Al principio, cuando él le pidió amistad por Facebook, Irene le mintió. Le dijo “lo mismo que a todos, que era casada”. No es una fabuladora, ni tenía la intención de lastimar a nadie; al revés, lo hizo para protegerse. Sabe que en la foto de perfil no aparenta sus 77 años y muchas veces recibe solicitudes de hombres a los que ni siquiera conoce; algunos, mucho más jóvenes.
Lo de “Chiquito” fue en abril, y ella dice que lo aceptó porque tenían un amigo en común. Y es que las redes son peligrosas, dice también. Lo tomó como hacía siempre, como un juego. “Yo nunca me permitía más que eso”, dice Irene, que en ese momento no buscaba más que pasar el rato, como en tantos grupos de Facebook con los que se entretenía en las largas horas en su casa a las que la relegaron la pandemia y la movilidad reducida por un ACV que le dejó secuelas en una pierna.
“Te cuento antes que nada que a mí esa pierna me quedó bastante rígida –explica, al otro lado del teléfono–. Imaginate que nada más lejos que pensar en una aventura romántica. Nunca lo pensé. Nunca pensé que me podía pasar. Sobre todo por mi condición”.
Puede haber mentido sobre su estado civil “para salvar imprevistos”, pero Irene es profundamente honesta. De esas personas que dicen las cosas por su nombre. “A él ponele Chiquito, que es como le digo yo”, me indica. Prefiere preservarlo para no romper el hechizo.
No tuvo una vida fácil, pero no se queja. El ACV la marcó a los 33 años, cuando sus hijas todavía usaban pañales. Eso me lo cuenta una de ellas, que la describe sin vueltas: “Mi vieja es una leona”. El primer marido ya no estaba en el cuadro, y eso tampoco lo dice Irene, que apenas si lo menciona.
En vez de eso, dice que antes de casarse con el padre de sus hijas tuvo otras relaciones, y que con su segundo marido fueron una linda pareja y tuvieron muy buena química en la cama hasta que él se enfermó: “Me llevaba 16 años y se mataba para hacerme feliz”, recuerda.
Cuando Irene quedó viuda, hace 6 años, hacía una década que no tenía intimidad con su esposo. Ni con nadie. “Lo acepté perfectamente porque él se lo merecía, porque habíamos tenido una vida sexual muy intensa y yo había sido feliz, así que sentí que era parte de la vida. Y pensé que era lo definitivo, que mi vida en ese aspecto había terminado”, dice.
Su “Chiquito”, en cambio, no estuvo tan de acuerdo con aceptarlo. Poco le importó que ella pusiera como excusa que seguía casada: “Se ve que tenía que ser, porque no se amilanó. Por casi dos meses estuvo pidiéndome que fuéramos a tomar un café. Me repetía que teníamos que vernos”. Irene, igual, opuso resistencia. Chateaban todos los días, y ella sentía que algo los conectaba; la inquietaba de una forma que ya no creía posible, le generaba expectativa. Se encontraba esperando de nuevo sus mensajes como una chica, con un ansia que creía olvidada. Pero, ni en ese estado de encantamiento en el que se sentía por momentos, se permitía pensar en tener un contacto real con él, ni en verlo o conocerlo personalmente. “No me atrevía a que me gustara”, dice. ¿Y si ella no le gustaba a él? O peor, ¿si ella le gustaba también? ¿Qué iba a hacer si se gustaban los dos?
“Tanto, tanto insistió, que, un día, dijo la frase que me conmovió: ‘Si tenés un impedimento físico, no me importa’”, cuenta Irene. Las cartas estaban echadas, dice ella que, si en algo cree, es en el destino. Esa mañana tomó coraje y le confesó por qué hasta entonces no había querido verlo a pesar de las ganas. El no la dejó pensar demasiado: “Me dijo: ‘Dame la dirección, te veo, te doy un beso, y me voy. Y, si los dos queremos, a las 3 te paso a buscar y vamos a un telo”.
A Irene la propuesta la abrumó: “Le dije que nunca haría algo tan patético… ¿Cómo iba a ir al telo con mi bastón? Me contestó que era capaz de alzarme en brazos. ¡Yo no sabía si era un loco, o un sueño!”. No era realmente la vergüenza por el bastón lo que la inhibía, sino el temor a que su cuerpo no respondiera. Habían pasado 16 años desde la última vez, y además él tenía veinte menos que ella.
Sintió también que se lo tenía que contar a sus hijas, “a riesgo q pensarán que estaba loca”. Y las hijas dudaron, claro: no de que estuviera loca, pero sí de que pudieran estafarla. “Violeta tenía miedo por mi audacia, en cuanto a que viniera un extraño a casa, pero con respecto a lo demás tiene la cabeza abierta. Ana un poco menos, pero se aguanta porque yo me mantuve firme en mi decisión. En definitiva, cada quien tiene una sola vida y tenemos que vivirla, no mirarla de afuera”, dice Irene. Y supe al hablar con una de sus hijas que este año ella les dio una lección práctica de ese principio con su propia historia. “Uno hace cosas de memoria. Habla del deseo de las mujeres grandes sin ponerle la cara de la madre. Mi mamá estaba sola y aburrida, y volvió a sentir. Se despertó”, dice Viole.
Le llevó dos meses y algunas discusiones con Chiquito superar sus prejuicios y sus miedos y dejarlo entrar a su casa. “De más está decir que yo temblaba como una hoja, porque no sabía cómo iba a reaccionar mi cuerpo, ni la otra persona… ¡estaba tan lejos de todo eso ya! –recuerda Irene sobre el día en que finalmente le abrió la puerta–. Y, sin embargo, ese encuentro no sólo funcionó, no sólo se me fueron las inhibiciones, sino que me sentí tan bien y fui tan feliz físicamente que tuve dos orgasmos, cosa que no me sucedía hacía años. Volví a experimentar cosas que creía sepultadas: sensaciones, placer. Cosas que supongo que a él lo motivaron a volver una y otra vez…”
Le gusta a Irene la idea de haber podido construir en estos meses una relación libre. “No hay secreto. Los dos sabemos que es sin preguntas, sin reproches, sin exigencias. No sabemos cuánto puede durar, no sabemos lo que va a pasar mañana, pero, mientras tanto, yo la disfruto como nunca pensé que iba a disfrutar algo. Y no sólo eso, noto que se va haciendo como un afecto que no tiene nada que ver con el enamoramiento, sino con el acercamiento de dos personas. Hay ternura, y hay gestos, y hay mensajitos para decir ‘buen día’, o ‘¿cómo estás?’, y esas cosas ya no sólo me hacen bien físicamente, me llenan el alma”.
Dice Irene que la adrenalina que este hombre le produjo en estos meses no la había sentido en décadas. Lo tiene calculado: “para que todo esté perfecto” le lleva más o menos un poco más de una hora y media de preparación (que es parte del disfrute) esperarlo cada vez que la visita. Dice que lo de ellos son ratos, escapadas, que tienen que coincidir los tiempos de los dos, que no estén sus hijas, que no vaya nadie, y que a ella eso le encanta: “Se hace todo más llevadero y aventurero”. Pero hay algo que le gusta todavía más: “Lo que me fascina, cada vez que viene, cuando se va, es saber… ¿querrá volver de nuevo?”.
Irene prefiere no decir su apellido. “Sé que si esto lo supieran algunas personas que me conocen, sería juzgada”. Le pregunto si por vivir su sexualidad libremente o por haber encontrado la felicidad; le digo que tal vez sería envidiada y que eso tampoco le conviene tanto. “Tenés razón –me dice–. Es que esta es una sociedad hipócrita. Yo creo que mi historia es bastante común, excepto por mi condición física. A veces, ni yo me lo creo. Nunca lo pensé. Nunca pensé que me podía pasar. Tuve dos matrimonios, otras relaciones de joven. Fui alguna vez amante. Pero, ¿sentir a esta edad que puedo encender a un hombre? ¡Me hizo volver a vivir más allá de lo que dure! Y algo más: lo que dijo de alzarme, lo cumplió. Hasta ahora, siempre me llevo a la cama en brazos”.
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