “por enfermedad”. Era absolutamente cierto, estaba al borde de una depresión. Quería evitarlo como fuera. Se acercaban las fiestas y pensó en huir, en pasarlas en cualquier lado donde las miradas compasivas sobre su soledad no se le clavaran en la espalda.
Se pidió diez días de vacaciones y voló, con uno de sus pasajes gratis, a San Pablo, Brasil para Año Nuevo. Iba a visitar a su adorada prima Nati que vivía con su novio en la ciudad. Ellos tenían, también, una casa en la playa en Ubatuba, a la que irían a descansar. Soñaba con acostarse en la arena para despejarse y olvidar.
Con el corazón en la mano, rumbo a Brasil
El 27 de diciembre se subió destrozada al avión. Aterrizó dos horas y media después. El aire caliente de entrada le pegó bien. “Inmediatamente la tristeza y la angustia que venía sintiendo se aligeraron”, dice.
Nati trabajaba en marketing y también se había pedido unos días para ir a la playa a festejar la llegada del Año Nuevo. Se pondrían al tanto de sus vidas. Inés no le había contado de su última desventura amorosa porque el hecho de que él todavía fuera casado le daba muchísima vergüenza.
Estuvo en San Pablo esa primera noche y, al día siguiente, cargaron el auto y se fueron los tres directo a la playa: Nati, Salvador su pareja e Inés. Una vez instalados en la casa de verano, prepararon con ganas el festejo para despedir el año. Nati y su novio tendrían invitados que vendrían de todos lados. Un rejunte que prometía. Además, entre ellos, había un par de argentinos amigos de Salvador. Eran antiguos conocidos de la época de la primaria, habían sido compañeros de sexto y séptimo grado en un colegio privado porteño. Se habían reencontrado por casualidad. Eran solteros y uno, casualmente, era piloto. Inés recuerda haber pensado: “Que pesadilla esto de los pilotos. Son todos mujeriegos empedernidos. Lo quiero bien lejos”.
Ese fin de año, Inés lo tiene muy presente. Eligió ponerse un vestido de lino que tenía sin estrenar color verde menta y unos coloridos collares largos que había comprado en un viaje a Jamaica años atrás. Tenía que tener mucho cuidado porque las semillas enhebradas y teñidas, si se mojaban con algo, manchaban la ropa. Se maquilló frente al espejo más que nunca a pesar del calor. Le estaba poniendo onda. Desde que había llegado, por suerte, no lloraba más. Antes de vestirse habían puesto la mesa, decorado la galería con luces, doblado infinidad de servilletas y adornado con flores y ramas los floreros de la larga mesa. Todo lo hizo ayudada por un par de copas. “Había logrado pensar menos y disfrutar más”, reconoce.
Caído el sol, con un vaso de champagne entre las manos fue recibiendo a los invitados. Ellos pasaban y Nati se los presentaba. Erik era alemán y vivía en Brasil desde hacía años; Silvina era argentina y estaba casada con Coco; Sophie venía de Francia y era una trabajadora ambientalista; João, era brasileño, compañero del trabajo de Nati y había ido con su mujer Lis y su bebé... Faltaban más de dos horas y media para la medianoche cuando entraron los últimos dos invitados. Inés sintió que se mareaba. ¿Sería el alcohol? Ya estaba un poco borracha.
“¡¡Lo miré y era igual a mi reciente ex!! No podía ser que estuviera ahí. Los oscuros rulos tan sensuales, la misma altura, quizá mejor cuerpo y más joven... Era, pero no era… ¿Era? ¿Quién era? ¿Qué estaba pasando? No entendía nada. Pensé que me había pegado el alcohol y desvariaba. Él se acercó por el medio del jardín. Tenía puesta una camisa blanca de manga corta y un jean celeste claro. Cuando le dio la luz de lleno me di cuenta de que efectivamente no era Juan, no tenía la enorme quemadura en su antebrazo izquierdo, una cicatriz muy fea consecuencia de un accidente infantil en el campo de su abuelo. Era su doble perfecto: más joven, más buenmozo y, encima, soltero. Nati me dijo al pasar: ‘Es Diego el compañero de colegio de la primaria de Salva’. Lo saludé con un beso, pero no pude articular palabra. Cuando minutos más tarde le pregunté a Nati el apellido entendí todo: era el hermano menor de Juan, a quien nunca había conocido, aunque sí sabía de su existencia. Parecía una historia de telenovela. Te voy a reconocer que yo estaba en llamas”.
Diego había llegado con Tomás. Los tres ex compañeros de colegio se sentaron juntos y se reían a las carcajadas. Inés les alcanzó unas cervezas y se ubicó cerca con mirada embobada. Había decidido no contar nada de nada. ¿Qué podría decirle a Diego? “¿Conozco a Juan tu hermano casado?”. Se haría la tonta. No quería contaminar ese momento con cuentos del pasado que, justamente, buscaba olvidar.
Un dato no menor
Diego quedó impactado con Inés. Esa noche cantaron juntos, tocaron la guitarra y el piano, y chocaron copas una y otra vez. Después de esa noche, pasaron las vacaciones pegados como chicle. Diego, de treinta y seis años, tenía en su haber un viejo fracaso matrimonial.
“Empezamos a salir en Brasil, pero la relación continuó en Buenos Aires. Todo funcionaba de mil maravillas. Era cariñoso, empático y sexualmente muy activo. Más que su hermano. Diego es una persona bárbara. Había estado casado cuando era más joven durante un año, pero ella había resultado ser bipolar y terminaron divorciándose. Llegué a pensar si Juan mi ex no se había inspirado en ella para inventar lo de la locura de su mujer que según Diego era macanudísima. Luego de esa separación, Diego no había vuelto a tener una pareja estable, pero no era el piloto mujeriego que yo pensaba. Soñaba con volverse a casar, con tener hijos y, en algún momento, bajarse del avión”, recuerda
Y sigue: “Nos pusimos de novios rápido y nunca mencioné a su hermano. Para qué recordar a ese idiota. Unos siete meses después, más o menos, mis futuros suegros hicieron una comida por el aniversario de su casamiento. Justo, Juan y su familia habían venido de visita desde Europa. Me sentí atrapada. No sabía qué hacer para no ir. No podía faltar sin quedar como una maleducada. ¿Si me enfermaba de pronto? Pero era postergar algo que algún día iba a ocurrir. Me generaba toneladas de adrenalina. ¿Cómo me iba a tratar Juan? ¿Creería que yo había contado algo de lo nuestro? ¿Podía hacerme la estúpida? Después de todo, a él no le convenía mucho ningún escándalo y hasta ahora no había pasado nada. Con dolor de panza, me la jugué y seguí callando. Me quedaba más cómodo eso que andar explicando lo inexplicable. A estas alturas no haber contado se parecía mucho a una enorme mentira. La bola de nieve crecía y crecía”.
Hasta que llegó el día de la comida familiar. Así lo recuerda: “La cena, era un jueves y sucedió con bastante normalidad. Yo, desde el principio, evité mirarlo. Ni idea si él me miró o no. Había ido espléndida, bien vestida, porque la verdad es que quería que me viera bien y, de alguna manera, se arrepintiera de haberme perdido. Esas cosas del narcisismo que podemos tener las mujeres… Era verdad lo que me había dicho Diego, la mujer era muy simpática. Se me sentó al lado y me charló toda la noche. La cuñada cómplice, era un disparate insostenible. Sin embargo, esa noche, todo salió perfecto. Salí del departamento de mis suegros convencida de que había hecho bien en mentir; que en algunos casos la mentira se justifica, para qué andar lastimando a la gente”.
Unos meses después, ya en el 2009, cuando Diego e Inés anunciaron a su familia que se casarían, algo pasó en la cabeza de Juan, el hermano que seguía en Europa. En la siguiente visita a la Argentina, le pidió a Diego hablar a solas y le tiró sin anestesia: “Preguntale a Inés si me conoce de antes… No sé si sabés que tuvimos una historia, una aventura antes de que te conociera. Es importante que lo sepas, tenés que saber con quién te casás”.
Esa misma noche, mientras tirados en la cama hacían la lista de invitados y armaban las mesas de la fiesta, él le dejó caer como al pasar: “Inés vos una vez me hablaste de que habías salido con otro piloto. Nunca te pregunté quién era. ¿Era Juan?”.
Inés lo pensó unos segundos. Dos, tres, cuatro… No tenía salida, tenía que hablar y rápido. Si no, la gran omisión pasaría a ser una mentira del tamaño de un paquidermo. Le contó todo sin omitir detalle.
Diego escuchó pálido, con paciencia. Su primera frase fue: “Que bueno que lo admitiste. Si lo negabas, ya había decidido que suspendía el casamiento.”
A Inés se le heló la sangre.
No le preguntó nunca a su marido qué sintió en ese momento, no quiso averiguarlo. Supuso que dolor y desilusión. Tampoco supo jamás si su cuñada y sus suegros se llegaron a enterar de aquella relación previa con Juan. Capaz que había un pacto entre hermanos.
Casamiento feliz y un borracho que habla de más
En la noche de casamiento hubo alerta de tormenta. El molesto ex tomó de más. Él seguía casado y sin felicidad. Borracho total, en un momento, empezó a vociferar que el casamiento era una institución demodé, un acto estúpido, que los vestidos blancos eran ridículos y que todos sabían, hipócritas, que las novias no eran nunca vírgenes y pidió que levantara la mano quién no había tenido algún amante. Él levantó las dos mientras se reía desenfrenado.
El escándalo hubiera terminado espantosamente mal si sus amigos, de acuerdo con su mujer, no se lo hubieran llevado de prepo a su casa.
Sacado de escena el hermano peligroso, el casamiento continuó y todos hicieron como si no hubiesen escuchado nada. Inés quedó con un nudo en el estómago bajo su vestido inmaculado. La catarata verbal le había arruinado la noche.
“Si Juan hubiese dicho más cosas, capaz que terminaba con su matrimonio y mi casamiento hubiese sido el más corto de la historia”, se ríe Inés hoy.
La relación de los hermanos quedó herida.
nés tuvo con Diego dos hijos: Belén y Nicolás. Fueron felices, pero no comieron perdices porque la vida, después de algunos años, les tiró en la cara un par de crisis laborales y de salud. Se separaron al cabo de una década, justo antes de la Pandemia. El divorcio, sin embargo, no tuvo ribetes dramáticos.
“Fue la separación de dos adultos”, dice Inés, “Me dolió pero ya no iba más. Creo que lo que más me hizo sufrir fue que Diego formó pareja con otra azafata más joven. Un clásico”.
Reaparición inesperada
Fue justo después de la separación, cuando reapareció el ex. Aquel jodido ex que la había delatado con su hermano y que se había hecho echar en el casorio… Fue por las redes sociales en medio de la aburrida cuarentena. Al principio, Inés se negó a responder, pero no lo bloqueó. Él le pidió perdón de todas las maneras posibles y siguió mandando mensajes. Ella horadada por la soledad, aflojó. Le respondió y comenzó un diálogo que había estado interrumpido por más de doce años.
Cuando empezaron a relajar las medidas por el coronavirus, Juan dio un paso más: le propuso tomar café en alguna terracita. Inés no podía creer tanta insistencia. Sin plantearse moralmente nada, de un día para otro, Inés aceptó la cita con el tío de sus hijos en un café del barrio de Belgrano. Él parecía más maduro y esta vez estaba realmente divorciado. Solos y solteros se sentían con derecho a volver a salir.
“Lo increíble fue descubrir que la pasión seguía estando. Quizá me movilizaba la historia inconclusa o la revancha por aquel abandono. No lo sé. Me permito dudar. Pero, ¡si volvíamos a salir, otra vez deberíamos ocultarnos de todos! Ahora era casi peor… la familia no me lo perdonaría jamás”, acepta.
“Puedo imaginar a Diego furioso descreyendo de nuestro matrimonio, a los chicos peleados con su primo y a los dos hermanos a las trompadas o diciéndose cosas horribles. La verdad es que no me animo a dar el paso. Tampoco sé si vale la pena. Juan es más inconsciente y egoísta. Salimos dos veces a tomar café… Ahí estamos. No me decido. Lo veo como una traición… ¿Cómo le explicamos a su hijo y a mis hijos, primos hermanos, semejante historia? ¿Y a mis suegros o ex suegros? Ya no sé cómo llamarlos… Tendríamos que ir todos al psicólogo para hacer terapia de familia”.
Inés querría seguir apostando al amor, pero no tiene idea de qué hará. No sabe si habiendo tantos otros hombres por ahí va a elegir justo uno que genere tanta conmoción. Se pregunta… ¿perdurará? Por lo pronto, con tantas dudas, sigue demorando cualquier decisión.
* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas
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