En el amanecer de 2013 Hugo Chávez ya sabía que moriría. Incluso desde muchos meses antes. En su cama, aún comandando la nación con sus últimas fuerzas, convocó a quienes consideraba de su íntima confianza. Estaba en Cuba, todavía. La escena reunía a los máximos capos del régimen venezolano: el convaleciente mandatario, Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Rafael Ramírez, el poderoso administrador del petróleo.
Allí, visiblemente debilitado, el extinto caudillo ungió al ex canciller como su próximo sucesor pero dejó en claro algo: el ministro y presidente de PDVSA había sido una pieza clave para él y resultaría fundamental para la supervivencia del Socialismo del Siglo XXI no sólo en Venezuela, sino en toda América Latina. "Es una mente brillante, superior", lo define alguien que lo conoce de cerca. Su jefe político sabía y respetaba eso.
El zar petrolero había cosechado la fe ciega de Chávez en los doce años que permaneció a su lado. Sirvió a las ambiciones desmedidas del militar desde la riquísima compañía de energía tejiendo relaciones en todos sus socios. Incluso, bajo su mandato, llegó a venderle crudo pesado a los Estados Unidos que era procesado por gigantes de aquel país. El ingeniero conocía todos los engranajes para hacer de la firma estatal una mina de oro.
El estrecho vínculo que supo construir con su comandante le sirvió para favorecer con miles de millones de dólares la maquinaria chavista que años después terminó por aplastar la democracia en Venezuela. No sólo fronteras adentro: su "generosidad" contribuyó a la felicidad de otros socios regionales que contaron con financiamiento para sus proyectos políticos.
Los años de bonanza (artificial) del régimen coincidieron con su trabajo como ministro del Poder Popular de Petróleo y Minería. También con el tiempo en que el barril de crudo superaba holgadamente los 100 dólares. Dinero sobraba. La fiesta parecía eterna.
El imperio de Ramírez era absoluto. Incluso el mismísimo Chávez se los había explicitado a sus otros dos hombres cercanos. "No se peleen entre ustedes", les dijo desahuciado en la reunión de aquella mañana calurosa donde estaba permanentemente monitoreado por enfermeros cubanos. Fue por eso que el ingeniero representó -desde el día que se oficializó su deceso, el 5 de marzo de 2013- una de las mayores amenazas para la voracidad y los negocios de Maduro y Cabello.
Durante su mandato al frente del crudo no había día en que el caudillo dejara de consultarlo sobre la marcha de la producción y los números. Sobre todo esto último. Tenía más autoridad e influencia sobre el jefe militar que sus pares de Economía, de Defensa y de Relaciones Exteriores o de la mismísima Fuerza Armada Nacional Bolivariana que tanto decía amar.
Una vez que asumió como máxima autoridad ejecutiva de la nación en abril de 2013 el dictador comenzó a ejecutar su plan para alejarlo del núcleo de decisión. Fue apartado al unísono de PDVSA y del ministerio que conocía como pocos y nombrado canciller en lugar de Elías Jaua en septiembre de 2014. Apenas pasaron cuatro meses y el mandamás que afirmaba conversar con pájaros lo volvió a correr. Lo destinó como embajador ante las Naciones Unidas. Ya estaba afuera.
Sin embargo, el ex consejero manejaba aún más información y vínculos que cualquier otro funcionario cercano al por entonces aprendiz de dictador. No sólo dentro de Venezuela, sino también en el exterior. Siempre se mostró como un moderado con quien se podía charlar pese a las barreras ideológicas y de carácter ético que pudieran existir.
Pero, ¿qué lo eyectó del lado de Maduro y Cabello y finalmente de Venezuela? De acuerdo a una fuente que prefiere mantenerse en el anonimato, el dictador y su brazo represivo le exigieron al ex ministro que les sirviera PDVSA para otro tipo de servicios. "Querían usar a la empresa para el blanqueo de dinero proveniente del narcotráfico. Servirse de su estructura y conocimiento en todo el continente", asegura el informante. Al parecer ese fue el límite que quebró la relación entre los tres protagonistas.
A partir de entonces, huir hacia el exilio sería su única opción de supervivencia, creyó.
Ramírez no era santo. Ni siquiera beato. Por el contrario: su amazónica mesa de dinero alcanzó durante más de una década el sur más austral del continente, los grupos insurgentes colombianos, el altiplano de Evo Morales y numerosas islas caribeñas. Pero ahora lo querían para otro tipo de negocio.
En un artículo publicado por el periodista Juan Carlos Zapata se informó que la dictadura venezolana lanzó una cacería contra el ex zar de la minería. Ordenó a sus consulados que informaran cualquier movimiento sospechoso que pudiera llevarlos hasta él. Sobre todo aquellas delegaciones diplomáticas en Roma y Milán. Extraña misión para dignatarios en el extranjero que deberían preocuparse por estrechar vínculos entre los países. Cerca del hombre de 55 años creen que podría sufrir un atentado o un secuestro, lo que podría derivar en un conflicto internacional con el estado anfitrión del ex hombre fuerte del chavismo.
La principal sospecha del régimen es que Ramírez podría estar detrás de algunos movimientos desestabilizadores con personal militar. También creen que pudo ser uno de los informantes de Michelle Bachelet, quien como Alta Comisionada de Derechos Humanos de las Naciones Unidas redactó un informe devastador sobre las violaciones a los derechos humanos en el país. Lo cierto es que nadie sabe con exactitud dónde está uno de los últimos tres hombres que vieron con vida a Chávez. Algo es seguro: ya no está con el régimen.
Twitter: @TotiPI
MÁS SOBRE ESTE TEMA: