Durante décadas llevé a todos lados un "hiyab", pero un día decidí quitármela

Por Saba Ali (Opinión)

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Un mujer con un “hijab” cruza la avenida Coney Island en la ciudad de Nueva York. (Spencer Platt/Getty Images)
Un mujer con un “hijab” cruza la avenida Coney Island en la ciudad de Nueva York. (Spencer Platt/Getty Images)

Me sentía bien y emocionada de poder caminar por Main Street, un distrito lleno de restaurantes.

Soy una mujer musulmana que durante dos décadas ha llevado la cabeza cubierta, aunque una mañana soleada decidí quitarme el pañuelo.

El hecho de mostrar mi pelo al mundo me hizo caminar con la cabeza alta y con confianza. Al entrar a una cafetería de Nueva York y tocarme los mechones, parecía que estaba protagonizando un anuncio de Pantene.

Pero nadie se fijó. No hubo miradas de soslayo ni miradas burlones. Sin mi hijab alrededor de mi cabeza no era nada especial. Ya no me distinguía como aquella extraña. Sin esa delgada pieza de tela era como todas las demás esperando en la cola, mezclándome en el fondo del local comiendo un panecillo de arándanos.

No sé lo que esperaba de esa mañana. ¿Me derribaría un rayo? ¿Habría aplausos? ¿Sería menos musulmana? ¿O más yo?

El pañuelo siempre ha sido mi elección. Mi madre no se cubre y mi hermana mayor no se lo ponía desde hacía años. Las razones por las que empecé a cubrirme en la escuela secundaria fueron, por un lado, por algunos versículos del Corán y las excusas para saltarme las clases de natación. Pero hoy en día, en un país donde la islamofobia está tan desenfrenada, la opción de continuar llevándolo se ha sentido, a veces, como masoquista.

El hijab era mi versión de rebelión adolescente. Ese hecho llevó a una chica propensa al acné, con las rodillas nudosas, tímida, de piel morena, a tener pocas opciones para hablar y representar mi fe.

En la clase, no dudaba en debatir con mi maestro de estudios sociales sobre una línea en nuestro libro de texto que decía que mi religión se extendió con violencia. Antes, ni siquiera hubiera levantado la mano. Él no estuvo de acuerdo conmigo, pero obtuve puntos por hablar. En el voleibol, mis compañeras de equipo y yo hicimos que mi entrenado rompiera las reglas del código de vestimenta y me permitieran jugar con un pañuelo en la cabeza y unas mallas. En las fiestas, me reía más fuerte y sonreía más para mostrar que las chicas musulmanas también quieren divertirse.

La atención atrajo a mi ser narcisista interno. Después de la universidad, mi primer trabajo fue en una revista feminista de renombre en Manhattan. Busqué ese puesto no porque quisiera trabajar para mujeres como Gloria Steinem, sino porque sería desafiar su percepción del feminismo. Después del 11 de septiembre, luché contra mis padres para seguir usando el pañuelo en la cabeza. Temían por mi seguridad. Temían por mi floreciente colección de bufandas.

Pero mientras que el hijab puede ayudar a hacer a una mujer, también puede acabar con ella.

Cubrir era la forma perfecta para ocultar mis inseguridades y mi depresión. Cuando más ocupada estaba rompiendo los estereotipos sociales, mejor era para evitar grietas en mi vida personal. La presión autoimpuesta para representar al Islam y ser un ejemplo de una musulmana "buena" y consumada fue implacable. Trabajé largas horas como periodista, riéndome de los comentarios acerca de dedicarme a temas de diversidad mientras discretamente dudaba de mi valor y talento.

Aunque escalé el monte Kilimanjaro y corrí una media maratón, la vida debajo de la capucha empezó a desgastarme, como si tuviera una segunda fuerza de gravedad sobre mis hombros. Mi presencia se sintió como un anuncio de servicio público sin fin. A veces, una chica solo quiere hablar sobre el último capítulo de Game of Thrones.

A menudo, no podía replicar porque tenía más preguntas que respuestas, especialmente sobre el énfasis, a veces innecesario, de que los musulmanes lleven el velo. El Corán instruye a las mujeres a cubrirse los cuerpos por modestia y los dichos del profeta Mahoma especifican que debemos cubrirnos nuestro cabello (a veces incluso el rostro). Sin embargo, la modestia es un objetivo móvil, y los hombres, a menudo, definen sus parámetros. A medida que aprendía sobre la diversa gama de interpretaciones, me sentía más desfavorecida para dar respuestas fáciles y únicas para todos. No luchaba tanto por no tener todas las respuestas sino por no tener las correctas para mí.

La fe honesta siempre ha sido resbaladiza. Hay días en que mi hijab puede tomar el mundo y días en lo que solo quiero dejarlo todo. Si elijo quitarme el hijab, no sería la primera en mi círculo en hacerlo. Además de mi hermana mayor, algunas de mis amigas más cercanas también se lo han quitado. Eligieron hacerlo por razones discutibles: para proteger a sus hijos del odio y porque ya no estaban convencidas de su mandato religioso.

Pero para mí, después de esa fugaz mañana de existencia sin pañuelos, elegí seguir cubriéndome.

Me di cuenta de que extrañaba ser la chica del pañuelo. Descubrirme no sería tan simple como tener un accesorio menos por el que preocuparse antes de salir de casa. Exponerme a mí misma significaría abandonar el yo que hoy soy. Tendría que desentrañar los últimos 25 años, y aún no estoy preparada para eso. Defender algo menos que mi fe.

Pero ese paseo matutino me hizo reconocer los bordes irregulares e imperfectos de mi práctica religiosa. Eso me hizo respirar.

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