Caracas, enviado especial
Bajo un diluvio tropical, Carlos Julio Rojas ingresa al restaurante La Alcabala en La Candelaria, cerca del casco histórico de Caracas. Avanza a paso firme en busca de una mesa en el fondo pero los meseros lo detienen para darle un abrazo o estrecharle la mano con alegría. "¡Eh, volviste! ¡Qué bueno verte! ¡Te vimos en las noticias!", le dicen.
Con su cara redonda, barba, anteojos y piel oscura, "Carlos Julio" -como lo llaman todos aquí- está lejos del prototipo de "escuálido" o "pitiyanqui", los motes despectivos que utilizaba Hugo Chávez para referirse a la oligarquía con la que gustaba confrontar retóricamente. Carlos Julio se presenta como periodista y luchador social. Abrazó ambas tareas desde joven con la misma pasión. Militó en distintas agrupaciones de izquierda y fue presidente del Centro de Estudiantes de Comunicación Social en la Universidad Central, la más prestigiosa de Venezuela. Trabajó en varios periódicos y semanarios. Algunos cerraron ante las presiones gubernamentales y de otros prefirió marcharse cuando ya no pudo soportar la censura.
Comenzó entonces a rebuscárselas como asesor de algunos políticos. Se convirtió en jefe de prensa de la Asociación de Trabajadores, Emprendedores y Microempresarios de Venezuela y del Instituto de Altos Estudios Sindicales y ahora también colabora con la Comisión de Medios de la Asamblea Nacional. Pero nunca dejó de despuntar el vicio como periodista ni la militancia callejera.
Su nombre fue creciendo al compás de las luchas sociales en esta parroquia de La Candelaria, una zona de clase media-baja, donde se mezclan edificios históricos, casas simples, sedes ministeriales y oficinas matrices de bancos. En 2008 lideró la pelea de los pequeños comerciantes y puesteros que quedaron desamparados luego de que Hugo Chávez apuntará con su dedo índice al Centro Comercial Sambil y bramara su ya célebre: "¡Exprópiese!". Poco después fue la cara de las protestas del Municipio Libertador contra otro delito que tuvo su auge durante la era chavista: el de las invasiones de edificios por parte de bandas armadas que cuentan con la complicidad policial para tomar los apartamentos. En 2012, Carlos Julio ya era el líder del Frente en Defensa del Norte de Caracas.
-¿Te convertiste en un militante de izquierda en defensa de la propiedad privada?
-Pero sí, ¡por supuesto! Acá no se trataba de expropiaciones a grandes empresarios y terratenientes. ¡El chavismo le expropiaba a gente humilde y pequeños comerciantes para hacer sus propios negocios!
En 2015 lo detuvieron durante 5 días tras una protesta callejera y todavía tiene un juicio pendiente por instigación al delito. Ya este año, cuando comenzaron las manifestaciones en las calles contra el golpe fallido de marzo para desplazar a la Asamblea Nacional, Carlos Julio otra vez se puso al frente de las protestas en el centro de Caracas. Aquí, las marchas no eran tan masivas pero la represión era mucho más dura que en las parroquias del este de la capital.
"Este es mi lugar de militancia de toda la vida y aquí era importante luchar. En otros barrios la gente salió a la calle por oposición política. Aquí, en La Vega, Ruiz Pineda, el 23 de enero (los distritos más populares de Caracas), la gente salió a la calle porque tiene hambre. Fue una revolución ciudadana con el pueblo enardecido en la calle. Porque este gobierno habla de 'poder popular' pero ignora al pueblo, no lo escucha y le tiene miedo".
Fueron días de furia. Carlos Julio marchó al frente de un grupo de 300 personas que hizo una tranca (piquete) frente al Ministerio del Interior. Luego vino una "Quema de Judas", en la que encendió en llamas muñecos gigantes del presidente Nicolas Maduro, el alcalde de Libertador Jorge Rodríguez, el presidente del Tribunal Supremo Maikel Moreno y el nuevo fiscal general Tarek William Saaab. Los medios oficialistas comenzaron a acusarlo de "terrorista" y de manejar "bandas armadas".
El 6 de julio, un día de tregua en las protestas, regresaba a su casa en San Bernardino cargando una bolsa de papas cuando lo retuvo un retén de la Policía Nacional Bolivariana (PNB). Le pidieron documentos, le informaron que tenía un pedido de captura y lo subieron a un patrullero. Allí escuchó cómo el ministro del Interior, Néstor Reverol, llamaba al titular del operativo con un pedido puntual: "Quiero que me traigan el celular de Carlos Julio". Nunca más volvió a ver su teléfono
Ya en la comisaría de investigaciones penales de la PNB, esposado, lo forzaron a tomarse una foto junto a una mesa repleta de latas de gases lacrimógenos y le informaron que estaba acusado de quemar una tanqueta y liderar bandas armadas (en un día que ni siquiera había habido protesta alguna en ninguna parte de la ciudad). Noventa y seis horas más tarde, Carlos Julio se convirtió en uno de los 738 civiles que desde abril de este año debieron comparecer ante un tribunal militar. Allí se enteró de que los cargos formales en su contra eran aún peores: instigación a la rebelión militar, sustracción de objetos militares y traición a la patria,
El 12 de julio, Carlos Julio Rojas fue ingresado en la principal prisión militar del país, la cárcel de Ramo Verde, la misma que albergó durante más de tres años al líder opositor Leopoldo López y en la que permanece detenido el ex general Raúl Baduel, un hombre de extrema confianza de Hugo Chávez, hoy caído en desgracia.
Aquellos personajes célebres, mal que mal, reciben algún tipo de trato "preferencial". Pero Carlos Julio se iba a sumar la multitud de reos sin nombre propio que se hacinan como animales en otros sectores del penal.
Fue llevado a una celda de unos 20 metros cuadrados en la que convivían ciento dieciséis personas. Cinco eran dirigentes políticos opositores. El resto, simples ciudadanos que habían participado de las protestas. O ni siquiera. Carlos Julio se hizo amigo enseguida de un indigente y un malabarista callejero que habían sido apresados sin entender nada de lo que pasaba y acusados de incitar a una rebelión militar.
"Más que presos políticos, son presos del hambre. Las cárceles militares venezolanas están llenas de presos del hambre".
Sentado en una mesa del fondo de La Alcabala, Carlos narra en detalle su espeluznante experiencia carcelaria mientras deglute con fruición una parrilla de carne, pollo y verduras salteadas para ir recuperando los 12 kilos que perdió en prisión. Habla en voz alta y lanza insultos a los cuatro vientos. En medio del declive opresivo y persecutorio del régimen, un valor diferencial persiste entre los venezolanos y los distancia de otros feudos autoritarios: aquí el miedo todavía no ganó la batalla y las críticas al gobierno se gritan sin demasiados resquemores en gran parte de los lugares públicos.
En aquella celda, desde ya, no había lugar para caminar ni para nada. Se dormía lo que se podía de a tres por colchón, intercalados en posiciones invertidas. El ayuno se cortaba cuando llegaba la ración diaria de 60 gramos de yuca, queso y algo de mortadela.
Carlos no se callaba. Reclamaba a los gritos por el maltrato de los guardias. Tomaba nota de todo. Sin tranzar con los códigos carcelaríos, entró en conflicto con los pajúos de la celda, esos delatores que buscan agradar a los jefes carcelarios.
Pronto descubrió que se podía estar peor. Para aplacar su rebeldía y hacerlo escarmentar, los guardias lo trasladaron una celda de aislamiento conocida como "El tigrito". Primero por 48 horas, después por 15 días. En ese cubículo infame de dos por dos metros, llegaron amontonarse hasta once personas que dormían parados por turnos, orinaban en una botella y defecaban en una bolsa de plástico, si podían. Carlos estuvo cinco días sin evacuar sus intestinos y, cuando consiguió que lo llevaran a un baño, sus músculos estaban tan contraídos que tampoco lo logró.
Un día, los llevaron a cortar con las manos arbustos secos de un monte cercano. Otro, un compañero de esa caja de alfileres lo ató con una sábana y lo mantuvo colgado de unos barrotes en la altura durante horas para probar su hombría. Cuando lo regresaron a la celda común, le habían robado todas sus pertenencias. Y enseguida volvieron las peleas con los pajúos.
"Pero nunca dejé de ser periodista. Si conseguía un papel, anotaba todo lo que pasaba. Si no, lo recordaba. Los domingos, cuando me visitaba mi madre, le contaba todo, y ella se encargaba de que lo publicaran mis amigos en la web y las redes sociales".
Dos veces el jefe de la cárcel mandó a llamarlo. "¿Usted anda contando que nosotros no le damos de comer?", lo interrogó. "Sí, claro, sigo siendo periodista aquí dentro. No se olvide".
La tercera vez que lo llamó el jefe de la prisión fue para anunciarle que tenía una audiencia ante el tribunal castrense. Allí le informaron que el fiscal, sin más, había desistido de la acusación. El 24 de agosto, tras 49 días en el infierno, recuperó su libertad con ciertas condiciones: la obligación de presentarse ante las autoridades cada 30 días, la prohibición de salir del país, hablar de su caso ante los medios y de "asistir a reuniones político-conspirativas".
"Como nadie me supo explicar qué significa todo esto, seguramente lo estoy violando al estar comiendo y hablando contigo".
Carlos Julio termina la parrilla y pide tres bochas de helado que devora en pocos minutos. Ya en la calle, la lluvia paró. Entonces quiere mostrar el mural que hizo con sus compañeros en homenaje a los cinco muertos del barrio caídos durante las protestas. Cuatro eran opositores, uno era chavista, pero recibió "por error" -así cuenta- el disparo de otro colectivo armado oficialista.
"Cuando salí de la cárcel, vi una Caracas diferente. Las protestas se apagaron, pero la gente sigue teniendo hambre y bronca. Aquí no va a haber una guerra civil, porque las armas las tienen de un solo lado. Pero solo falta una chispa para un estallido social".
Carlos Julio está por comenzar a escribir un libro sobre su experiencia en la cárcel de Ramo Verde.
"Creían que me jodían, pero yo los jodí a ellos. Fui el primer periodista que entró allí y ahora puedo contar al mundo todo lo que se vive en esa prisión".
LEA MÁS: