Huyendo de la vergüenza (durante 42 kilómetros)

Reportajes Especiales - Lifestyle

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DESPUÉS DE TENER UNA AVENTURA CON UN HOMBRE CASADO, CORRÍ UN MARATÓN PARA ABSOLVER MIS PECADOS, PERO NO FUNCIONÓ.

Mi primer maratón, hace 15 años, fue un llamado de auxilio. Resultó ser un grito silencioso, porque no se lo dije a casi nadie. Me inscribí a una carrera en Fresno, California, para intentar borrar un mal año. Pensé que, si forzaba mi cuerpo lo suficiente, de algún modo sería como un borrón y cuenta nueva y se absolverían mis pecados.

Elegí Fresno porque allí había empezado mi mal año. Mi hermana se había divorciado y vivía sola con su hija de 2 años. Además, consumía drogas y estaba teniendo problemas con eso.

Con veintitrés años y sin ataduras, había ido a ayudarla con su hija. Pero no duré mucho, porque me resultaba demasiado difícil vivir de cerca la drogadicción de mi hermana. Ojalá hubiera sido lo suficientemente madura para quedarme, pero, cuando eres joven y tus seres queridos no quieren tu ayuda, es fácil marcharse.

Viajé tan lejos como pude, hasta Sídney, Australia, donde había conseguido un trabajo como "au pair" (niñera).

Ser au pair en un país extranjero era el trabajo más solitario que había tenido en la vida. Una noche conocí a un hombre en un gimnasio de escalada. Tenía 39 años, era profesor y estaba casado. Nos hicimos amigos. Cuando me llevó a su casa y me presentó a su mujer y a sus hijos, nos dimos cuenta de que nos gustaban los mismos libros. También coincidían nuestras películas favoritas.

Pronto nuestra amistad se convirtió en una aventura. Me dijo que me amaba. Y yo deseaba tanto ser amada. Sentirme visible, al menos.

Su mujer no tardó en descubrirnos. En nuestra apresurada despedida, me sentí afligida, no por perder esa relación, sino por la gravedad de lo que habíamos hecho.

"Estas cosas pasan", me dijo. "Muchos de mis amigos lo han hecho".

"Ninguno de mis amigos ha hecho nada parecido", le respondí.

"Pero lo harán", insistió.

Sentí una profunda vergüenza. Hubo unas cuantas noches, después de que nos descubrieron y antes de volar de vuelta a Estados Unidos, en las que caminé sola por la ciudad, fumando cigarrillos de clavo, mirando el puente del puerto de Sídney, sintiéndome abatida y desesperada, y preguntándome si había manera de recuperarse del adulterio.

No parecía posible seguir adelante, pero lo hice. De vuelta en Jackson, Wyoming, empecé a entrenar para el maratón.

Pasé noches frías en el Refugio Nacional de Alces haciendo carreras de entrenamiento de 29 kilómetros en la oscuridad. Nadie sabía dónde estaba ni lo que hacía, y no me importaba: no me sentía merecedora de que mis amistades se preocuparan por mi seguridad. Me estaba castigando. Evitaba cualquier enredo romántico y pensaba constantemente en la aventura que había tenido, pero nunca se lo conté a mis amigos ni a mi familia. Pensaba que, si lo llegaban a saber, estarían de acuerdo en que era imperdonable.

Mi madre, mi sobrina, mi hermana y el nuevo novio de mi hermana fueron a ver cómo iniciaba el maratón en la línea de salida en Fresno. Mi hermana y su novio seguían siendo adictos, pero intenté ignorar eso. La jornada deportiva empezó temprano y con mucha luz. Estaba tan preparada como nunca lo estaría. Solo mi familia sabía que estaba allí.

La carrera me hizo sentir más sola. Vi a mi familia un par de veces, echándome porras, pero seguía sintiéndome invisible. En el kilómetro 32, el tobillo comenzó a fallarme. Quería llorar, pero llorar requería demasiada energía. Me rebasaban hombres mayores que mi abuelo muerto. Me rebasaban mujeres con pelucas metálicas. Ya quería que terminara la carrera.

Crucé la línea de meta y me detuve en seco. Había terminado. Mi madre me abrazó y mi hermana gritó: "¡Lo lograste!". Mi tiempo fue de 4:57.

Se suponía que el maratón pondría fin a mi mal año, pero mi mal año continuó. Unas semanas más tarde, se me desgarró un tendón del pulgar. Pero la suerte quiso que lo malo trajera algo bueno cuando, en la noche de música disco de un bar local, un tipo llamado Evan se fijó en los pasos de baile de una mujer con una pequeña férula de yeso rosa y pensó (como me enteraría más tarde): "Quiero vivir con una mujer así".

Evan y yo empezamos a salir, a pesar de mis esfuerzos por disuadirlo. Le conté a Evan lo de mi aventura y me preparé para su rechazo, pero siguió conmigo y me acercó aún más a él. Cuando intenté decirle lo horrible que yo era, insistió en que fuera a terapia para descubrir lo bien que estaba.

Nos fuimos de Jackson juntos en 2011 y construimos una vida en Montana, y luego en Seattle, que incluyó estudios de posgrado, una boda, grandes cambios profesionales y una hija.

A principios de este año, en Seattle, buscaba un propósito. Tenía un empleo de poca paga y quería una excusa para ponerme en forma y visitar Nueva York. Por capricho, solicité un dorsal benéfico para el Maratón de la Ciudad de Nueva York y lo conseguí. ¡Iba a correr otro maratón! Apenas unas semanas después, la directora general de la emisora de radio comunitaria de Jackson me llamó y me dijo que tenía un trabajo que creía que me interesaría, si estaba dispuesta a volver a Wyoming.

Quince años después, estaba de vuelta en Jackson, corriendo de nuevo largos kilómetros en el Refugio Nacional de Alces. Le decía a Evan adónde iba, y él se aseguraba de que tuviera suficiente combustible y agua para mis largas carreras de entrenamiento. Fui avanzando en el entrenamiento para el maratón y en la recaudación de fondos mientras empezaba un nuevo trabajo, me mudaba a un nuevo estado y enfrentaba las emociones de una niña de 4 años. No sé cómo lo hice. La vez anterior no era responsable de nadie ni de nada, y aun así había sido muy difícil. Pero de algún modo sentí que los problemas de mi vida se habían replanteado.

Cuando todavía necesitaba un último donativo para calificar, mi hermana apareció de repente para hacerme llegar a la cima. Hace poco celebró un año de estar limpia, el mayor tiempo que ha estado libre de drogas en dos décadas.

El Maratón de la Ciudad de Nueva York, mi segundo maratón en la vida, fue lo contrario del de Fresno en casi todos los sentidos. Esta carrera no estaba motivada por la vergüenza. Ahora tengo 39 años, la misma edad que tenía el australiano cuando tuvimos nuestra aventura. No apruebo lo que él hizo --ni lo que yo hice--, pero ahora veo que la vida es larga, complicada, dolorosa y solitaria. Estoy agradecida por mi matrimonio y mi hija, y no puedo imaginarme engañando a Evan ni a él engañándome a mí, pero sé que esas cosas llegan a pasar. Ahora lo veo más claro que cuando tenía 24 años (y yo era una de "esas cosas").

A principios de noviembre, estaba mirando el puente de Verrazzano-Narrows, que conecta Staten Island con Brooklyn, preparada para empezar. Pensé en el puente del puerto de Sídney y en todos los puentes que cruzaría en este maratón. En todas las cosas difíciles que había superado para correr otro maratón.

Comenzó la carrera y sonó "New York, New York" de Frank Sinatra. Crucé corriendo el puente de Verrazzano-Narrows sintiéndome muy agradecida por estar viva.

Alguien en Reddit me había sugerido que llevara mi nombre en el pecho durante la carrera. Cuando las primeras personas de Brooklyn gritaron "¡Vamos, Rachel, tú puedes!", volteé para ver si conocía a quienes me estaban animando. Pero entonces me di cuenta de que así es correr el maratón con tu nombre en el pecho.

De los dos millones de espectadores, creo que aproximadamente un millón me animaron usando mi nombre. Casi lloré de alegría muchas veces al oír a la gente gritar "¡Rachel, estoy muy orgulloso de ti!" y "¡Te ves increíble, Rachel!". Me sentí todo lo contrario de sola.

Tres veces durante los 42 kilómetros vi a Evan y a nuestra hija echándome porras con sus sudaderas a juego que decían "Equipo de apoyo de Rachel en Nueva York". Pude darles un beso a los dos y decirles que me sentía bien.

En el kilómetro 32, me preparé para cruzar el último puente del maratón, que me llevaría del Bronx a Manhattan. Pensé en Australia y mi aventura, en mi hermana y sus luchas, y en Evan y nuestra vida juntos. Pensé en mi primer maratón y miré mi reloj para hacer unos cálculos rápidos. Si mantenía el mismo ritmo, tendría la oportunidad de batir mi récord de 15 años antes.

Con un cronometraje de 4:49, crucé la línea de meta, ocho minutos más rápido que cuando tenía 24 años. Al ponerme la medalla, empecé a llorar, abrumada. Esta vez, no había corrido para borrar mi año ni para castigarme. Sin embargo, a diferencia de la carrera anterior, esta había curado algo en mí. Debí haber sabido desde el principio que el camino hacia el amor propio es un maratón, no un sprint.

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