NECESITÁBAMOS UNA PRESENCIA ESTABLE EN NUESTRAS VIDAS Y FUE AHÍ CUANDO LLEGÓ KEVIN.
Una mañana, cuando me disponía a ir al trabajo, salí por la puerta de mi edificio residencial y oí un ligero ruido de actividad a mi izquierda. Al voltearme vi a una perra diminuta que trotaba hacia mí por la acera, mirando nerviosa hacia un grupo de personas que la seguían y la llamaban.
Una fugitiva, pensé, mientras la perra, una chihuahua, llegaba hasta mí, saltaba hacia mis piernas y me miraba suplicante. Sin pensarlo, me agaché, la levanté y se la entregué a sus seguidores.
Sus manos se agitaron en el aire mientras todos murmuraban en un coro inconexo: "No, no, alguien acaba de arrojarla por la ventanilla de un auto, solo queríamos que se alejara de la carretera transitada, buena suerte", y sus voces se fueron apagando mientras daban media vuelta y desaparecían por la manzana.
Miré hacia abajo. La perrita temblaba en mis brazos. Suspiré y la llevé dentro, donde mi dulce y fiel perro viejo mestizo ya se había instalado para su siesta matutina. Él también suspiró, observándola desde su cama mientras la perrita revoloteaba por el apartamento, golpeteando con ansioso ritmo el suelo de madera.
Yo tenía poco más de 30 años y era becaria de oncología en la Universidad de Chicago. La medicina me había llamado con un mensaje de seguridad laboral y estabilidad económica, no de conexión humana y curación. Durante mi crianza, las vocaciones siempre me parecieron un lujo.
"Nunca dependas de nadie para conseguir dinero", decía a menudo mi abuela, sin ninguna razón aparente.
Como muchos médicos, pensaba que mi principal deber era contrarrestar la incertidumbre con datos. El campo de la oncología era, y sigue siendo, impresionantemente prolífico en la generación de nuevos datos, y fui desarrollando una sensación de dominio sobre la duda y la enfermedad.
Durante mi especialización, había conocido y me había enamorado de una carismática profesora de la universidad. Tenía una pícara inclinación de cabeza y hablaba con una certeza convincente y declarativa. Se abría paso por el mundo sin miedo.
Estaba asombrada. Crear un futuro con ella parecía simplemente una cuestión de manifestar una trayectoria inevitable. Construimos y pusimos todo nuestro empeño en un relato detallado de lo que ocurriría, llegando incluso hasta los nombres de nuestros hipotéticos hijos.
Sin embargo, unos meses antes de que apareciera la chihuahua, el doble golpe de un grave susto de salud y una muerte inesperada y estremecedora pinchó nuestra serena burbuja. Descubrimos que no estábamos preparadas para afrontar, juntas, realidades duras.
Por mi parte, no tenía ni idea de cómo mantenerme firme por ella ante su dolor y su miedo. Ver a una fuerza tan poderosa abatida por crueldades aleatorias desbordó mi capacidad de respuesta. Los ánimos se caldearon y creció la distancia.
Y entonces llegó a nuestras vidas esta chihuahua. La llamé Iota. Era una criatura traumatizada. Su ansiedad por separación era tan grave que se mordía su propio cuerpo, abriéndose heridas en las patas y el vientre. Se lanzaba contra las puertas, los muebles y las paredes del cajón que había preparado como espacio seguro para ella. Se comía sus heces, vomitaba y se comía lo vomitado en un ciclo interminable hasta que se le detenía. Chillaba y aullaba cuando yo no estaba en su campo visual.
El veterinario dijo que estaba físicamente sana y que quizá tenía un año. No tenía microchip ni collar. Puse carteles en el vecindario, pero nadie llamó. Sabía que si la llevaba a un refugio, le aplicarían la eutanasia. El veterinario me recomendó un antidepresivo, con sabor a ternera.
Sus necesidades eran abrumadoras. A veces tenía que dejarla, alejarme a otra habitación y concentrarme en mi respiración para disipar la sensación agobiante. La llegada de Iota fue la sentencia de muerte para una relación que ya se estaba deteniendo por la evaporación de las esperanzas eternas.
"Es esa perra o yo", dijo mi novia.
No sabía cómo afrontar la disolución de nuestro futuro juntas. Al igual que Iota, revoloteaba por el apartamento, golpeteando ansiosamente el suelo de madera. Una aventura impulsiva y poco meditada con un conocido del vecindario me proporcionó cierta distracción, hasta que entró por la fuerza en mi casa, me empujó al suelo, me rodeó el cuello con el brazo y apretó hasta que dejé de forcejear.
Después de que me soltara y se alejara de mi apartamento, llamé a la policía. Encontré a mis perros acurrucados, aterrorizados, en un armario. Fui a la misma sala de urgencias donde a veces atendía pacientes. Vi pasar a algunos de mis colegas por el hueco de la cortina. Me fotografiaron los moretones.
Pedí una orden de alejamiento y presenté cargos. Me senté en salas de espera de juzgados que parecían interminables con mujeres silenciosas, muchas de ellas con moretones todavía en sus rostros. Tuve que permanecer de pie junto a mi agresor mientras testificaba en el juicio, temblando. No se me permitió entrar en la sala mientras mi agresor testificaba; me senté en un banco fuera, sola.
El policía que acudió a mi llamada salió de la sala tras testificar y me abrazó mientras yo sollozaba dándole las gracias. Otros observadores fueron saliendo, ofreciéndome su apoyo: "Es culpable como el pecado, sin duda. No te preocupes".
Fue declarado inocente; mi palabra contra la suya, dijo el juez. Se retiró la orden de alejamiento. Durante meses tuve miedo de salir de mi casa y estuve hipervigilante hasta la extenuación. Los ataques de pánico me dejaban sin aliento y me desmayaba al ir al trabajo y en los pasillos del hospital. Mi red social estaba interconectada con la de mi agresor, y se derrumbó cuando la mayoría de la gente optó por replegarse antes que enfrentarse a una elección incómoda.
Fue gracias a Iota que finalmente hice un tímido acercamiento a una nueva red. Necesitaba socializarse, racionalicé. Necesitaba aprender a confiar de nuevo y encontrar su porte. A tres manzanas de mi piso había un pequeño parque donde se reunía cada tarde la gente con perros del vecindario. Los perros corrían sin correa entre diversos grupos de sus dueños.
Iota era vergonzosamente beligerante. En su miedo, se lanzaba por los aires contra perros y personas como el conejo asesino de Caerbannog de los Monty Python.
Los perros la ignoraban en gran medida, y la comunidad de vecinos con perros quiso intentar ayudarla. Formaron una quiniela sobre quién podía ganarse primero la confianza de Iota. Compitieron seriamente por este honor. Pasaron semanas sin obtener grandes progresos.
Un día, se presentó en el parque un hombre que parecía ser conocido por los vecinos con perros, aunque no por mí. Se acercó al borde del grupo de gente y se sentó en la grama, volviendo la cara hacia el cielo. Observé cómo Iota trotaba hacia él, colocaba sus patas delanteras sobre las suyas, le miraba un momento, luego saltaba a su regazo y se acomodaba. Los miembros de la quiniela estaban indignados.
Llegué a conocer a Kevin en los días y semanas siguientes, mientras hablábamos bajo los árboles del parque, que florecían en primavera. Me di cuenta de que estaba interesado en mí, pero su coqueteo era silencioso, inquisitivo, respetuoso. Iota, por su parte, estaba enamorada de él.
Pasamos más tiempo juntos, salpicados por mis ciclos alternantes de pánico y desapego. Era el momento equivocado, el más equivocado de todos, para construir cualquier tipo de base saludable para una relación funcional y amorosa. Mis necesidades eran abrumadoras. Pero Kevin no abandonó la habitación. Era firme, leal.
Ya llevamos casados casi 10 años. Iota siempre elige estar cerca de uno de nosotros, normalmente acurrucada y roncando suavemente, aunque ya no necesita vernos para confiar en su propia seguridad. Cuando nacieron nuestros hijos (primero un hijo y, dos años después, una hija), Iota se encargó de vigilar atentamente el moisés desde su percha en el borde de nuestra cama, y venía a buscarnos cuando los bebés se agitaban o alborotaban.
Sus lanzamientos al aire se dirigen ahora solo a los gansos que se infiltran en nuestro patio, los días en que su artritis no le molesta. Se acicala y se pavonea mientras huyen de ella.
A menudo cuento una versión desenfadada y aséptica de cómo conocí a Kevin. "Mi chihuahua eligió a mi marido", digo riendo. Rara vez cuento la versión más oscura. Sigo teniendo un lugar hueco dentro de mí donde residen la ira y el miedo, y donde a veces voy a examinarlos.
De un modo extraño, con el tiempo, ese hueco ha desarrollado un nuevo tipo de pesadez que me asienta, me mantiene firme cuando estoy sentada con los pacientes en su angustia y temor, cuando los datos son insustanciales. Me reúno con ellos donde están, donde mi marido me conoció, en un lugar donde sé que aún puede construirse algo.