Dudamel, GustavoClassical MusicLos Angeles PhilharmonicCarnegie HallLafourcade, NataliaLang LangOrtiz, Gabriela (1964- )Valverde, MariaWeilerstein, AlisaDzonot (Musical Work)
La gira del director venezolano con la Filarmónica de Los Ángeles podría ser un adelanto de lo que le espera a la Filarmónica de Nueva York con Dudamel al frente.
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"Hogar" es un concepto escurridizo en la música clásica, una forma de arte global de viajes constantes y trabajos que exigen reubicarse durante meses o años.
El director de orquesta superestrella Gustavo Dudamel, quien será el próximo director musical y artístico de la Filarmónica de Nueva York en 2026, reside en Madrid con su familia. Podría decirse que es su hogar. Sin embargo, en una entrevista reciente con The Los Angeles Times, dijo que siempre pensaría en su natal Venezuela como su hogar. Y, tras 15 años al frente de la Filarmónica de Los Ángeles, el sur de California también lo es.
"Me voy a Nueva York, por supuesto", dijo Dudamel, "pero Los Ángeles es mi casa".
Comentarios como éste son un recordatorio de que, por ahora, Nueva York tiene poco para reclamar como suyo a Dudamel. La Filarmónica de Los Ángeles sigue siendo su casa orquestal: allí ha dirigido el estreno de unas 300 obras, ha fundado un inmenso programa de orquestas juveniles y ha alcanzado el estatus de celebridad en una ciudad de celebridades.
Tal vez haya pistas sobre el futuro neoyorquino de Dudamel en su presente en Los Ángeles, que esta semana tuvo una demostración estimulante a lo largo de tres veladas en el Carnegie Hall. Dirigió a la Filarmónica de Los Ángeles en conciertos que reflejaron su don para programar cosas imprescindibles y su imparcialidad por los géneros, su creencia, bien recibida, de que a un nivel suficientemente alto, toda la música puede ser arte.
Pero Dudamel no está exento de debilidades. Aunque puede ser brillante fuera de los caminos trillados, es menos claro y perspicaz en los clásicos. En ese sentido, su visita al Carnegie es a la vez una señal prometedora y una advertencia.
Siempre ha sido algo irregular. Sus primeras grabaciones de Beethoven, con la Orquesta Sinfónica Juvenil Simón Bolívar de Venezuela, apenas sobresalen en un campo abarrotado. Hace dos años, dirigió a la Filarmónica de Los Ángeles en el Carnegie en una interpretación de la Sinfonía n.º1 de Mahler que careció de visión y precisión.
Sin embargo, en ese mismo programa del Carnegie se estrenó en Nueva York el concierto para violín Altar de Cuerda de Gabriela Ortiz, interpretado con el vigoroso compromiso con el que muchos compositores vivos solo pueden soñar.
Ortiz, compositora residente en el Carnegie esta temporada, volvió al programa el miércoles, con otro nuevo concierto: Dzonot, escrito para la Filarmónica de Los Ángeles y la violonchelista Alisa Weilerstein. Una vez más, Dudamel dio vida a un estreno con energía y esmero.
El suficiente esmero, sobre todo, para encargar obras grandes. Dzonot, como Altar de cuerda, dura cerca de media hora, y Ortiz está a la altura de la tarea. Parece interesada y capaz de escribir conciertos destinados a convertirse en clásicos: fáciles de amar y emocionantes de tocar.
Dzonot es la palabra maya para designar un cenote, un abismo natural, la imagen guía de la evocadora pieza de Ortiz, que a lo largo de cuatro movimientos concibe la orquesta como una especie de ecosistema, inspirado por la naturaleza y en constante veneración hacia ella. El primer movimiento, "Luz vertical", comienza con carreras ascendentes en la orquesta y un trino aleteante en el violonchelo antes de asentarse en frases ricas y fluidas, atravesadas por una suave luz debussiana.
Este es un concierto muy diferente a Altar de cuerda, una obra ágil. Por otra parte, el violonchelo es un instrumento muy diferente; donde el violín es ágil y brillante, el violonchelo se nutre de una resonancia de sangre caliente, que Ortiz explota en Dzonot con melancólicas dobles cuerdas y melodías expresivas. Pero, además de pedir al violonchelista que llegue "a la nota más alta posible", también escribe para que el solista toque col legno, golpeando percusivamente las cuerdas, en la apertura del ágil segundo movimiento, "El ojo de jaguar", y para que se suelte con un sul ponticello, inclinándose sobre el puente del violonchelo, en la cadencia del tercer movimiento, "Jade".
Weilerstein fue impávida y apasionada, como es típico de ella, adaptándose a cada entorno sonoro con facilidad: las cuerdas elevadas sobre notas arrastradas y ondulantes en la celesta, el arpa y el piano que convirtieron "Jade" en algo cósmico; el chirrido caótico que sigue en la apertura del final, "El vuelo de Toh". La cadencia final, sin embargo, es más elegíaca que espectacular: conduce a un final súbitamente silencioso y fantasmal de armónicos que se evaporan, un atisbo de la lúgubre política que se esconde tras la música inspirada en el ambiente.
La noche siguiente, Dudamel dirigió Antrópolis (2018) de Ortiz, una exclamación de 10 minutos inspirada en los salones de baile mexicanos; su sofisticación orquestal y su alegría rítmica pondrían celoso al Leonard Bernstein de West Side Story. Esto formó parte de una velada de obras parecidas al pop de Roberto Sierra y Arturo Márquez en la primera mitad, seguida de música puramente pop interpretada junto a la cantautora Natalia Lafourcade y su banda.
El hecho de que Dudamel haya dirigido una velada como ésta es alentador; en lugar de relegar la música pop a un gueto y ceder el podio a otro director, él la abraza y la eleva. Espero que siga haciendo lo mismo con la Filarmónica de Nueva York.
Pero, ¿qué hay del llamado canon? A Dudamel se le da bien convocar a la gente y entretenerla, pero en su entusiasmo puede crear picos que condenan sus valles complementarios. Un sonido denso y desequilibrado puede abrumar las complejidades y las voces internas de una partitura.
Ese fue el caso de la gala de apertura de la temporada del Carnegie el martes, en la que Dudamel dirigió la partitura completa del ballet Estancia de Ginastera, una partitura coplandesca y stravinskiana procedente de Argentina. El galopante comienzo fue tan estimulante que las idílicas secciones intermedias flaquearon en comparación, interrumpidas por los interludios declamatorios y las arias del sonoro barítono Gustavo Castillo.
El programa abrió con el Concierto para piano n.º 2 de Rachmaninoff, interpretado por Lang Lang, uno de los pocos músicos clásicos con más poder de estrella que Dudamel y uno de los favoritos de la gala. A primera vista, esta interpretación resonó con musculatura, especialmente en las conmovedoras cuerdas que prefiguraban las bandas sonoras de la época dorada de Hollywood.
Sin embargo, teatralidad no es lo mismo que musicalidad. Lang, a veces demasiado talentoso para su propio bien, pasó arrasando y desdibujando frases. En un momento dado, su mano derecha voló por el teclado para tocar una nota que la izquierda podría haber hecho igual de bien; a menudo, lanzaba las manos hacia arriba, un gesto más para el público que para la partitura. En una falla tanto del solista como de la orquesta, el destello del delicado contrapunto bachiano del final estuvo totalmente ausente, fue una transición confusa entre efusiones románticas.
La obertura y la música incidental de Mendelssohn para El sueño de una noche de verano, interpretadas el miércoles con la narración de la actriz española María Valverde, esposa de Dudamel, y el videoarte de Alberto Arvelo que, fuera de un fragmento de la delirante película homónima de Max Reinhardt de 1935, parecía una serie de pinturas pasadas por un filtro de inteligencia artificial que anima imágenes.
Las enérgicas carreras de las cuerdas al principio de la pieza, frágiles y totalmente dependientes de la precisión, evocaban más a los mosquitos que a las travesuras. Y el enorme sonido de la orquesta más tarde, incluyendo una marcha nupcial wagneriana, le robó a la música su, perdónenme, picardía como de duende.
Y, sin embargo, fue difícil resistirse a toda la presentación. Pocas personas correrán a escuchar una hora de música de Mendelssohn. Añada una actriz bailando como una hada y un video que distrae lo mínimo, y se tendrá la visión de un maestro que al menos quiere intentarlo, que no se contenta con el punto de referencia de un concierto sinfónico. Y eso es algo que debe emocionarnos.
Joshua Barone es editor adjunto de música clásica y danza en Culture Desk y crítico colaborador de música clásica. Más de Joshua Barone