Psychiatry and PsychiatristsSchizophreniaTherapy and RehabilitationHallucinationsSyracuse UniversityOnTrackNYKevin LopezBoston (Mass)AustraliaSyracuse (NY)your-feed-scienceyour-feed-healthcareContent Type: Personal Profile
Kevin Lopez acababa de salir de su casa e iba a buscar a su novia para comer comida china cuando ocurrió: empezó a alucinar.
En realidad, solo fue un parpadeo. Vio caer una hoja, o la sombra de una hoja, y pensó que era la figura de una persona que corría. En una noche clara del mes pasado, le pareció por un momento que esa oscuridad que se movía a toda velocidad avanzaba en su dirección y sintió una corriente de miedo.
Subió al coche, cerró la puerta y activó los seguros, que hicieron un sonido tranquilizador.
"No es nada", dijo. "No sé por qué, pero creo que hay una persona ahí".
La luz siempre le había ocasionado problemas a Kevin cuando aparecían los síntomas de la esquizofrenia. Pensaba que las luces lo observaban, como un ojo o una cámara, o que al otro lado de la luz había algo amenazador agazapado, listo para atacar.
Pero con el tiempo había logrado controlar estos episodios; pasaban, como si se tratara de un calambre en la pierna o una migraña. Aquella noche se centró en cosas que sabía que eran reales, como el vinilo del asiento del coche y el frío del aire invernal.
Iba vestido para salir por la noche, con gemas gruesas en las orejas, y se había tomado un descanso de sus estudios de postgrado en informática en la Universidad de Boston. Un "nerd grandote y guapo", así se definía a sus 24 años.
Durante los últimos cuatro años, Kevin ha formado parte de un experimento. Poco después de empezar a alucinar, durante su primer año en la Universidad de Syracuse, sus médicos le recomendaron un programa intensivo financiado por el gobierno llamado OnTrackNY. Este le proporcionó terapia, asesoramiento familiar, asistencia profesional y educativa, gestión de la medicación y una línea de atención telefónica disponible las 24 horas del día.
Estos programas --hay unos 350 en Estados Unidos-- desafían la vieja idea de que los trastornos psicóticos son degenerativos, como una larga espiral hacia la discapacidad permanente. Funcionan sobre la noción de "la hora dorada". Según la teoría, tratando a un joven con apoyos sociales desde el principio, se puede evitar que el trastorno avance.
En los años siguientes, el equipo OnTrack de Kevin moldeó su vida de manera profunda: asegurando a los funcionarios de la Universidad de Syracuse que estaba lo bastante bien como para regresar y terminar la carrera; convenciendo a su madre de que era seguro que volviera a la universidad; aliviando las tensiones cotidianas que podían desencadenar una psicosis. A veces, cuando Kevin discutía con su novia, ponía a su terapeuta OnTrack en el altavoz.
Pero ahora, tras cuatro años, su tiempo en el programa había terminado. Se calcula que 100.000 personas sufren un primer episodio de psicosis cada año, aproximadamente cuatro veces el número de cupos disponibles en los programas de intervención temprana. Así que, en diciembre, todo desaparecería: el equipo de cinco proveedores, la línea de atención telefónica y la terapeuta que le recordaba a su madre.
¿Qué sería de él sin su apoyo? Aunque aumenta el entusiasmo por la intervención temprana, los estudios a largo plazo ponen en duda que sus beneficios perduren tras el alta. Para Kevin, dejar el programa significó una repentina explosión de autonomía y un millón de preguntas sobre cómo sería su futuro con esquizofrenia.
"Estoy dejando las ruedas de entrenamiento", dijo.
Una nueva esperanza para la psicosis
En octubre de 2020, Kevin estaba en un hospital psiquiátrico de White Plains, Nueva York, abatido y confuso.
Habían empezado a ocurrirle cosas extrañas durante el verano, mientras se preparaba para su tercer año en Syracuse. Unas voces le decían cosas viles a través de las paredes. Oía disparos por la noche. Escuchó que su hermano Diego gritaba --lo cual era imposible, pues Diego estaba en Brooklyn-- y llamó a su casa, desesperado por salvarlo.
Por primera vez en su vida, Kevin reprobaba las clases, algo extraño para un estudioso de las matemáticas que fue un alumno brillante en la secundaria. En su casa de la fraternidad, se ofendía por insultos que nadie más podía oír. Cuando su madre lo convenció para que acudiera a un psiquiatra, estaba enfermo de pánico, convencido de que le perseguían fuerzas malévolas.
Demasiado asustado para subirse a un Uber, recorrió todo el camino a pie, sorteando edificios para esconderse de los helicópteros que creía que lo seguían. Cuando llegó a la consulta, la médica lo miró con preocupación. Cuando ella le preguntó qué le pasaba, le contestó: "Ya vienen, ya vienen".
"Y entonces", recordó más tarde, "empecé a llorar porque no podía decir ni una frase".
En sus palabras, el diagnóstico de esquizofrenia le pareció "el final de todo para mí".
Kevin conocía esta enfermedad porque su tío, Marco, la padecía. Marco vivía de las prestaciones por discapacidad. Nunca había tenido un trabajo ni una pareja sentimental. Esto no es inusual; un estudio sueco descubrió que cinco años después del diagnóstico, solo el 10 por ciento de las personas con esquizofrenia tenían trabajo. La tasa media de recuperación a largo plazo, según un metanálisis de 2013, era del 13,5 por ciento.
Al principio, cuando Kevin estaba adormecido por los efectos de la medicación antipsicótica y dormía la mayor parte del día, pensó que esa también podría ser su vida. "Pensé que iba a quedarme atrapado así para siempre", dijo Kevin. "Porque veía a mi tío".
Pero una nueva idea estaba en boga en la psiquiatría y ese otoño Kevin la conoció.
Se remontaba a cuatro décadas atrás, a Melbourne, Australia, donde un psiquiatra llamado Patrick McGorry había estallado de frustración ante el sombrío pronóstico que se les daba a los jóvenes recién diagnosticados de esquizofrenia. Despojados de toda esperanza de recuperación, se les ofrecía un tratamiento estándar: cuidados de enfermería y "dosis muy altas" de medicamentos antipsicóticos.
En 1984, McGorry abrió su propia clínica e intentó hacerlo de otra manera. Animaba a sus jóvenes pacientes a seguir estudiando y les ofrecía un paquete de servicios muy enfocado en la terapia conversacional. Recetaba medicamentos antipsicóticos, pero con "la dosis efectiva más baja", para minimizar los efectos secundarios. Comparaba este enfoque con los tratamientos del cáncer o la diabetes: un tratamiento cuidadoso en la fase más temprana, dijo, podría "doblar la curva" de la enfermedad.
Estudios de gran escala confirmaron el optimismo de McGorry. Los pacientes inscritos en programas de intervención precoz presentaban menos síntomas. Era menos probable que volvieran a ser hospitalizados y más probable que siguieran trabajando o estudiando. Poco a poco, todo el campo de la esquizofrenia empezó a cambiar. En 2014, el Congreso empezó a destinar fondos para que los estados establecieran programas para el primer episodio de psicosis, que se proporcionarían sin costo alguno para los pacientes.
Kevin aún estaba en la cama del hospital cuando lo remitieron a un equipo OnTrack del Instituto para la Vida Comunitaria de Brooklyn: cinco profesionales que estarían con él durante los primeros años de la enfermedad.
Al principio, instaron a Kevin a salir del apartamento de su madre todos los días, aunque solo fuera hasta el vestíbulo. Thomas Grant, enfermero psiquiátrico, estaba de guardia para ajustarle la medicación. Stoop Nilsson, jefe de equipo, insistió en que manejara sus emociones incómodas. Su compañero especialista era "como un amigo".
Y una de ellas, una terapeuta llamada Maria Espin, se convirtió en la persona a la que acudía cuando sentía que el huracán de síntomas se desencadenaba a su alrededor.
Envuelto en una manta
Era más de la una de la madrugada cuando el teléfono de Maria empezó a sonar. Sacó las piernas de la cama, se dirigió al comedor y abrió la computadora portátil, aún en pijama.
Al otro lado de la línea estaba Kevin, ahora de vuelta en Syracuse y viviendo en una habitación alquilada, alucinando. Al principio estaba tan ansioso que no podía hablar, pero ella le oía respirar con agitación y caminar de un lado a otro.
Sus pensamientos iban a toda velocidad. Las preocupaciones se habían apoderado de él en mitad de la noche: que su novia ya no lo quería, que planeaba romper con él. Una voz le decía que tomara la lámpara que había junto a la cama, y se enrollara el cable en el cuello.
"¿Podemos quitar esa lámpara y ponerla en el armario?", le preguntó Maria. Kevin hizo lo que ella le sugería. Con voz tranquila, le habló de los ejercicios de conexión a tierra que atraían su atención hacia el mundo físico que lo rodeaba. ¿Podría nombrar cinco cosas que viera en ese momento? ¿Cuatro cosas que pudiera tocar? ¿Tres cosas que pudiera oír?
Aquella noche, recuerda Maria, permaneció en línea con él durante casi dos horas. Cuando estuviera preparado, Kevin se subiría a un Uber e iría a urgencias. Pero estaría tranquilo. No habría ambulancia, ni inyección de urgencia, ni sujeción de cuatro puntos. Y dos días después, estaría de vuelta en clases, como un estudiante más preparándose para los exámenes.
Poco a poco, Kevin fue reconstruyendo una vida que se adaptaba a la esquizofrenia.
Programó sus clases en torno al sueño envolvente que seguía a cada dosis de medicación; se adaptó a un aumento de peso de 45 kilos, otro efecto secundario, y siguió bailando las danzas sincronizadas de su fraternidad. En una fiesta posterior a su tercer año, conoció a Raquel Guardado, una estudiante de segundo años con ojos almendrados y una familia casi tan ruidosa como la suya. ("Soy una parlanchina", dijo, "me gusta hablar mucho").
Le contó a Raquel su diagnóstico la segunda vez que salieron juntos y ella no lo dudó. Él era una presencia reconfortante; cuando cruzaba el campus con él, todas las personas con las que se cruzaban le decían hola. El hecho de que fuera a terapia le pareció algo indudablemente bueno. "Nunca tuve miedo", dijo. "Solo era más como, no sé lo que me espera".
Estaban juntos en su habitación este mes de mayo cuando él sacó sus notas finales en la portátil: había aprobado su asignatura más difícil, Sistemas Operativos, y eso significaba que se graduaría. Cuando Kevin recibió su licenciatura en Ciencias, su familia se reunió a su alrededor en la escalinata de la Capilla Hendricks, radiante.
A 350 kilómetros de distancia, su equipo de OnTrack también lo celebró.
"Todo el mundo pensaba que no lo lograría, que abandonaría los estudios y volvería a casa a trabajar en algún sitio, como algo a media jornada", dijo Maria. "Eso es básicamente lo que habría dicho mucha gente. Pero no lo hizo".
Una habitación en un sótano de Boston
Cuatro meses después, Kevin se trasladó a Boston, donde había sido admitido en un programa de máster en Análisis Aplicado de Datos en el Boston University Metropolitan College.
El equipo había mantenido a Kevin en el programa más de los dos años habituales. Fue en parte porque tenía pensamientos persistentes de autolesionarse; llevaba años en la lista de casos de alto riesgo. Pero Maria consideró que había llegado el momento de darle el alta. Sus episodios graves eran cada vez menos frecuentes y, además, el equipo llevaba meses rechazando derivaciones.
"El modelo del programa es que empiezas a reunirte con ellos cada vez menos, para darles ese espacio, ese empoderamiento, para que puedan enfrentar las cosas por sí mismos", dijo Maria, clínica principal del Instituto para la Vida Comunitaria.
Lo que esto significa para Kevin no está claro. Los estudios de investigación sugieren que los beneficios de la intervención temprana, claramente demostrados a los dos años, no se mantienen a largo plazo. Una revisión de 2019 de los resultados a largo plazo descubrió que una serie de mejoras --menores tasas de hospitalización, reducción de los síntomas, empleo a tiempo completo-- empezaban a desvanecerse cuando se acababan los servicios.
A los 10 años de seguimiento, "en realidad todos los efectos se desvanecen", dijo Nev Jones, profesora asociada de la Escuela de Trabajo Social de la Universidad de Pittsburgh, quien investiga la intervención temprana. Esto no debería sorprendernos, añadió.
"Si nos fijamos en lo que es la intervención temprana, no se trata de una cura milagrosa, sino de servicios coordinados, holísticos y de muy alta calidad", dijo Jones. "Mientras se presten estos servicios coordinados de muy alta calidad, se obtendrán mejores resultados. Si los quitas, la gente no va a mantenerlos con el tiempo".
La mayoría de los participantes necesitan ayuda a largo plazo para el desarrollo profesional si quieren salir de la pobreza, añadió. "No tomamos a personas que están en silla de ruedas, las sacamos del hospital y les decimos: arréglatelas por tu cuenta", dijo.
Lisa Dixon, que ha dirigido el programa OnTrack de Nueva York desde su creación, se mostró de acuerdo en que dar de alta a los participantes en el sistema sanitario general puede ser complicado porque, como ella dice, "es muy difícil conseguir servicios". A menudo, dijo, los pacientes vuelven para informar que ni siquiera pueden encontrar un psiquiatra.
Pero dos años, dijo Dixon, pueden ser suficientes para proporcionar a las personas un "gran comienzo de su vida". Cuando termine ese periodo, añadió, "queremos reducir al mínimo los recursos necesarios y la dependencia de la atención profesional", buscando el nivel más bajo de servicios que la persona necesite.
"Voy a ser optimista", dijo. "Tenemos mucho trabajo por hacer. Pero si puedes superar los dos primeros años de esta experiencia y sentir que tienes un futuro y un sentido, y que puedes ser alguien eso es una gran diferencia".
Superar los límites
En Boston, Kevin se mezcló en un vecindario de veinteañeros con aros en la nariz y sandalias. Alquiló una habitación en un sótano por 800 dólares al mes y colocó dos filas de fotografías familiares enmarcadas frente a su cama.
Raquel y él se acercaban a su segundo aniversario. En una cena con amigos, ella presumía de la facilidad de Kevin para las matemáticas complejas y de cómo seguía haciéndole los deberes de la escuela de negocios a su hermana mayor. Una noche, mientras esperaban a que un Uber los llevara a casa, él se quedó detrás de ella en la acera, rodeándola con los brazos, tan grandes que parecían envolverla.
Le gustaba soñar despierto con el futuro, cuando serían "una familia típica en una casa bonita", como en la que vivía la familia de Raquel, en Lynn, Massachusetts. Trabajaba desde casa y, por la tarde, se levantaba del escritorio, estiraba la espalda y jugaba con sus hijos en el patio. Raquel, que conocía ese sueño, puso los ojos en blanco.
"Lynn no es tu sueño, cariño", dijo. "Por favor".
En privado, sin embargo, a Kevin le corroían las preocupaciones. Vivía con 300 dólares al mes en vales de comida. Sus clases no eran duras, pero a menudo dormía hasta media tarde, directamente durante las entrevistas de trabajo, las citas de terapia, las clases. Lo atribuía a su medicación antipsicótica, que "me hace dormir más y más y más y más", dijo.
Para contrarrestarlo, Kevin redujo su dosis a la mitad, con lo que tenía menos sueño. A veces, si tenía un examen importante, se saltaba la dosis por completo, "solo para sobrepasar los límites". No había consultado esto con su equipo pero, razonó, había llegado el momento de que empezara a resolver sus propios problemas.
"No puedo quedarme en OnTrack para siempre", dijo.
Tres meses después de mudarse a Boston, aún no había encontrado un nuevo psiquiatra o terapeuta. Maria no dejaba de insistirle con el papeleo del seguro, intentando concertar una cita de admisión, pero pasó noviembre, y luego diciembre, y eso no ocurrió. Cada vez más, cuando tenía sesiones programadas con Maria, no se presentaba.
A veces, Kevin sentía que sus síntomas aumentaban. Acostado en la cama, poco después de la mudanza, vio que se filtraba luz por la ventana y empezó a pensar que alguien lo observaba desde afuera, a punto de romper el cristal. Una noche, cuando estaba especialmente agitado, asustó a Raquel y ella rompió a llorar, lo que hizo que se sintiera fatal.
La verdad era que extrañaba a Maria. Dijo que era una figura única en su vida: reconfortante, como su madre y su novia, pero que nunca se alteraba al verlo en un episodio de psicosis. "La única persona de mi vida ", la llamaba, "una mujer que no tenía miedo".
Cámaras diminutas que miran
Dos semanas antes de su salida programada de OnTrack, Kevin se despertó con una oleada de síntomas. Más tarde, desentrañaría las razones por las que esto había sucedido: se había tomado la medicación tarde, hacia las 5:00 a. m., y apenas había dormido cuando Raquel se fue a trabajar dos horas después. Discutieron y él se quedó solo, nadando en pensamientos catastróficos.
Ahora había tantas sombras que tenía miedo de salir de su habitación. Se retorcía en la cama, intentando bloquear la luz que entraba por la ventana. Pero cuando cerraba los ojos, veía pequeños puntos de luz y le parecía que eran pequeñas cámaras que lo miraban fijamente.
Kevin se miró en un espejo y vio algo aterrador. Y oyó voces: las fotografías de su familia, alineadas en una estantería frente a su cama, empezaron a hablarle, una tras otra.
En esos momentos, necesitaba a una persona que se sentara con él, que lo ayudara a identificar lo que era real y lo que no. En el pasado había sido Maria, o su madre, o Raquel. Esta mañana, solo en la habitación del sótano, envió un mensaje de texto a la única persona en quien podía pensar, la periodista de The New York Times que lo había entrevistado.
"Estoy teniendo síntomas", escribió. "Puedes venir a grabar".
Cuando llegué, Kevin estaba nervioso. Me senté mientras él se movía por la habitación, hacía flexiones contra la pared, practicaba los ejercicios de conexión a tierra que Maria le había enseñado. Sus pensamientos se agitaban. ¿Tenía un examen esta noche? ¿Debería estudiar? Cada vez que parecía dormirse, se veía la nariz en la visión periférica y le parecía extraña, distorsionada. No dejaba de pensar que, si se dormía, podría quedarse paralizado.
Pero luego se comió un bocadillo y se tranquilizó. Pasó una hora y se quedó profundamente dormido.
Cuando se despertó, esa misma tarde, las alucinaciones habían desaparecido. Raquel le había enviado un mensaje, disculpándose. Era la primera vez que lograba superar un episodio sin su sistema de apoyo, y aquello le parecía un hito. Sintió el alivio --casi euforia-- de pasar por algo doloroso y lograr superarlo.
"Lo siento, lo oigo, lo veo", dijo. "Y luego desaparece".
Un adiós
Kevin vio a su equipo OnTrack una vez más. Se reunieron en Zoom una tarde de diciembre, y cada uno les dijo unas palabras sobre todo lo que había superado desde su primer episodio.
Stoop, el líder del equipo, destacó cómo la terapia había cambiado a Kevin: cómo se dejaba llevar por sus sentimientos, incluso cuando lo asustaban. Maria elogió su disposición a pedir ayuda. Diego, su hermano pequeño, habló de lo fuerte que era y ahogó las lágrimas. "Has estado luchando todo este tiempo", dijo Thomas, el enfermero. "Que sepas que siempre estamos luchando contigo".
Uno tras otro, le aseguraron que estaba preparado para seguir adelante sin ellos.
"Ya está", dijo Thomas. "Has completado el programa. Así es la recuperación".
Kevin había entrado en la reunión desde la cama, apoyado sobre un codo en la ropa de cama. La noche anterior se había saltado la medicación, con la esperanza de que eso lo ayudara a despertarse para estudiar para los exámenes finales. Pero, la necesidad de dormir era abrumadora. Llevaba un mes de retraso en el pago del alquiler y las cajas vacías de pizza se amontonaban en su habitación.
Sin embargo, cuando Kevin salió de casa para ir al campus, su cabeza se había despejado. Las luces de Navidad titilaban en la calle Washington y, a su alrededor, los estudiantes se marchaban para pasar las fiestas, arrastrando sus maletas. Encontró un asiento en la parte de atrás del autobús, como un estudiante de posgrado más, con una sudadera con capucha, deteniéndose al borde de la vida adulta.
Antes, al considerar cómo se desenvolvería Kevin en los años venideros, Raquel lo había calificado de "territorio inexplorado", y le pareció acertado. Ya era de noche, y el autobús se deslizaba frente a los interiores iluminados de salones de manicura y tiendas de tallarines donde las familias se preparaban para cenar. Kevin se asomó a la oscuridad y se preguntó cuál sería su futuro.
Ellen Barry es una periodista que cubre salud mental para el Times. Más de Ellen Barry
Todd Heisler es un fotógrafo del Times, radicado en Nueva York. Ha sido fotoperiodista por más de 25 años. Más de Todd Heisler
(Todd Heisler/The New York Times)
Fotos familiares y medicamentos en la estantería de su departamento de Boston. (Todd Heisler/The New York Times)