Encerrado en una crisis política, económico y social histórica y que no encuentra su fondo. Aislado internacionalmente y con sus aliados cada vez más distantes, Nicolás Maduro amenazó este viernes con cruzar la última línea roja.
-Me gustaría preguntar por qué no ha detenido a Juan Guaidó, que ya se fue de Venezuela dos veces en contra de una orden judicial . Algunos dicen que está en libertad porque tiene mucho apoyo de la comunidad internacional y los Estados Unidos. ¿Cuál es su respuesta?- lo consultó Scoot Smith, el corresponsal de la agencia AP, durante una conferencia de prensa en el Palacio de Miraflores.
-Scott, mírame a los ojos- exigió el dictador-. El día que los tribunales de la república den el mandato de detener al señor Juan Guaidó por todos los delitos que ha cometido, ese día va a la cárcel, ten la seguridad. Ese día no ha llegado, pero llegará- vaticinó Maduro.
No dijo más. Un silencio espeso de algunos segundos quedó flotando en la sala, procesando la sentencia que acababa de dejar caer con total liviandad, al mejor estilo autócrata.
Desde enero de 2019, cuando la proclamada revolución bolivariana entró en su fase de descomposición final y Maduro abandonó cualquier vestigio de legitimidad al asumir un segundo mandato tras elecciones en las que estuvieron vedados los principales partidos opositores, la Asamblea Nacional -en manos de la oposición desde los comicios de 2015, los últimos avalados por observadores internacionales- encontró en su joven presidente la mejor figura para contraponer a un líder en decadencia que se aferraba al poder.
El ingeniero del estado de Vargas que había acompañado a Leopoldo López en la creación de Voluntad Popular en 2009 se había mantenido en un segundo plano durante la siguiente década en la que terminaron por desgastarse los tradicionales líderes opositores y algunos de los nuevos dirigentes, en medio de las amenazas y persecuciones del régimen. Ahora había llegado su hora.
Las Asamblea declaró la ilegitimidad del segundo mandato de Maduro y, siguiendo el procedimiento estipulado por la Constitución venezolana, proclamó a Guaidó como mandatario interino a cargo de pacificar el país y convocar a elecciones abiertas y democráticas.
La confrontación quedó planteada. De un lado, el heredero menos lúcido del comandantes Chávez levantando la bandera de un régimen en decadencia sólo sostenido por una jerarquía militar corrompida por negociados de todo tipo. Del otro, una figura novedosa, sencilla, sin manchas, con la única aspiración de restablecer la cordura y el sistema republicano.
Guaidó consiguió el aval para su proyecto de la Unión Europea, Estados Unidos y casi todo el continente americano. Junto a Maduro sólo quedaron el sostén ideológico del castrismo, Daniel Ortega y Evo Morales, el interés comercial y estratégico de la Rusia de Vladimir Putin y la teocracia iraní y el cada vez más frío respaldo chino. El dictador se sintió rodeado y temió lo peor. Lanzó una nueva y feroz tanda de purgas internas, persecuciones y encarcelamientos de opositores. En un giro impensado, con tal de menguar los efectos de la hecatombe económica y el récord hiperinflacionario, abrió las importaciones y habilitó la dolarización del comercio interno, echando por tierra algunos de los postulados básicos de la revolución bolivariana. En un último movimiento desesperado por obtener divisas, por estas horas busca el camino para enterrar la última bandera chavista y privatizar el negocio petrolero, entregando a los rusos la última joya de la corona. Así logró adormecer las protestas y ganar tiempo -un arte que Maduro aprendió de sus mentores cubanos-, pero no logró detener el éxodo histórico de sus compatriotas desesperados, que ya se acercan a los 5 millones de exiliados, una crisis humanitaria sin precedentes en las Américas.
Guaidó no cejó en sus denuncias de las tropelías del régimen. Pero el reloj parecía jugarle a la inversa: el paso del tiempo iba diluyendo su potencia.
Hasta que a principio de este año Maduro se sintió envalentonado y cometió una nueva tropelía. Con el sospechoso apoyo de un puñado de legisladores hasta entonces opositores pero en una sesión sin quórum en la se impidió el ingreso a la mayoría, hizo entronizar a un supuesto nuevo presidente del Parlamento. La torpe maniobra pareció a pedidp de Guaidó que, una vez reelecto en su cargo por la mayoría de los legisladores reunidos de urgencia en un auditorio, salió de gira por el exterior.
En un raid de un par se semanas, el revalidado presidente interino recibió en Europa el respaldo de Boris Johnson, Angela Merkel, Emmanuel Macron, el holandés Mark Rutte y el griego Kyriakos Mitsotakis. Saltó el Atlántico para abrazarse con el canadiense Justin Trudeau, antes de su desembarco estelar en Washington. Allí, fue aplaudido de pie en el Capitolio, cuando Donald Trump lo presentó como “el verdadero y legítimo presidente de Venezuela”. El presidente estadounidense se comprometió en público a colaborar con él para que “el dominio de la tiranía de Maduro sea aplastado y quebrado” y al día siguiente lo recibió en una larga audiencia privada en la Casa Blanca. En el intervalo, Guaidó visitó a la líder demócrata en el Congreso, Nancy Pelosi, quien destacó la “valentía” de Guaidó y subrayó la necesidad de estar “todos unidos contra una dictadura que alberga terroristas y narcotraficantes y que los promueve”. Cualquier duda que había sobre el respaldo estadounidense quedó en el pasado.
Con sus espaldas anchas, Guaidó voló este martes desde Lisboa de regreso a Caracas. Resurgió, como cada vez que sale del país, la duda de si el régimen le negaría el ingreso o, aún peor, lo apresaría cumpliendo con las órdenes de captura nunca ejecutadas en su contra por participar de supuestos planes conspirativos.
Hubo hostigamientos de la policía y los colectivos chavistas contra los simpatizantes del presidente interino que intentaron ir a recibirlo al Aeropuerto de Maiquetía. Hubo agresiones al propio Guaidó apenas pisó la terminal aérea y hasta un tío que lo había acompañado, Juan José Márquez, fue apresado bajo el inverosimil cargo de haber traslado explosivos en el vuelo comercial que los trajo de Portugal, lo que la propia línea aérea salió a aclarar que era imposible. Pero a pesar de todo, Guaidó pudo pasar por airoso por migraciones y llegar a la capital y hablar en un acto callejero a sus partidario donde los anunció que regresaba “con el respaldo del mundo” para “una segunda independencia”.
Horas después llegó la sentencia de Maduro: Guaidó irá preso. La fecha aún no llegó, pero llegará.
Sólo el dictador, que maneja cada resorte judicial y que no ha dudado en secuestrar y llevar a las mazmorras del régimen a los principales dirigentes opositores, sabe por qué aún no se decidió a ejecutar la orden de captura contra Guaidó. Es fácil imaginarlo. Reconoce que es la última línea roja. Poner tras las rejas al dirigente que ha recibido el apoyo casi unánime de las naciones occidentales para restaurar la democracia en Venezuela podría acabar con la paciencia y la contención que han mostrado hasta ahora EEUU, la UE y sus vecinos del continente americano que se verían forzados a actuar.
Maduro debe sentir que el apresamiento de Guaidó podría ser su última decisión. Una decisión suicida.
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