Aprendiendo a medir el tiempo a través del amor y la pérdida

The New York Times: Edición Español

EN ESTE ENSAYO DE 2013, UN ESCRITOR INTENTA APRECIAR LOS LÍMITES DE SU PROPIA VIDA.

Durante casi 10 años, trabajé a tiempo completo en prisiones como profesor, pasando más de 40 horas a la semana detrás de esas rejas, incluido un largo invierno en unas instalaciones que habían sido una fábrica de cereales y estaban cerca de la autopista en el centro de Indianápolis. Era un edificio que parecía una roca con rejas del grosor de un dedo en las ventanas.

Durante mi primera semana allí, un preso se rio cuando le pedí que reiniciara el reloj de pared.

"¿Unos minutos menos?", dijo. "Necesitamos uno que vaya por meses y años. ¿Qué nos importan cinco minutos?".

Lo menciono únicamente porque sus palabras resumían la historia de amor que había definido mi vida. Cuando mi mujer me dejó, yo vivía en París, lo cual no era tan romántico como podría parecer porque me sentía increíblemente solo. Me dolían los huesos, sobre todo al oír el sonido de los acordeones en las estaciones de tren.

Todos mis planes se habían derrumbado. Había fracasado en el matrimonio y en el trabajo, y no tenía dinero del que hablar. A veces veía a mi exmujer por la calle y ella se apartaba con un entusiasmo que no se podía ignorar.

Una noche me encontré con dos chicos que estaban asaltando a un anciano vietnamita, y cuando intenté intervenir para que pararan, se volvieron contra mí. Empecé a preguntarme si tal vez una parte de mí quería morir.

Volví a Estados Unidos y acepté el trabajo en la cárcel. Conocí al recluso que me ayudó con el reloj. También conocí a un recluso que tenía el pelo rubio, unos bíceps enormes y unas gafas ridículas que nadie en el mundo libre se pondría jamás. Ese preso se llamaba Mike.

Mike me enseñó una carpeta con recortes y certificados fotocopiados de todos los programas educativos que había completado en la cárcel. Había obtenido un Certificado de Desarrollo Educativo General y una licenciatura, así como certificaciones en los programas habituales, como reparación de motores pequeños y peluquería.

Había guardado cartas de sus consejeros, capellanes y profesores. En esas cartas, supervisor tras supervisor afirmaban quererlo, pero todo me parecía un poco triste y torpe. No pude leerlo todo.

Yo tenía mis propios problemas. Me había instalado en un departamento minúsculo y pasaba las tardes intentando escribir un libro e intercambiando cartas con mujeres que había conocido en internet. Me tomé como algo personal todas mis oportunidades perdidas.

Cuando conocí a Mike, me dijo: "Esos chicos jóvenes: apenas los encerraron, tienen cinco años por delante y ya lo odian. Lo entiendo. Cuando tienes 20 años, cinco años es mucho tiempo, así que se portan mal. Yo solía ser así. Pero ya cumplí dos tercios de mi condena, así que cada día me acerca más a la puerta. Cuando pienso así, puedo levantarme por la mañana y sonreír".

Un mes después, mi supervisor me dijo que Mike llevaba encerrado más de 16 años y que le quedaban por lo menos 8 más. Lo detuvieron cuando era adolescente, y no iba a salir de la cárcel sino hasta pasados sus 40 años. Había violado a la hija del alguacil de su ciudad natal. No importaba lo mucho que llenara su carpeta de cartas de apoyo.

"Solía enojarme", me dijo Mike. "Me peleaba por nada. Estaba enfadado por estar en la cárcel y quería que los demás también lo estuvieran. Pero entonces me di cuenta: esta es mi vida. ¿Quiero ser ese tipo? ¿Siempre enfadado? No voy a casarme ni a tener una familia. Hoy no. Quizá nunca. Voy a estar aquí. Soy prisionero. Hay cosas que nunca voy a hacer. Y puedo pasarme la vida enfadado por eso, o puedo intentar otra cosa".

Le pregunté qué había decidido.

"Decidí ser el mejor preso que pudiera ser", dijo.

Todo esto está relacionado con el reloj de pared, porque me volví a enamorar y esta se convirtió en mi nueva vida. Ella era de New Hampshire y nunca había estado en Francia. Me dejó durante dos años para escribir un libro de memorias sobre su madre, pero luego volvió. Me escribía cartas y yo sentía que conocía todo su departamento porque estudiaba las diminutas fotos que me enviaba de ella sentada en su escritorio o de pie junto a sus cortinas.

Nos casamos, pero no sin antes ir a New Hampshire y conocer a su madre. Aquella tarde, su madre apenas podía mirarme. Tenía 48 años y estaba muy enferma, apenas a unos meses de morir.

Mi mujer me llevó en auto por su ciudad natal y vi el lago donde ella había pasado los veranos cuando era adolescente, sin llegar al metro setenta y voluptuosa en bañador desde hacía mucho tiempo. Comimos helado y hablamos tranquilamente por la tarde. Me tomó de la mano. Me regaló un reloj caro que seguí usando incluso después de que se rayara el cristal.

Nuestro hijo es de Etiopía, donde una vez vi un caballo muerto al lado de la carretera que parecía un sofá abandonado. Le pregunté a un amigo si había que hacer algo al respecto, y me dijo que los perros salvajes se encargarían de ello.

Nos llevamos a nuestro hijo lejos de todo eso hace cinco años, lo cual puede parecer una bondad, pero también duele. Ojalá nuestro hijo pudiera conocer aquellos caminos de tierra y la forma en que parecían leche de chocolate bajo la lluvia, la forma en que las laderas eran de un verde delicado, la forma en que nuestro chófer no quería entrar en el zoológico porque le repugnaba la fealdad de hormigón de las jaulas de los leones.

Ojalá los padres biológicos de mi hijo pudieran verlo nadar. Es muy buen nadador. Ojalá pudieran oírlo leer libros en voz alta. Ojalá pudiera conocerlos. Ojalá nuestro hijo pudiera hablar oromo, su lengua natal. Nuestra historia, tan llena de amor, también está llena de pérdida.

Cuando era más joven, solía levantarme temprano por la mañana para escribir. Ahora me levanto temprano para preparar el desayuno de mi hijo. Rara vez me quedo despierto hasta tarde. Me gusta mi trabajo, pero la mayoría de las noches tengo que trabajar después de cenar. Solo puedo alcanzar mi computadora portátil si me inclino sobre la pila de plumones y un diminuto Buzz Lightyear que hay en mi escritorio. Mi mujer no se pone un bikini desde hace seis años y probablemente nunca vuelva a hacerlo; dice que es demasiado vieja, lo cual me entristece.

Es una mujer guapa con canas en el pelo. Mis padres ya no conducen de noche y cada vez tienen menos aficiones. Este verano mi madre preparó una caja de galletas solo para mi hijo, y me alegró verlos hablar tranquilamente en la cocina.

Con frecuencia soy consciente de las oportunidades perdidas. Solía pensar que esas oportunidades perdidas eran hermosas ciudades que parpadeaban junto a las ventanillas de mi tren, pero ahora imagino que son linternas del pasado, que arrojan luz sobre lo que está por venir.

Mi vida está limitada de cientos de maneras y lo estará durante años a medida que mi hijo crezca y mi mujer y yo nos hagamos mayores. No sé cuándo volveré a París, si es que vuelvo. No sé cuándo terminaré mi libro ni si lo haré.

Lo que sí sé es que me encanta desayunar con mi hijo. Mi mujer quiere que solo abramos una caja de cereales cada vez para evitar que las hojuelas se pongan rancias, pero mi hijo y yo nos levantamos primero, así que comemos lo que queremos. Nos gusta cambiar. Me levanta el pulgar cada vez que abro una caja nueva.

En nuestra familia, hablamos de nuestros días y contamos la "mejor parte" y la "peor parte" a la hora de cenar. La semana pasada, estaba leyendo un cuento para dormir con mi hijo y me distraje con mi computadora portátil y el trabajo que me esperaba en la mesa, pero lo volteé a ver y le dije: "Nos olvidamos de 'la mejor parte, la peor parte'. ¿Cuál ha sido la mejor parte de tu día?".

Apoyó la barbilla en mi hombro y dijo: "Esta es, papá. Esta es la mejor parte".

Me sentí como un tonto. Tuve que cerrar los ojos un momento. Y luego estuvimos de acuerdo en que su peor parte fue cuando había llorado por comer garbanzos.

Cuando yo era niño, odiaba el betabel. Espero poder proteger a mi hijo del betabel hasta que tenga edad suficiente para contener las lágrimas. No valen la pena.

Cuando se agotó la pila de mi reloj, seguí usándolo. Había algo en el reloj que decía: No importa la hora que sea. Piensa en meses. En años. Alguien te ama. ¿Adónde vas? Hay cosas que nunca harás. No tiene importancia. No hay prisa. Sé el mejor prisionero que puedas ser.