Difícil poder dialogar desde una posición de debilidad. Difícil hacerlo cuando enfrente uno de los negociadores blande un revólver que coloca sobre una enclenque mesa de diálogo. Esa arma en Oslo, Noruega -en manos de Jorge Rodríguez, ministro de Comunicación y de Héctor Rodríguez, gobernador del estado de Miranda– no es otra que los centenares de presos políticos que la dictadura de Nicolás Maduro mantiene bajo cautiverio. Gran parte de ellos son sometidos a torturas y están incomunicados. ¿Cuánto tiempo más serán moneda de cambio?
Esos líderes secuestrados no deberían ser parte de pacto alguno. Sin condiciones, deberían ser liberados por el régimen antes de que los enviados del presidente interino Juan Guaidó –Stalin González, Fernando Martínez Mottola y Gerardo Blyde– se sienten en una misma mesa con los delegados de Miraflores. Llevado a un plano deportivo: el no hacerlo sería como jugar una final acordando un resultado inicial de 1 a 0 en contra.
Cuantos más puntos haya para discutir, la hoja de ruta de Caracas se pondrá de manifiesto: será un diseño para ganar tiempo y dilatar el empuje de un pueblo que demostró que no tiene pensado rendirse pese a la maquinaria represiva. Desde la sede gubernamental aún no se emitió ninguna señal de buena voluntad. ¿Por qué confiar esta vez? Es más, en las últimas semanas los procesos judiciales sin garantías contra dirigentes del propio Guaidó se intensificaron. Tales los casos de Roberto Marrero, Edgar Zambrano o el propio Gilber Caro.
No es la primera vez que Maduro ensaya un artilugio semejante. En diciembre de 2016, jaqueado, el jefe de la administración convocó al Vaticano para que tendiera puentes con la oposición. La Santa Sede envió al cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado y trazó un sendero común.
En aquella oportunidad la jerarquía chavista engañó a todos. Se dedicó a bombardear el acuerdo y a sabotear los pedidos de la Iglesia católica, que instó a la liberación de los dirigentes políticos como uno de los puntos más urgentes. También solicitó el llamado a un "camino electoral". Y exigía la normalización de las funciones de la Asamblea Nacional.
Diosdado Cabello, uno de los hombres fuertes de la dictadura, calificó como una "falta de respeto" el pedido papal. Caracas se retiró entonces de la ilusoria mesa de diálogo. Eso sí, había ganado tiempo y aplacado la inercia batalladora de la población. Era el cuarto intento desde 2013 para acercar posiciones entre los polos antagónicos venezolanos. Esos tres puntos, desde entonces, se han recrudecido.
Guaidó, al aceptar enviar a sus delegados, insistió en que no formaría parte de "un falso diálogo". Su objetivo primordial es la partida de Maduro de Miraflores. Debería conseguir como prolegómeno que los presos políticos sean liberados. "Aquí más nunca nos van a confundir con un falso diálogo", dijo el presidente encargado en un acto durante el fin de semana en el estado de Lara.
Rusia, uno de los soportes de Caracas, mostró este lunes sus cartas. Pretende que en Oslo no se plantee la necesidad de la salida del dictador. "Instamos a todos los países involucrados en la situación venezolana a apoyar el inicio del proceso político a través de las negociaciones de las principales fuerzas de este país, sin imponer demandas de ultimátum al Gobierno venezolano", dice el comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores de Moscú. ¿Por qué la obsesión rusa de mantener al dictador en el poder? La escueta epístola del Kremlin no aclara esto. Tampoco cuál sería el objetivo de las conversaciones noruegas.
Twitter: @TotiPI
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