Acapulco, México – Con una bahía repleta de palmeras, los taxistas de Acapulco necesitan tan solo 10 minutos para llegar a este otro mundo.
En un barrio llamado Renacimiento, una farmacia está pintada de graffiti hecha por una pandilla. Los tiendas de abastos están carbonizadas por el fuego. También los puestos de tacos, los salones de belleza, los talleres de carrocería. Todo.
Los viernes por la tarde, sin embargo, el estacionamiento de la tienda Oxxo se convierte en el lugar donde se concentran los taxistas. Es hora de pagar a los muchachos.
Tres jóvenes pistoleros manejan en un Nissan Tsuru blanco y Armando, un taxista de 55 años, escribe su número de licencia de taxi en un trozo de papel, lo dobla en un billete de 100 pesos y lo introduce en una bolsa de plástico negra. Es el pago semanal al inframundo criminal de Acapulco.
"Ellos tienen el poder", dijo Armando, quien se identificó solo por su primer nombre por temor a represalias. "Ellos pueden hacer lo que quieran", remarcó.
En los últimos cinco años, Acapulco se ha convertido en la ciudad más mortífera de México. Sin embargo, el término "guerra contra las drogas" apenas describe lo que está sucediendo realmente aquí.
El cártel dominante de la droga en Acapulto y el estado de Guerrero se rompió hace una década. Los criminales que están ahora a cargo se asemejan a las pandillas de barrio, llamadas con nombres como "221" o "Los Locos". Se estima que una veintena de grupos operan en Acapulco y están mezclados con representantes de los cárteles de droga más grandes que los contratan para los trabajos. Los pandilleros son hombres jóvenes que, a menudo, se convierten en especialistas (extorsionistas, secuestradores, ladrones de autos, asesinos) y se hacen cargo de una población que, en gran medida, está indefensa.
"Matan barberos, sastres, mecánicos, taxistas", declara Joaquín Badillo, que dirige una compañía de seguridad privada en la ciudad. "Esto se ha convertido en un monstruo de 100 cabezas", alerta.
México está a medio camino de lo que puede llegar a ser el año más sangriento de su historia reciente, con más de 12,000 asesinatos en los primeros seis meses de 2017. El mes de junio fue el más mortífero de las últimas dos décadas, según las estadísticas del gobierno mexicano.
Hay muchas teorías que hablan sobre la presencia de la violencia, que había caído durante dos años tras la elección del presidente Enrique Peña Nieto en 2012. Una de ellas es que ahora hay una guerra interna por el dominio que dejaron los capos capturados. También se habla de la ruptura de los acuerdos secretos entre delincuentes y políticos, que una reforma judicial requiera más pruebas para encerrar a presuntos delincuentes o la creciente demanda estadounidense de heroína, metanfetamina y opiáceos sintéticos. Sea cual sea la causa primaria, lo cierto es que el resultado ha sido aterrador: hay una desintegración del orden a través de crecientes franjas de este país.
La violencia se está extendiendo a nuevos lugares y se está haciendo de muchas formas. En Puebla, al sur de la Ciudad de México, se libra una pelea por la venta de combustible robado. Las ciudades de playa, como Cancún y Playa del Carmen, han sido ensangrentadas por las matanzas de las drogas. Las batallas por las rutas de contrabando humano deja cuerpos esparcidos el sendero migratorio.
En Acapulco, el destartalado patio de recreo de las estrellas de Hollywood, donde los Kennedy disfrutaron de su luna de miel o donde John Wayne tomó el sol con la brisa del acantilado, las drogas no son el eje principal. Este lugar está inundado de bandas que cometen cualquier tipo de delito y aquí, los criminales, no tienen que esconderse de las autoridades.