La primera vez en su vida que Leticia habló con Lucio fue por teléfono. La charla sucedió un día de semana, alrededor de las ocho de la noche. Él fue breve y al grano.
-Necesito que mis hijas aprueben matemática. ¿Qué disponibilidad de horas tenés?
Antes, le explicó que había conseguido su teléfono por el amigo de un amigo que era licenciado en exactas de la UBA como ella.
Leticia tenía 32 años y llevaba seis dando matemática en los mejores colegios privados bilingües de Zona Norte. También daba clases particulares de otras materias como historia y geografía o lo que hiciera falta. Siempre había sido una de esas profesoras todo terreno.
Buscó su agenda, miraron días y horas y terminó concertando con él un encuentro en la casa de sus alumnas, en un country en Escobar, donde estarían las mellizas -Sofía y Julia, de 13 años- y Laura, la madre de las chicas. Él le anticipó que no podría estar presente, por su trabajo viajaba mucho por el mundo. Era geólogo y CEO de una multinacional.
Una cara en la pared
La primera vez que Leticia le puso cara a la voz grave de Lucio fue durante la clase de apoyo inicial a las mellizas. Estaban las tres sentadas en el comedor de diario. En una repisa blanca, en una pared lateral, había una foto dentro de un clásico marco plateado que mostraba a la familia unos años antes. Parecía tomada en una playa de Pinamar. Desde su silla, Leticia veía en ese trozo de papel fotográfico a un señor de unos cuarenta y tantos, despeinado, con unas pocas canas, que sonreía mientras abrazaba a sus tres mujeres: dos chicas idénticas de alrededor de 7 años y Laura, a quien ya conocía. En esa imagen la madre llevaba el pelo castaño atado en una coleta alta.
Era el retrato de una familia feliz como la que Leticia soñaba. Ella estaba de novia desde hacía seis años con un norteamericano de origen indio que se había instalado con un ambicioso proyecto artístico en Buenos Aires. Tenían la misma edad, vivían juntos en un dos ambientes en la localidad de Vicente López y compartían un auto azul destartalado, pero indispensable para ella para ir de clase en clase y de colegio en colegio.
La segunda vez que Leticia vió la cara de Lucio fue en vivo y en directo, más o menos un año después. Estaba en el hall de entrada de la casa, preparándose para irse, cuando lo vio venir. Ese que venía caminando directo hacia ella solo podía ser el dueño de casa. Raro que estuviera a esa hora. Sus pasos eran los de un hombre decidido y tranquilo.
“Apareció todo vestido de negro, de pies a cabeza. Remera, campera, pantalón y ¡hasta las zapatillas! Yo pensé ¡qué canchero este madurito! Te confieso que me gustó. A mí, salvo mi último novio, siempre me habían atraído los tipos más grandes, protectores”, dice hoy con voz pícara y haciendo memoria.
Lucio se presentó y le pidió conversar con ella. Lo que le dijo cambió el curso de esta historia.
Se sentaron en el escritorio de la casa y él cerró la puerta. La situación era rara. Leticia siempre había tratado con su mujer, ella era quien le preguntaba por las chicas, reconfirmaban horarios y le pagaba. Esto era inusual. Y jamás había entrado a ese formal escritorio.
“Leticia, tengo que contarte algo y te voy a pedir confidencialidad total. Y ayuda. Mi mujer tiene leucemia. El cáncer está muy avanzado y no son nada buenas las perspectivas. No sé si te diste cuenta de algo, pero hace un tiempo que no está bien”.
El tono de Lucio había sido igual que la primera vez, directo y firme. Leticia se quedó sin palabras. No movió ni un músculo de su cara.
“No sabía qué decir. No se me ocurría qué decir. No había dramatismo, pero era dramático. En voz muy baja le confesé que había notado que Laura estaba más flaca, más ajena. Pero no mucho más que eso. Quizá yo no había prestado suficiente atención porque siempre estaba corriendo de un lado a otro. Él agregó que recién ahora le iban a contar a las chicas lo que estaba sucediendo. Me pidió que, por favor, continuara más que nunca con el apoyo escolar porque seguramente la noticia tendría consecuencias en su rendimiento. Me di cuenta de que estaba devastado aunque no lloraba. Me enterneció, pero no me animé a abrazarlo, ni nada. No cabía”.
Luego de esta sucinta charla, todo siguió más o menos igual por un tiempo. Con Laura, Leticia nunca se animó a tocar el tema de la salud. Si la dueña de casa no decía nada, menos podía ella preguntar algo.
Sin embargo, Leticia creyó ver un mínimo entendimiento de miradas.
Laura le siguió pagando cada semana hasta que en un momento dejó de aparecer en escena. Leticia no se acuerda bien cuándo ocurrió.
“Un día me dejó el dinero con la empleada, otro estaba ocupada y no vino al comedor de diario. Otra vez, las chicas me dijeron que no estaba en la casa. Las notas de las hermanas venían en picada, pero no podía hacer mucho y tampoco podía conversar de lo que pasaba con ellas. Era un secreto, pero yo creía que ellas sabían que yo sabía. Con los años me enteré que no, que no les habían dicho nada de que yo estaba al tanto”.
El consejo de papá
Leticia, mientras tanto, seguía con su novio y su vida un poco despelotada.
“Estaba en una relación eterna que no iba ni para adelante ni para atrás. Mi familia estaba atravesando un montón de problemas económicos y de salud. Mi mamá tenía Alzheimer desde hacía un tiempo y mi papá estaba con poco trabajo. Mi novio era adorable, pero yo no me sentía para nada convencida de nuestra relación. No proyectaba. Fue mi padre el que un día me puso los puntos con un par de comentarios. Me sentó en la mesa del comedor de su departamento y me soltó sin anestesia lo que pensaba. Con papá teníamos una relación muy cercana. Me dijo lo que necesitaba oír. Que la vida es larga, que no podía conformarme con alguien sin estar convencida, que se notaba que no estaba enamorada. Era verdad. No me animaba a cortar y quedarme sin nada. Mis amigas estaban todas asentadas y con hijos. Andaba sin rumbo, pero no podía detenerme a reflexionar. Necesitaba el dinero de mis múltiples empleos; cuidaba a mi mamá los fines de semana porque no podía salir sola a ningún lado y papá tenía que tener un respiro y, mi único hermano que había estudiado antropología, vivía en México. Mi día a día era un caos. No había espacio para el disfrute ni para plantearme barajar mi vida y dar de nuevo”.
La enfermedad de Laura
La situación de enfermedad en la casa de Lucio y Laura duró escasos once meses. Leticia cumplió en ese tiempo los 34. La madre de las mellizas murió un día de semana y ella se enteró por un WhatsApp del marido. Tuvo que escucharlo varias veces porque hablaba con voz tan ronca que no entendía del todo lo que decía. Quedó shockeada.
Una semana después del entierro (al que por supuesto fue) retomó las clases con las chicas. Para ellas sería el primer intento de seguir adelante con sus vidas. Todos disimularon lágrimas. Leticia apretó la tristeza que tenía en la garganta e hizo lo que tenía que hacer: dar clases de apoyo extracurricular. El clima en la casa vacía era tremendo.
“No sabía bien cómo manejarlo. Lucio no estaba nunca cuando yo iba y solo veía a la empleada que estaba tan desorientada como yo en su trabajo sin jefa. Las melli ya tenían abajo varias materias así que me enfoqué en eso. Las notaba más rebeldes y desatentas. Pero delante de mí no lloraban. Capaz que hubiese preferido que largaran sus lágrimas así las podía abrazar. Pero no pasó. Junté coraje y unas semanas después llamé a Lucio: le aconsejé que hicieran terapia. Le dije que una psicóloga podía ayudarlas mucho y le conté cuánto me estaba sirviendo a mí con los problemas de mi propia vida. Me empezó a preocupar él, no sé por qué. Me gustaba cómo era, sobrio y directo. Sofía y Julia terminaron tercer año y las ayudé con los exámenes de diciembre. Algunas materias quedaron para febrero y también estuve. Por suerte pasaron todas y no hubo previas. Durante cuarto año también seguí dándoles clases”.
Apoyo incondicional
Conversaciones sobre el estado anímico de las chicas y su rendimiento en el colegio eran los temas fijos de Leticia y Lucio cada mes en aquel escritorio pegado a la puerta de entrada. En eso estaba la relación cuando, de pronto, un día murió el padre de Leticia. Un infarto y fin.
“Fue un golpe durísimo porque éramos muy compinches. Todavía lo extraño. Mi hermano no llegó al entierro porque los pasajes de un día para otro eran carísimos. Así que me cayó todo a mí. Me sentía más sola que nunca”.
Lucio enterado del mal trago no se borró. Parco y todo su jefe la acompañó y colaboró con los trámites. Que la funeraria, que el certificado de defunción, que cerrar cuentas, que la pensión para su madre enferma… Además de ayudarla, la consolaba como podía. Leticia recuerda que en el aire se sentía la intensa atracción que tenían. Pero jamás Lucio dijo algo que se pudiera interpretar como un acercamiento. Por lo menos hasta ese momento.
Desaparecido su padre, Leticia tenía que resolver qué hacer con su madre. Internarla en un geriátrico era una opción. Sola no iba a poder con todo. Lucio también ayudó con esta compleja decisión y la acompañó un fin de semana a mirar tres o cuatro lugares.
Leticia que ya se sentía lejos de su novio, terminó por decidir: tenía que cortar.
“Estaba ahí parado, pero era lo mismo que no estuviese. Él no podía interpretar mis necesidades. Y yo no sé pedir. Lucio, en cambio, era incondicional y decidido. Un día me di cuenta de que quería que mi novio no estuviera más ahí, era como un novio de yeso. Corté tres noches después de haber internado a mamá. Me sentí libre. Era una sensación extraña. Pasaron los días y me di cuenta de que no lo extrañaba para nada”, rememora sobre esos tiempos difíciles.
Mientras tanto, seguía con las clases de las mellizas. Lucio le pagaba cada mes. Sumaban las horas y le hacía un cheque. Un día de esos, él olvidó dejarle su pago. Leticia al día siguiente le mandó un mensaje. Él le respondió al toque: “Te invito a comer afuera por el descuido y de paso hablamos de las chicas”.
Leticia aceptó. Se encontraron en un restaurante francés chiquito, en el centro, a la vuelta del edificio donde trabajaba Lucio. Cayó con una camisa a cuadros azul y blanca y perfumado. Apenas la vio se tocó el bolsillo de la camisa a la altura del pecho y le dijo: “Después haceme acordar que te dé el cheque y no me vuelva a olvidar”.
Esa noche se pusieron al tanto de los problemas de las adolescentes y ella le contó cómo andaba su vida de soltera. Salieron del restaurante, caminaron una cuadra y entraron a un bar. Leticia se pidió un Gin tonic para no desentonar. Después, volvió a su casa en taxi.
Un romance inesperado
La segunda invitación ocurrió para fin de año. Lucio le dijo a las chicas que quería que fueran a comer con Leticia todos juntos. Quería agradecerle su dedicación.
La pasaron a buscar en auto y la hicieron sentar adelante.
“Lo pasamos regio. Fue una noche super divertida y familiar. Después de tanto agradecimiento me pidió algo. Él se iba de viaje diez días a Francia y quería saber si yo me animaría a quedarme en el departamento con las chicas para que no estuvieran solas con la empleada. No tenía familiares cercanos que pudieran hacerlo. No pude decir que no y me quedé. Cuando volvió me invitó a almorzar a San Isidro ¡me quería agradecer otra vez! Esta vez me llevó en auto a casa y bueno… al llegar nos besamos un buen rato”, se ríe Leticia.
Al principio mantuvieron la relación en secreto. No sabían si iba a durar y si valía la pena contar algo que podía interrumpirse. Pero un día, a los cuatro meses, Sofía le preguntó a su papá si tenía novia. Lucio decidió reírse.
-Estoy saliendo con alguien
-¡¿Tiene hijos??
-No.
-¿Hija?
-Nooo
-Ahh bueno. ¿La conozco?
-Sí.
-Es Leti.
-Sí.
Ya estaba. Julia, que estaba sentada haciendo que jugaba con su celular, había escuchado todo.
Se hizo un silencio un poco incómodo. Las chicas tendrían que digerir el anuncio.
Lucio le contó esa misma noche a Leticia lo ocurrido.
“Sabíamos que teníamos que darles tiempo”, aclara ella. Se armaron de paciencia. Leticia armó un Operativo Seducción: “Quería que el tránsito de papá es nuestro a compartirlo con otra que no es mamá, fuera lo más tranquilo y suave posible. Y también pretendía que nuestros espacios de charla de mujeres siguieran en pie y ellas no pensaran que porque me había puesto de novia con su padre yo iba a ir a contarle a él todo lo que dijeran o hicieran. Tenían que poder seguir confiando en mí”.
El proceso fue largo y con algunos tropezones, ninguno demasiado grave. Por supuesto el noviazgo fue cama afuera por completo. No querían situaciones de las que pudieran arrepentirse.
Pasado un tiempo prudencial decidieron que querían vivir juntos. Leticia había llegado a los 36.
La primera noche en casa
“Como no nos parecía vivir en la casa donde habían convivido todos juntos por la cantidad de memoria que había instalada entre esas paredes, recuerdos lindos y, también, de la enfermedad, decidimos alquilarla y mudarnos a otra. No encontramos nada que nos convenciera para comprar así que, mientras tanto, nos fuimos al departamento de una prima mía que se había ido a vivir a Barcelona. Era enorme y quedaba en el barrio de Belgrano. Para ellos era un cambio de zona importante. La primera noche que nos quedamos ahí todos juntos, decidí que tenía que ser muy sincera con las chicas. Quería dejarles las cosas claras. Les pedí sentarnos en el living para conversar. Lucio se estaba bañando. Les dije que yo sabía lo que les pasaba; que imaginaba el dolor que deberían tener; que yo las quería mucho, pero que sabía perfectamente que jamás iba a ocupar el lugar de su madre; que las madres son únicas e irrepetibles y que yo extrañaba mis charlas con la mía con desesperación. Les dije que lo único que podía prometerles era que iba a escucharlas y a ayudarlas en lo que pudiera. Lloraron y lloré. Todo se aflojó y arrancamos bastante bien”.
-¿Lo consultaste a él antes de hacerlo?
-No. Me mandé sola. Él habla lo justo y necesario. Esto sería una charla de chicas. Solo le anticipé que quería hablar con ellas y que nos dejara solas un rato. Fue muy bueno para todos.
-¿Él seguía viajando? ¿Quién ponía los límites en la nueva casa familiar?
-Sí, viajaba mucho. Los ponía él cuando estaba. Durante sus ausencias el problema era que tenía que ponerlos yo. Si bien no era la madre era la persona adulta que debía cuidarlas. Eso implicó varias conversaciones espinosas. A veces, me mandaban a la mierda. Pero yo aguanté, mantuve la calma e insistí solo con los límites importantes, como me aconsejaban en terapia. Me olvidé de joder con tonterías. Tuve que relegar muchas cosas que me molestaban como que dejaran la ropa tirada, que no lavaran los miles de vasos que usaban o apoyaran las toallas húmedas sobre la cama. Me dediqué a tres o cuatro cosas clave que sabía que tenía que mirar de cerca como el alcohol, las amistades, la noche, las drogas. Lo bueno fue que en esa etapa, estaban en quinto año, yo tenía que llevarlas y traerlas del colegio, de Capital a Zona Norte ida y vuelta, así que teníamos horas de auto y de charla inevitables.
Una de las mellizas, Sofía, empezó a dar problemas. Un día volvió alcoholizada y terminaron en la guardia del Mater Dei. Otro, Leticia descubrió un cigarrillo de marihuana escondido en la funda de la almohada. La encaró y se propuso escucharla. La conversación fue tensa, pero dio bastante resultado. Con la ayuda de una terapeuta las cosas se volvieron a encarrilar.
Justo cuando ellas terminaron el colegio, ellos encontraron una casa que les gustó en un barrio privado de Pilar. Dejaron el departamento de la prima de Leticia y se mudaron. Sumaron dos perros pensando en las chicas. La vida para todos se había rearmado no sin dificultades. La hermana de la ex mujer, por ejemplo, no aprobaba la relación entre ellos. Eso dificultaba la relación con los primos. Leticia poco podía hacer.
El día que Leticia cumplía 38 años, Lucio reservó una mesa en el restaurante Casa Cavia. Pidió champagne y dos copas y… le propuso casamiento. Parecía una película. Leticia no dudó.
No podía creer cómo le había cambiado la vida. Marido, hijas postizas, dos perros, casa con jardín. Lo que siempre había conservado inamovible eran algunos de sus trabajos: volverse ama de casa de lunes a lunes, nunca había estado en sus planes.
Se casaron por civil y por iglesia seis meses después. Entró de blanco y lloró de emoción rodeada por amigos y algunos familiares. Su hermano esta vez sí viajó para la ceremonia. Leticia sintió que, por primera vez en su vida, era feliz.
Embarazo frustrado
Poco tiempo después, las chicas pidieron vivir en el centro. Iban a la facultad y tenían demasiado viaje. Si bien les habían regalado un auto, eran más de cien kilómetros por día y tenían problemas para combinar sus horarios. Lucio les alquiló un departamento de dos ambientes, lleno de sol, en un edificio con pileta y garage, en Palermo viejo.
“Con tanta movida en los últimos años me había olvidado de pensar en mi salud y en mis cuidados. Bordeando los 40 un día quedé embarazada. Fue una sorpresa enorme porque no tomaba recaudos hacía mucho tiempo. Estábamos felices. Él más por mí que por él. Lamentablemente, perdí ese bebé en el tercer mes. Tuve trombofilia que es una enfermedad en la sangre que provoca coágulos. Fue tan traumático que decidí que no quería pasar nunca más por lo mismo, ni tener embarazos de alto riesgo. Bajé los brazos y pensé que ejercería la maternidad suplente que me había tocado. A partir de que descarté las expectativas de maternidad hubo menos tensión en casa y la familia comenzó un período de tranquilidad muy lindo”.
Meses después llegó el traslado de Lucio. La compañía lo necesitaba en Quebec, Canadá. Era un desafío entretenido. Hicieron las valijas, alquilaron la casa. Las chicas estaban en plena facultad y no podían moverse de Buenos Aires. Tampoco querían. Y una de ellas tenía un aspirante a novio.
“Vivir afuera era un proyecto divertido, pero también duro. Duro para él por las chicas, pero en lo laboral duro también para mí porque tuve que dejar los pocos trabajos que había mantenido. Puse como única condición llevarnos los perros. Una vez instalados en la casa en Canadá, sumamos un gato canadiense. Disfrutamos de estar solos, me dediqué a hacer cursos de idiomas y la pareja se solidificó. Vinimos para las fiestas los dos años que vivimos afuera y las chicas nos visitaron otras dos o tres veces. Al cumplirse el período del traslado nos enviaron de vuelta”.
Leticia regresó al país con 43 años en el 2019. Justo antes de la pandemia por coronavirus. Volvieron a vivir a su casa y encararon algunas reformas.
Lucio se acerca a los 60 y sigue siendo de pocas palabras: “Rehacer la vida no es fácil, pero valió la pena. Hoy siento que sin Leticia no hubiera podido sacar adelante a las chicas y volver a ser feliz”.
Eso fue todo lo que dijo para esta nota. Pero alcanza.
Leticia siente que aquella llamada que atendió a las apuradas hace tantísimos años fue la puerta a esta vida de hoy. También es consciente de que ayudó a salir adelante a toda una familia que hoy la siente suya.
A él no se lo dijo porque es un ateo convencido, pero ella que es creyente en sus oraciones siempre incluye a Laura, la madre que no pudo ver en lo que sus hijas se convirtieron, y le agradece.
“Sin saberlo, ella me dejó todo lo que había construido. Era una excelente persona y lamento que no haya podido disfrutarlas. Julia se recibió de abogada y Sofía de psicóloga. Parte fue mi tarea, pero casi todo fue lo que ella sembró. En algún momento me sentí un poco ocupa de su vida. Finalmente, me amigué con la idea de que yo solo fui la heredera de mucho amor. Soy una ferviente convencida de que todo lo que nos ocurre está escrito”.
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