Reseña de 'Nosferatu': Drácula ha vuelto, chupando sangre y almas

Reportajes Especiales - Lifestyle

Guardar

MoviesNosferatu (Movie)Eggers, Robert (Filmmaker)Skarsgard, Bill (1990- )Depp, Lily-Rose (1999- )

La historia del vampiro más famoso se reconfigura y es lo más cercano a una obra de franquicia que puede hacer un director independiente como Robert Eggers.

Cada vez que se estrena una nueva película de Drácula, lo único que la gente quiere saber es si da miedo. Siempre me ha parecido la pregunta equivocada. Estas películas nunca me han asustado, al menos, no en el sentido convencional de las películas de terror y suspenso. Una prueba más genuina para una de estas cosas es una cuestión de moralidad carnal. ¿Qué tan horrible pueden hacer los cineastas a su vampiro -- qué tan cadavérico, satánico, parecido a una rata, áspero, arrugado, rugoso-- hasta que sea demasiado desagradable, demasiado difícil de manejar, no solo para contemplarlo, sino para abrazarlo?

¿Puede un actor transformar tanto los efectos, las prótesis y el rococó que cause que nos rindamos y nos entreguemos a la pestilencia retorcida y asesina que se alza sobre todos? Ese es un enigma apenas disimulado en esta nueva película de Robert Eggers sobre Drácula, Nosferatu: ¿Qué haces cuando el mal besa mejor que tu marido?

Me temo que nada. Simplemente caer en la vorágine de la sensación, como la heroína en riesgo de la época victoriana de la película, hasta que estás hundido, pidiendo a gritos un arañazo de las garras del señor oscuro. Ese terror se siente como el logro de la película. Eggers, junto con sus técnicos artesanales y el actor Bill Skarsgard, ha creado el Drácula de aspecto más asqueroso, más rezumante, más cocido, más putrefacto, más bigotudo y menos vivo que recuerdo.

Y, sin embargo, lo que irradia este Drácula --lo que más miedo da de él-- es mayor que cualquiera de esos poderes totalizadores. Desgraciadamente, tras más de dos horas de mordiscos, empalamientos, infanticidios y telepatía, estaba tan mareado de simpatía por toda la manipulación sexual, tan susceptible a ella, que me avergüenza confesar que quería que fuera mi turno. Me toca a mí, cariño.

He aquí un astuto enfoque a la novela de 127 años de Bram Stoker: una película de vampiros que se siente configurada para nuestra renovada atracción por un hombre fuerte.

Se han cambiado los nombres de los personajes y los lugares para que coincidan con Nosferatu, una sinfonía del horror, la película de terror muda que F. W. Murnau y Henrik Galeen hicieron del mismo material en 1922. Pero la historia se desarrolla más o menos de la misma manera. Sigue siendo el relato de una espeluznante transacción inmobiliaria en 1838. Un joven abogado recién casado y sin experiencia llamado Thomas Hutter (Nicholas Hoult) viaja desde su ficticia ciudad alemana de Wisborg a Transilvania. Un tal conde Orlok (Skarsgard) le ha echado el ojo a una propiedad de la región, pero exige que el papeleo final se firme mediante una visita a domicilio.

El conde echa un vistazo a Ellen (Lily Rose Depp), la mujer en el relicario de Thomas, y trama convertir su alma en una residencia separada, su nido de amor. Incluso antes de que su amado Thomas parta, Ella teme lo que está en camino, porque Orlok ya ha invadido su mente e inundado sus sueños. Hechizada, quiere su techo de hojalata, oxidado.

Thomas, mientras tanto, debilitándose bajo las órdenes de Orlok (y ahora, además de ser un terrible abogado, es él mismo un vampiro), firma un contrato que no puede leer. (Es la lengua de nuestros ancestros, escupe el conde cuando se le pregunta). Más o menos le da derecho a este demonio sobre Ellen. Se desencadenan carreras para impedir que la colonice a ella y a Wisborg, donde al final las calles están cubiertas de ratas.

Se siente realmente el pavor que se va acumulando. Pero hay inconvenientes. Cualquiera que intente adaptar incluso una adaptación de lo que, según Stoker, es en última instancia una serie de cartas y anotaciones en un diario, se enfrenta a grandes retos en el departamento de personajes. No te queda otra que lidiar con todas estas personas victorianas comunes y tímidas. Los actores que los interpretan --entre ellos Aaron Taylor Johnson y Emma Corrin-- van a la deriva en lo que, en última instancia, es un drama de disfraces que solo resulta atractivo cuando está bajo ataque. Willem Dafoe interpreta al genio sobrenatural de la historia, von Franz, y ni siquiera él consigue levantar una ceja lo suficientemente alto.

Ellen resulta especialmente irritante. Es un receptáculo vestal de Drácula que Depp no logra rescatar de la pasividad. Me pone nervioso que su papel de estrella del pop en un culto alrededor del sexo en The Idol, de HBO, la haya dejado propensa a trabajos en los que un Svengali le implora que baile, tenga espasmos y convulsiones, ya sea para vampiros o para The Weeknd. Su enfoque corpóreo y monocorde prepara el terreno para un momento risible electivo cuando la rutina en la que arquea la espalda en la cama convence a su muy casada mejor amiga, Anna (Corrin), de que Ellen no necesita un exorcista, "¡necesita a su esposo!".

En el papel de ese esposo, Hoult no lo hace mal. Lo siguen contratando para interpretar la neutralidad del hombre ordinario, y lo entiendo. Es llamativamente fornido: como un Ichabod Crane del equipo de remo de Princeton. Pero sabe actuar. Su trabajo aquí demuestra lo en serio que se está tomando las cosas Eggers; nadie está exagerando. El terror que se le pide a Hoult que conjure no es el de Murnau, para llevarse las manos a la boca. Es un miedo más genuino, menos teatral. Pude sentirlo.

Nosferatu es lo más parecido a una obra de franquicia que puede hacer un director independiente como Eggers, quien tiene 41 años, trabajando con un material que, a estas alturas, es un texto de código abierto, favoreciendo un género en el que puede estampar lo que parecen ser sus preocupaciones: lo oculto, los cultos, la blancura como locura.

[Video: Watch on YouTube.]

Este es su cuarto largometraje -- La bruja, El faro y El hombre del norte le precedieron-- y cuando tiene el control por completo, irás adonde te lleven sus sentidos de la secuenciación de la acción, la estética y el suspenso. La locura era un callejón sin salida en El faro, que nunca se alejó mucho de la miseria inducida de la luz que le da título, aunque podías sentir que Eggers empujaba ansiosamente a Robert Pattinson y a Dafoe hacia una especie de punto de quiebre. La pregunta era por qué.

Dejando a un lado algunos sustos gratuitos, Eggers ha hecho una película de Drácula que es más que un ejercicio, más que una afirmación de talento. Hay una visión en marcha. Su Nosferatu es sepulcral de una manera diferente si se compara con otras películas notables de Drácula, al tiempo que parafrasea a algunas de ellas. Sí, la de Murnau, que llegó tras la gripe española. Pero también Nosferatu, vampiro de la noche, de Werner Herzog, de 1979, con un Klaus Kinski liofilizado, en la que el reino animal lleva la batuta; y Drácula, de Bram Stoker, de Francis Ford Coppola, un lollapalooza erótico, de 1992, con Gary Oldman, que a su manera chiflada y heterosexual conseguía parecer preocupado por la crisis del sida.

En Dráculas anteriores, he reconocido la tragedia improbable (William Marshall). He experimentado el miedo adecuado (el discutible original de Max Schreck), lástima (Kinski) y vergüenza ajena (George Hamilton). En 2000, me alegré de que Dafoe cenara con Schreck, luego me deleité con Zhang Wei-Qiang bailando ballet y el año pasado me reí con el enfoque de mal jefe que Nicolas Cage tomó. Con Oldman, el deseo fue espontáneo. Creía tanto en la lujuria de ese Drácula --la lujuria de todos en la película de Coppola, en realidad-- que la excitación parecía la única reacción responsable.

Este Nosferatu te reta a sentirte seducido, y asqueado por la seducción. Esas otras figuras de Drácula son de algún modo reconocibles, físicamente, como hombres. No puedes encontrar al actor dentro de Orlok. Skarsgard interpreta al hombre que está muy a gusto dentro del monstruo. No sé a cuántos demonios y criaturas tenebrosas ha interpretado a estas alturas, pero podría convertirse en el Lon Chaney de quienes se pierden en las publicaciones negativas del internet.

Las náuseas que inducen Eggers y Skarsgard son una de las razones por las que pasamos tiempo con el arte sombrío, para que la impiedad te sacuda. Es posible que se estén esforzando demasiado para hacerlo. En algún momento, Orlok dice algo así como: "Soy un apetito y nada más". Así que sí, puede que nos estén picando. Pero de nuevo: hacer películas sirve para algo. Una enorme sombra de la mano con garras de Orlok navegando como un dron por encima de las casas de Wisborg es el tipo de expresionismo exclamativo que le habría encantado a Murnau, una garra camino de una cita con un puño de hierro.

Luego, por supuesto, está el pobre Renfield, el lunático encarcelado que también es el más insistente adulador de Drácula. (En realidad, Hoult lo interpretó el año pasado, en Renfield, como ayudante ejecutivo explotado, junto a Cage). Aquí, el personaje se llama Herr Knock y Simon McBurney lo encarna con escurridiza posesión. Su interpretación es la primera cuya sumisión a la oscuridad reinante parece una deprimente renuncia a la identidad. No es que se ponga en plan Ozzy Osbourne con una paloma lo que te atormenta (bueno, no es solo eso), ni sus delirantes súplicas de ser usado y abusado por el mal residente. Es que su lujuria y devoción por Orlok le han robado la dignidad, la vergüenza, la razón, la responsabilidad, el decoro y la libertad, su mente, su salud, su ropa. La película proyecta su luz hacia el vacío heroico que hay en el corazón de esta historia. Y esa desesperanza se siente nueva, emocionantemente clara.

Hacia el final, Eggers nos lo muestra en un plano que rima con el imponente plano inicial de Orlok, de pie y desnudo ante nosotros. Herr Knock se aleja enloquecido de la cámara, solo parloteando, bailando tal vez, sin alma, ido. Se me revolvió el estómago cuando lo reconocí. Oh. Así nos vemos.

Nosferatu

Clasificada R por colmillos, cuellos desnudos, ratas y asesinatos por doquier. Duración: 2 horas y 13 minutos. En cines.

Wesley Morris es un crítico del Times que escribe sobre arte y cultura popular. Más de Wesley Morris

Guardar